Quantcast
Channel: El jardín de las malas hierbas
Viewing all 130 articles
Browse latest View live

Cincuenta Malas Hierbas de Grey - Capítulo 1

$
0
0
Pues sí: esta Mala Hierba ha decidido escribir una escena AU autoinsertándose en la n… cosa Cincuenta sombras de Grey. Específicamente, voy a reescribir el primer capítulo (o quizá sólo una parte, lo veré sobre la marcha), ese en el que la tal Anastasia va a hacerle la entrevista al petardo a su oficina.

Queridos hierbajos, nos vamos a reír. Bueno, quizá vosotros no. No estoy especialmente inspirada hoy en ese sentido. Solo es que me apetecía probar.

Por cierto, como soy una Mala Hierba, me lavo teatralmente las manos en cuanto a la prosa. Muajaja. No voy a mejorar el texto en ningún sentido, va a seguir teniendo received text, siendo explicativo y usando resumen, porque para empezar muchas de las cosas se van a quedar tal cual están en la obra original. Yo me limito a autoinsentarme en las partes dedicadas a la prota, porque soy así de Mary Sue.

[Aquí os dejo un link a la versión original (en español) del libro, por si queréis ver cómo era la escena que escribió E. L. James: http://www.todocelaya.com/libros/Cincuenta-Sombras-de-Grey.pdf]



1

Me miro en el espejo y me empiezo a reír, moviendo la cabeza de lado a lado para se me desordene el flequillo.

—Tengo un pelo genial.

Da igual lo que me haga. Maldita sea Katherine Kavanagh, que se ha puesto enferma, la muy furcia, y me ha colgado el muerto, con el sueño que tengo. Pero mi pelo mola tres pueblos, así que no importa. Yo hoy pensaba repasar para los exámenes.

No sé por qué mis pensamientos son tan fragmentados y aún así me empeño en hacer párrafos con el batiburrillo, pero vale.

Vuelvo a revolverme el pelo con una mano.

—Tengo que probar más veces eso de acostarme con el pelo mojado. Es genial.

Hincho los carrillos y subo y bajo las cejas insinuantemente a mi reflejo mientras pienso en selfies literarios. A la chica del pelo zanahoria con las raíces castañas se le escapa todo el aire por la boca cuando se empieza a reír otra vez. Tiene pecas sobre la nariz y bajo los ojos, y eso es fantástico porque hacía muchos años que no le salían pecas.

Sacudo la cabeza una vez más y el flequillo me hace cosquillas en la frente. Tengo que salir ya del baño o se me hará tarde.

Kate es mi compañera de piso (por cierto). Es curioso, porque no recuerdo tener ninguna compañera de piso que se llame Kate (yo juraría que la de ahora se llamaba Katrin, pero tratándose de mí… todo es posible. Digamos que se llama Kate, pues). El caso es que la muchacha iba a ir a hacerle una entrevista a no sé qué tipo millonetis de una empresa, pero ha pescado un resfriado (ella, no el entrevistado) y, con el cuento del catarro, me ha colgado el muerto. A mí, mientras que me dé las preguntas escritas, la verdad es que todo me parece genial. Bueno, en realidad me apetecía más quedarme en casa y no tener que hablar con nadie en todo el día, porque estoy ermitaña, pero en fin. Me toca conducir más de doscientos kilómetros (cosa improbable, por cierto) hasta el centro de Seattle para reunirme con el presidente de la empresa… no me acuerdo del nombre, una palabra así como verde feo, puede que empezase por «g». Por lo visto el tipo es mecenas de la universidad y su tiempo es oro, que dicen por ahí, pero le ha concedido una entrevista a Kate. Y Kate está que no caga con el logro. La chica le pone interés, eso hay que concedérselo.

Kate está acurrucada en el sofá del salón.

—Ortiga, lo siento. Tardé nueve meses en conseguir esta entrevista. Si pido que me cambien el día, tendré que esperar otros seis meses, y para entonces las dos estaremos graduadas. Soy la responsable de la revista, así que no puedo echarlo todo a perder. Por favor… —me suplica con la voz ronca por el resfriado.

La pobre está hecha unos zorros. Da penilla con los ojos llorosos y la nariz irritada de tanto sonarse. Aunque la verdad es que sin maquillaje está más guapa.

—¿Te has salido de la cama para seguir suplicándome? No es por hacer de menos tus esfuerzos, mujer, pero probablemente si he madrugado será porque ya hemos quedado en que voy. Anda, vuelve a la cama. ¿Quieres que te traiga algo antes de irme?

—Un paracetamol, por favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora. Solo tienes que apretar aquí. Y toma notas. Luego ya lo transcribiré todo.

—No sé nada de él. ¿Cómo habías dicho que se llamaba? ¿Seguro que está bien que te suplante? ¿No me echarán a patadas del edificio?...

—Te harás una idea por las preguntas. Sal ya. El viaje es largo. No quiero que llegues tarde.

Gracias por no contestar a mis preguntas razonables.

—No te preocupes, voy con tiempo. Vuelve a la cama. Te he preparado una sopa para que te la calientes después.

La miro con cariño. Todo esto lo haría por cualquiera. No es por ser cruel, es la verdad. Soy así de maja.

—Sí, lo haré. Suerte. Y gracias, Ortiga. Me has salvado la vida, para variar.

—Lo añadiré a tu cuenta.

Me cuelgo la mochila a la espalda y salgo de casa. Después de pasearme por el garaje buscando el coche de Katrin-Kate (yo pensaba que era verde, pero resulta que no) y estar sentada diez minutos frente al volante sin ser capaz de decidir cuál de los tres pedales es el que sirve para frenar, resuelvo que probablemente lo más sensato para todos es que coja un autobús. Por suerte para la historia, soy una hierba previsora y ya tengo los billetes comprados.

En el viaje no consigo dormir, porque nunca consigo dormirme en los viajes cuando pienso que quiero dormirme, debe de ser algún tipo de boicot personal y deseo de venganza soterrada contra mí misma. Además, Zarza no hace más que mandarme mensajes preguntándome otra vez qué diablos hago yo en esta historia. Cuando por fin me bajo del autobús, pillo un catarro un taxi.

Me dirijo a la sede principal de la multinacional del señor Grey (he encontrado el nombre en las preguntas, por suerte para mí), un edificio horrendo de veinte plantas, todo vidrio y acero, y con las palabras GREGORY HOUSE… Espera un segundo. Ah, no, claro: GREY HOUSE escritas en las puertas de entrada.

—Joder, Ortiga, menos tele —El taxista me mira por el retrovisor, yo le sonrío.

Son las dos menos cuarto cuando el taxi me deja en la puerta. La cita es a las dos. Entro en el vestíbulo de vidrio, acero y piedra blanca.

Desde el otro lado de un sólido mostrador de piedra me sonríe una chica rubia. Lleva el pelo teñido y medio centímetro de base encima de la cara. Además parece que alguien le haya cosido con una puntada las comisuras de la boca hacia el interior de las mejillas. Puedo ver la puntada negra en el pliegue de piel que se hunde hacia adentro.

—Vengo a ver al señor Grey. Urtica Dioica, de parte de Katherine… Kalla… ¿van?

—Discúlpeme un momento, señorita Dioica —me dice alzando las cejas.

Igual no voy lo bastante vestida. Es una teoría descabellada que tengo. He hecho un esfuerzo y al menos me he puesto pantalón largo para que no se me vean las patas peludas, uno que me dio la madre de Zarza. La gente en los sitios pijos se lo toma peor si aparezco sin depilar. Tal y como yo lo veo, deberían agradecer que no llevo la ropa heredada de mi hermano, al menos. Para mí esto es ir elegante. Tamborileo con los dedos sobre el mostrador mientras miro a mi alrededor para no tener que verle las mejillas cosidas a la recepcionista.

—Sí, tiene cita con la señorita Kavanagh. Firme aquí, por favor, señorita Dioica. El último ascensor de la derecha, planta 20.

Me sonríe amablemente, sin duda divertida, mientras firmo.

Me tiende un pase de seguridad que tiene impresa la palabra VISITANTE.

—Gracias.

El ascensor me lleva a otro gran vestíbulo. Me acerco a otro mostrador de piedra y me saluda la misma chica rubia de antes.

—… Hola. —Dudo.

Bueno, puede que no la misma, no creo que haya podido adelantarme. Pero es la misma.

—Señorita Dioica, ¿puede esperar aquí, por favor?

Sabe mi nombre. Igual sí que es la misma después de todo.

Me señala una zona de asientos de piel de color blanco.

—Gracias —le digo al clon con una sonrisa.

Me siento, saco las preguntas del bolso y las repaso. No tengo ni idea de quién es el tipo al que voy a entrevistar. Espero que no tenga las mejillas cosidas como las recepcionistas. Saco la grabadora y empiezo a pulsar botones con mirada intensa y cara de velocidad, intentando decidir cuál es el de encender. El cacharro no se inmuta.

—¿Señorita Dioica?

Pego un bote. Ha aparecido una tercera rubia repintada salida de algún sitio.

—¡Sí!

—¿Se encuentra bien?

—Sí, sí.

—El señor Grey la recibirá enseguida.

—Okay. Gracias.

Todas las hermanas deben de haberse puesto de acuerdo para buscar trabajo en el mismo sitio.

Vuelvo a concentrarme en la grabadora. Quizá sea táctil. Empiezo a darle toques a la pantalla oscura con el índice.

La puerta del despacho se abre y sale un hombre con un pelo afro rizado fantástico.

Tengo que apretar los labios y morderme la mejillas por dentro para intentar no reírme. De verdad que es un pelo genial. Él se vuelve hacia la puerta.

—Grey, ¿jugamos al golf esta semana?

No oigo la respuesta. La grabadora por fin se enciende.

Yes!

Una de las rubias me mira mientras va a llamar al ascensor.

—Buenas tardes, señoritas —dice el del pelo fantástico metiéndose en el ascensor.

—Buenas tardes —contesto.

—El señor Grey la recibirá ahora, señorita Dioica. Puede pasar —me dice una de las rubias.

Guardo la grabadora y las preguntas, cojo mi mochila y me dirijo a la puerta entornada.

—No es necesario que llame. Entre directamente —me dice sonriéndome.

De todas formas llamo antes de empujar la puerta. Tropiezo con mi propio pie y me la pego.

—Mierda, Ortiga. Mira dónde pones los pies.

Estoy de rodillas en el suelo.

—… ¿Eso lo he dicho o lo he pensado?

—Lo ha dicho.

—Oh.

Unas manos me rodean para ayudarme a levantarme. Me aparto y me levanto sola.

—Lo siento. No pasa nada. Estoy bien.

Bocas.

Miro al hombre. Parece joven.

—Señorita Kavanagh —me dice tendiéndome una mano en cuanto me he incorporado—. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?

Es alto. Creo. No es rubio.

Le cojo la mano y me suelta un calambrazo.

—¡LA MADRE QUE L….! —Agito la mano con fuerza y me giro sobre mí misma mientras me meto el dedo en la boca.

Mierda. Mierda. Mierda.

—¿Se encuentra bien?

—Maldita electricidad estática —siseo—. Sí, sí. Estoy bien. Lo siento.

Joder, lo que ha dolido. Eso ha sido la moqueta, seguro.

—La señorita Kalla... vahn está indispuesta —digo finalmente, todavía flexionando los dedos de la mano derecha—, así que me ha mandado a mí. Espero que no le importe, señor Grey.

—¿Y usted es…?

Se está partiendo el culo de mí, lo veo.

—Urtica Dioica, Ortiga. Soy compañera de Katrin… digo… Katherine… la señorita Kalla… —Frunzo el ceño—. Somos compañeras.

—Ya veo —se limita a responderme.

Sí. Se está partiendo el culo.

—¿Quiere sentarse? —me pregunta señalándome un sofá blanco de piel en forma de L. Me acerco y le arrimo disimuladamente una pierna al cuero antes de atreverme a tocarlo con la mano: si algo más planea electrocutarme, prefiero que sea a través de una capa de tela en primer lugar.

El despacho es inmenso. En la pared de la puerta hay un montón de fotografías de objetos aleatorios.

—Un artista de aquí. Trouton —me dice el señor Grey cuando se da cuenta de lo que estoy observando.

—Ah. Dudo que me vaya a acordar, pero está bien saberlo. —Sonrío—. Son de esos minimalistas que cogen un objeto cotidiano para ponerle el acento, ¿no? Aunque normalmente ¿no se supone que la idea es representar el objeto dentro de su contexto cotidiano, no esa foto aséptica en fondo blanco y todo centradito y perfecto?

Ladea la cabeza y me mira con mucha atención.

—Lo siento —sonrío otra vez y me alboroto el pelo en la nuca con una mano—. Deformación profesional.

—En mi opinión, elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario —me contesta en voz baja.

Se hace un segundo de silencio.

Me he topado con un especialito.

—O… kay.

Saco de nuevo las preguntas de Kate. Y la grabadora. Mierda. ¿Qué botón era? Pruebo con uno, intentando no poner cara de velocidad. El cacharro no se inmuta. Presiono mi siguiente opción. El señor Grey no abre la boca. Está observándome, con una mano encima de la pierna y la otra alrededor de la barbilla. Sí, sé que soy adorable. Me lo han dicho más veces. Mira para otra parte. Tercer intento y por suerte la grabadora se enciende.

—Lo siento. Es que no es mía.

—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Dioica —me contesta.

—¿Le importa que grabe sus respuestas?

—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la grabadora?

—Pues… sí —le miro—. ¿Le importa? Tampoco he tardado tanto: ya he estado practicando en el pasillo.

Levanta una ceja.

—No, no me importa.

—¿Le explicó Katrin… digo… la señorita…? ¿Le han explicado para dónde era la entrevista?

—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año.

—Anda. ¿En serio? —le miro. Otra vez.

—¿Eso es parte de la entrevista?

—No.

Está burlándose de mí. Pues que se ponga a la cola. Pulso el botón de grabar y dejo la grabadora sobre el sillón, a mi lado. La cojo otra vez y compruebo que el temporizador corre, prueba de que está grabando.

—Primera pregunta. Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su éxito?

Le miro. Sí, otra vez. Para leer tengo que bajar la vista, es lo que tiene. Él esboza una sonrisa burlona.

—Los negocios tienen que ver con las personas, señorita Dioica, y yo soy muy bueno analizándolas. Sé cómo funcionan, lo que les hace ser mejores, lo que no, lo que las inspira y cómo incentivarlas. Cuento con un equipo excepcional, y les pago bien. —Se calla un instante y me clava la mirada—. Creo que para tener éxito en cualquier ámbito hay que dominarlo, conocerlo por dentro y por fuera, conocer cada uno de sus detalles. Trabajo duro, muy duro, para conseguirlo. Tomo decisiones basándome en la lógica y en los hechos. Tengo un instinto innato para reconocer y desarrollar una buena idea, y seleccionar a las personas adecuadas. La base es siempre contar con las personas adecuadas.

—¡Ah! Yo también hago eso. —Sonrío—. Lo de analizar a las personas, digo. Y luego está el factor suerte, claro.

Por un momento la sorpresa asoma a sus ojos.

—No creo en la suerte ni en la casualidad, señorita Dioica. Cuanto más trabajo, más suerte tengo. Realmente se trata de tener en tu equipo a las personas adecuadas y saber dirigir sus esfuerzos. Creo que fue Harvey Firestone quien dijo que la labor más importante de los directivos es que las personas crezcan y se desarrollen.

—Por supuesto que la suerte no es un factor decisivo, pero en todos los ámbitos hay siempre algún elemento que sencillamente es imprevisible y se escapa a nuestro control.

—Bueno, lo controlo todo, señorita Dioica —me contesta sin el menor rastro de sentido del humor en su sonrisa.

Lo miro y me sostiene la mirada, impasible. Tiene unas cejas enormes y los ojos oscuros. Y no deja de pasarse un dedo por el labio. Ya podía quitar la mano: me estorba para entender lo que dice. ¿Por qué se lo tocará tanto?

—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para ejercer el control te concede un inmenso poder —sigue diciéndome en voz baja. Me inclino más hacia adelante para poder oír, sin apartar la vista de su boca—¿Le parece a usted que su poder es inmenso?

—Relativamente. Aunque yo soy bastante obsesa del control, supongo que usted también, por lo que veo. —Me vuelvo a incorporar sobre el sillón—. Disculpe, pero ¿le importaría hablar más alto? Y si pudiese apartarse la mano de la boca también me ayudaría a entenderle mejor.

Baja la mano y se me queda mirando otra vez, dubitativo.

—Lo siento. ¿Tiene problemas de audición?

—No. Es parte de mi dislexia. Leer los labios ayuda. —Miro las preguntas—. ¿Cuáles son sus intereses, aparte del trabajo?

—Me interesan cosas muy diversas, señorita Dioica. —Esboza una sonrisa casi imperceptible—. Muy diversas.

—Como por ejemplo…

Sigue mirándome y no me gusta. No me gusta cómo se le afila la sonrisa por el lado izquierdo. Me aclaro la garganta.

—Quiero decir, si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?

—¿Relajarme?

Sí, pequeño Sócrates, relajarte. ¡Responde a la pregunta!

Sonríe mostrando los dientes. Los tiene perturbadoramente afilados. ¿Cuántas preguntas quedan? Me quiero ir ya. Enderezo la espalda.

—Bueno, para relajarme, como dice usted, navego, vuelo y me permito diversas actividades físicas. —Cambia de posición en su silla—. Soy muy rico, señorita Dioica, así que tengo aficiones caras y fascinantes.

Pues bien por ti. Toma un pin.

—Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto?

—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su mecanismo, cómo se montan y se desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué puedo decirle?

—Tiene suerte de poder dedicarse a algo que le apasiona.

Frunce los labios y me observa de arriba abajo.

—Es posible.

—¿Por qué aceptó esta entrevista?

—Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no podía sacarme de encima a la señorita Kavanagh. No dejaba de dar la lata a mis relaciones públicas, y admiro esa tenacidad.

—Sí, conozco esa sensación. También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?

—El dinero no se come, señorita Dioica, y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer.

—Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del mundo?

Se encoge de hombros.

—Es un buen negocio —murmura.

No estoy tomando notas. ¿Debería estar tomando notas? ¿Qué notas se toman cuando ya hay una grabación? Dios, nunca me haría periodista.

—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?

—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de Carnegie: «Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente puede adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado». Soy muy peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.

—Quiere poseer cosas. Y controlar gente.

—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.

Encantador.

Ya está otra vez enseñándome los dientes. Necesita una lima.

Me sudan las manos. Echo un vistazo a la siguiente pregunta.

—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera de ser?

Frunce el ceño.

—No puedo saberlo.

Ahora tengo curiosidad.

—¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron?

—Todo el mundo lo sabe, señorita Dioica —me contesta muy serio.

—Bueno, obviamente no todo el mundo.

Borde.

Miro la lista.

—Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.

—Eso no es una pregunta —me replica en tono seco.

Vuelvo a mirar el papel.

—Mmm… aparentemente no. Está escrita sin interrogaciones. Da igual, supongamos que es una pregunta: ¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?

—Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren. Pero no me interesa seguir hablando de mi familia.

—¿Es usted gay, señor Grey?

Respira hondo.

Esto es bastante invasivo, la verdad. Menuda pregunta.

—No, Ortiga, no soy gay.

Alza las cejas y me mira con ojos fríos.

Está bien. Indirecta captada. Sonrío a modo de disculpa.

—Informaré a mi compañera de que esta pregunta le parece intrusiva.

A menos que el problema sea con los gays, en cuyo caso la informaré de que es usted gilipollas.

Mira, esta es una nota que sí puedo tomar. Abro la mochila y busco un bolígrafo.

Él inclina un poco la cabeza.

—¿Las preguntas no son suyas?

Saco el bolígrafo y marco la pregunta con un asterisco: «invasivo ¿?».

—No. Katr… Kate… mi compañera me ha pasado una lista.

—¿Son compañeras de la revista de la facultad?

Mierda. Esto va a quedar muy poco profesional.

—No. Es mi compañera de piso.

Se frota la barbilla con parsimonia mientras me observa atentamente.

—¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? —me pregunta en tono inquietantemente tranquilo.

Estupendo, ahora la entrevistada soy yo. Esto no va bien.

—Me lo ha pedido ella —admito—. Como ya le dije, está enferma.

—Esto explica muchas cosas.

—Vaya, gracias por el voto de confianza —contesto intentando no reírme.

Llaman a la puerta y entra una de las rubias.

—Señor Grey, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.

—No hemos terminado, Andrea. Cancele mi próxima reunión, por favor.

A la tal Andrea se le abre la boca, muda. El señor Grey vuelve el rostro hacia ella lentamente y alza las cejas. La chica se pone colorada. Pobre.

—Muy bien, señor Grey —murmura, y sale del despacho.

Él frunce el ceño y vuelve a centrar su atención en mí.

—¿Por dónde íbamos, señorita Dioica?

—No quisiera interrumpir sus obligaciones.

—Quiero saber de usted. Creo que es lo justo.

Apoya los codos en los brazos de la butaca y une las yemas de los dedos de ambas manos frente a la boca.

—No veo por qué esto iba a tener que ser justo —le digo—. El que se ha ofrecido a una entrevista es usted, no yo.

—¿Qué planes tiene después de graduarse?

Me ignora. Fantástico. Hora de largarse.

—De momento voy a centrarme en terminar.

Cojo la grabadora y la meto en la mochila junto con la hoja de las preguntas.

—Aquí tenemos un excelente programa de prácticas —me dice en tono tranquilo.

—Uhu. Gracias. Lo tendré en cuenta.

Me pongo en pie.

—¿Le gustaría que le enseñara el edificio? —me pregunta.

—No es necesario. Seguro que está muy ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.

—¿Vuelve en coche a Vancouver?

¿Vivo en Vancouver?

Mira por la ventana. Ha empezado a llover.

—En autobús.

Pero no pienso decirte en cual.

—¿Me ha preguntado todo lo que necesita? —añade.

—Sí —le contesto colgándome la mochila al hombro.

Cierra ligeramente los ojos, como si estuviera pensando.

—Gracias por la entrevista, señor Grey. —Le tiendo una mano.

No me electrocutes. No me electrocutes. No me electrocutes.

—Ha sido un placer —me contesta, tan educado como siempre, tomándome la mano.

Respiro.

—Menos mal.

—¿Cómo dice?

Por un momento le miro sin entender.

—Lo he dicho en voz alta —confirmo.

Él asiente.

—Hasta la próxima, señorita Dioica.

Virgencita, en la graduación.

—Señor Grey.

Me despido de él con un movimiento de cabeza. Él se dirige a la puerta y la abre de par en par.

—Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Dioica.

Me sonríe.

—No hago promesas que no puedo cumplir, señor Grey.

Su sonrisa se acentúa y me sigue cuando salgo al vestíbulo. La dos rubias potencialmente hermanas levantan la mirada, tan sorprendidas como yo.

—No hace falta que me acompañe —le aclaro.

—¿Ha traído abrigo? —me pregunta Grey.

Deja de ignorarme. La sorda se supone que sea yo.

—Chaqueta —murmuro, resignada.

Una de las rubias se levanta de un salto a buscar mi chaqueta, que Grey le quita de las manos antes de que haya podido dármela. La sostiene para que me la ponga. Yo le miro y le tiendo una mano para que me la dé.

—No es necesario, gracias.

Casi se la quito de las manos y llamo al ascensor. Varias veces, lo de llamar al ascensor.

Incómodo.

Se abren las puertas y entro a toda prisa. Pulso el botón del bajo. Cuando me vuelvo, el hombre está inclinado frente a la puerta del ascensor, con una mano apoyada en la pared. Sonríe de nuevo. Ojalá no lo hiciera. Aprieto otra vez el botón para bajar.

—Ortiga —me dice a modo de despedida.

—Adiós —le contesto.

Y afortunadamente las puertas se cierran.

Me dejo caer contra la pared.

—Co-lega.





Y hasta aquí la entrada, hierbajos.

Tengo una pregunta que haceros. A mí no me parece que la cosa me haya quedado especialmente interesante, pero Zarza por lo visto se ha hecho mi fan y quiere que continúe el fanfic. ¿Qué opináis?


Con amorr (y un poco de miedo),
O.

El Hardin de las Malas Hierbas, Capítulo 4

$
0
0
Y... sí, seguimos con los fanfics AU en el Jardín.

En este caso, para aquellos de vosotros que tengáis el cerebro calcinado por los exámenes, me molestaré en aclarar que se trata de un self insert de After.

No voy a mentiros. Ha sido horrible.



Reescribir esto se ha convertido en una hazaña, así que como tenga que lidiar con algún fan indignado, voy a reunirme con esa persona y a hacerle morder un bordillo mientras le piso la cabeza.

Una vez aclarado esto, tengo que decir que el principal problema de este self insert es que la protagonista no podía ser más diferente a mí, y eso me ha obligado a reinventar muchas escenas. Como digo, toda una proeza, porque no tengo ni idea de cómo reaccionarían el resto de personajes y me da tantísimo igual que tampoco he puesto muchas ganas en averiguarlo.

No había leído After y me admira la alta población de zumbados en esta historia. Así como las ingentes cantidades de recieved text, explicaciones, etc. No he corregido nada de eso, porque mi intención era ser todo lo vaga posible y reaprovechar la mayor cantidad de texto original. Era una esperanza relativamente vana, por cierto.

En fin, disfrutad lo que podáis.

Para poneros en antecedentes, os diré que he saltado directamente a la primera conversación que tiene la protagonista con Hardin, en el capítulo cuatro, y la situación es esta: aparentemente en Estados Unidos no son muy brillantes y las duchas en la universidad son comunes y unisex y no comunican con las habitaciones. A la chica se le cae la ropa al agua y vuelve a su habitación con la toalla (interesante trayecto por el pasillo). Al llegar allí ve que su compañera de cuarto no está por ninguna parte, pero en su lugar hay un tipo viendo la tele.

“Llego a mi cuarto, introduzco la llave en la cerradura y me relajo al instante en cuanto cierro la puerta al entrar. Hasta que me vuelvo y veo al chico castaño, tatuado y grosero tirado sobre la cama de Steph.”

Allá vamos.


Capítulo 4

Incómodo es quedarse corto.

—Ehhh... ¿Te importa? —Si levanto más las cejas se las va a comer mi pelo.

Me las apaño para cruzar los brazos mientras me sujeto la toalla con una mano. Sé perfectamente que no se me ve nada, porque es una de las cosas de las que tiendo a asegurarme cuando tengo que atravesar un pasillo público vestida sólo con una toalla.

El chico me mira y las comisuras de sus labios se curvan ligeramente hacia arriba, pero no dice nada.

Yuju. Es de esoschicos.

—A ver, GAES. Te he dicho que si te importa —repito, intentando sonar lo más brusca posible esta vez.

Honestamente, va a ser una lata tener que buscar luego el sitio donde se puedan presentar quejas contra estudiantes. Arggh, y la burocracia. Nota mental: llamar a Ortiga para que me insista y no lo deje correr.

La expresión de su rostro se intensifica hasta dibujar una elaborada sonrisa de capullo y finalmente farfulla (el tipo, no la expresión):

—No. —Y se vuelve hacia la pequeña pantalla plana que hay sobre la cómoda de Steph, mi compañera de cuarto.

Encantador. Espero que no haya hermandades en esta universidad. Lo que me faltaba.

Igual no habla mi idioma.

Bah. Francamente, creo que la situación habla por sí sola.

—Mira, esto es muy fácil: me quiero vestir, así que o te largas tú o te largo yo.

Las dos opciones acaban con este cretino fuera de mi cuarto, sólo que una es ligeramente más dolora para él. Busco con la mirada mi móvil, sobre la cama, y avanzo hacia allí. Anoche miré por curiosidad el número de la policía del campus y, ey, la ventaja de tener buena memoria es que lo recordaré durante al menos una semana. Uhm. Hay una parte de mí a la que no le parece muy buena idea alejarse de la puerta. No quiero creer que la cosa vaya a escalar, pero esta situación es absurdamente invasiva. La desventaja de tener buena memoria es que aún tengo muy frescos los porcentajes sobre violencia sexual en las universidades estadounidenses.

—No seas tan creída, no pienso mirarte —me suelta de pronto, y se vuelve y se cubre la cara con las manos. Tiene un pronunciado acento inglés y, francamente, suena como la señora Doubtfire.

Zarza, no te rías. No es el momento.

En realidad me preocupa bastante que este pueda ser un comportamiento socialmente aceptado en la universidad.

—No. No lo entiendes. No se trata de que me vayas a mirar o no. Se trata de que este es mi cuarto y no tengo por qué cambiarme delante de alguien si no quiero. Sé que sabes dónde está la puerta. Procede —le espeto.

Arggh. Esta es una de esas situaciones que no sé interpretar. ¿Esta criatura es sencilla, inofensivamente imbécil o hago bien en preocuparme? Diablos. Dónde está Ortiga cuando se la necesita.

Ah, ya. Vancouver.

Mientras, el muy cretino procede. A ignorarme.

Me quedo mirándolo durante unos segundos, tumbado sobre la cama, con los ojos tapados. ¿Debería estar grabando esto? Espero que no sea una novatada. He oído que en las universidades hacen novatadas. Como esto sea una broma va a correr la sangre.

¿Sabes qué? Esto es estúpido, y estoy harta de estar medio desnuda. Me estoy congelando.

Cojo la ropa y me deslizo silenciosamente hasta el cuarto de baño, donde me visto a toda velocidad. Estoy tan, tan harta.

Oh, qué mono me queda ese top.

Aprovecho para mandarle el siguiente mensaje a Ortiga:

«Informe de situación: hay un tipo en mi cuarto que se niega a irse para que pueda vestirme (voy en toalla, no preguntes)».

Cuando vuelvo a la habitación, el cretino sigue con los ojos tapados.

—¿Has acabado ya? —pregunta.

—No —le respondo alegremente mientras estiro la toalla y la ropa mojada.

Saco un libro y me pongo cómoda sobre mi cama. Al cabo de un capítulo él vuelve a preguntarme y yo vuelvo a contestar que no.

Se me ocurren tantas maldades que hacerle a una persona con los ojos cerrados. Una de ellas incluye unas tijeras.

Le lleva tres capítulos quitarse las manos de la cara.

Me observa en silencio durante unos momentos. Nunca he estado tan tentada de sonreírle a alguien y decir con voz de sacarina «Houuulaaaa».

A estas alturas no espero una disculpa por su parte (aunque no voy a mentir, estaría muy bien)..., pero de repente se echa a reír. Tiene una risa profunda, y es un sonido encantador a pesar de que él sea tan retrasado. Unos hoyuelos aparecen en sus mejillas mientras continúa desternillándose, y yo ya veo confirmadas mis sospechas de que este pobre tiene un CI negativo.

Estaría bien que no fuera un psicópata.

La puerta se abre entonces y Steph irrumpe en la habitación. Veo que las normas de cortesía general no se estilan mucho en el campus.

—Siento llegar tarde. Tengo una resaca de mil demonios —anuncia dramáticamente, y nos mira a ambos—. Perdona, Zarza, olvidé decirte que Hardin se pasaría por aquí — dice, y se encoge de hombros a modo de disculpa.

Oh, estupendo entonces. Nota mental: no una, sino dos quejas contra estudiantes.

Estaba dispuesta a ser absolutamente indiferente hacia mi compañera de cuarto, pero después del imbécil que me ha metido a traición en el dormitorio ya no estoy segura de que sea posible.

—Yo me buscaría otro novio. —Vale. No tenía ninguna intención de decir eso.

Bah. Paso la siguiente página de mi libro. Lo hecho, hecho está. Creo que hasta ahora me he movido con una asombrosa gracia social para lo fragmentada que está la realidad compartida desde hace un rato.

Steph mira al chico. Y entonces ambos se echan a reír.

Al menos se lo toman con filosofía.

—¡Hardin Scott no es mi novio! —exclama ella muerta de risa.

Nombre completo: Hardin Scott. Tomo nota.

Steph se relaja un poco, se vuelve hacia el tal Hardin y lo mira con el ceño fruncido.

—¿Qué le has dicho? —Después me mira a mí—: Hardin tiene una... una manera muy particular de conversar.

Su conversación no me ha parecido la mayor de sus particularidades. Aunque tengo que decir que el acento de la señora Doubtfire me está matando.

El inglés se encoge de hombros y cambia de canal con el mando que tiene en la mano.

Ortiga me responde el siguiente mensaje:

«Coge tu ropa y ve al baño. Voy para allá».

Teniendo en cuenta que aparentemente Ortiga vive ahora en Vancouver  y yo, en Washington, no sé cuánto tiempo pretende que la espere en el baño. Debería empezar a reunir víveres.

Nota mental: chocolate, agua y un termo de té. Oh, y pizza, ya que estamos.

—Esta noche hay una fiesta; deberías venir con nosotros, Zarza —me dice ella.

¿Debería? Ahora ha llegado mi turno de reír.

—No, gracias. Además, tengo que ir a comprar cosas de papelería y un buen biombo.

Miro con las cejas levantadas a Hardin, que, por supuesto, actúa como si la cosa no fuera con él.

—Venga..., ¡es sólo una fiesta! Ahora estás en la universidad, una fiesta no te hará daño —insiste Steph—. Oye, y ¿cómo vas a ir a comprar? Creía que no tenías coche.

No pienses en el niño del anuncio.

Agh, demasiado tarde. ¡Es una fiesshhhta!

—Iba a coger el autobús. De todos modos, no voy a ir a una fiesta en la que no conozco a nadie —digo, y Hardin se ríe de nuevo, no sé si por algo que han dicho en la televisión o porque él también lleva un rato pensando en una fiesshhta—. Pensaba quedarme a leer y a hablar con Noah por Skype.

Y a poner un par de quejas en el centro de estudiantes, a encargar online un spray de pimienta… Recadillos.

Noah se supone que es mi novio. Debe de ser insufriblemente anodino, porque no recuerdo nada de él.

—¡Ni se te ocurra coger el autobús un sábado! Van a tope. Él puede llevarte de camino a casa..., ¿verdad, Hardin? Y en la fiesta estaré yo, y a mí sí me conoces. Venga, ven..., por favor... —Une las manos dramáticamente como si me lo estuviera rogando.

Ugh, Dios. Niña, deja de darme vergüenza. Odio cuando la gente ofrece favores a través de otros. Sobre todo si suponen pasar más quality time con el cretino que se ha negado a abandonar mi cuarto para que me vistiera: creo que eso ya es contacto más que de sobra para un semestre.

Oh. Pobre criatura, ahora que lo pienso. Steph debe de querer que vaya con ella a la fiesta para no ir sin conocer a nadie. Uhmmm. Si la acompaño podría deberme un favor. ¿Qué me interesa conseguir de mi compañera de piso? ¿Qué estudia? ¿A quién conoce? Esto tengo que meditarlo con calma.

—Tengo que pensar lo  de la fiessh… lo de la fiesta. Y no, no quiero que Hardin me lleve en coche a la tienda. De todos modos, tendría que volver en bus, ¿no? —digo.

Él se da la vuelta sobre la cama de Steph con una expresión burlona.

—¡Ay, qué pena! Estaba deseando pasar el rato contigo —responde secamente.

Y… tenemos cinco años. La universidad no decepciona.

—Hombre, para ser justos, hace un rato no había quien te sacara del cuarto.

Creo que lo he dicho en voz alta. Me alegro.

—Venga, Steph, sabes que esta chica no va a aparecer por la fiesta —dice él riéndose con su marcado acento.

Mi pobre compañera de cuarto. Seguro que le preocupa que todos los tipos de la fiesta sean como este dechado de virtudes. Supongo que no me queda más remedio que echarle un cable.

—Pues ahora que lo dices, sí, iré —replico despreocupadamente, incorporándome hasta quedar sentada sobre la cama—. Será… curioso.

Iba a decir divertido, pero no nos pasemos con el sarcasmo.

Hardin sacude la cabeza con incredulidad y Steph chilla de alegría y me envuelve con sus brazos para darme un fuerte apretón.

Socorro.

—¡Bien! ¡Lo pasaremos genial! —exclama.

Lo dudo.

Quizás debería empezar por establecer unas normas de convivencia básica. Y continuar luego pensando un buen precio por mi compañía en la fiesshhta.



After O.O


C'est fini.

Por cierto, sé que técnicamente este es el primer capítulo del fanfic, pero paso. Me quedo con la numeración del capítulo que he adaptado de After.

La verdad, estoy muy preocupada con las cosas que pasan en ese libro y que aparentemente la gente toma como normales. Vivimos en un mundo terrible, queridas malas hierbas.


No os quiere,

Z.

Cincuenta Malas Hierbas de Grey - Capítulo 2

$
0
0
Queridos hierbajos, he de admitir que, tras pasarle este capítulo a Zarza para que me diese su opinión y que ella contestase que me «shippea mucho con Grey», estoy francamente asustada del rumbo que está tomando este evento...

[Zarza me obliga a introducir una matización a su comentario (bajo amenazada de ponerme un mono bajo la almohada): no nos shippea como pareja romántica sexual, sino como algo parecido a... yo le soporto y él por mi sana influencia se busca un psicólogo y se vuelve mejor persona, pero yo sigo pasando de su culo; él abandona sus prácticas sadomasoquistas y considera hacerse célibe para poder estar conmigo, y yo sigo pasando de su culo porque de todas formas está loco y es un stalker. Fin :D]

En todo caso, aquí tenéis la nueva entrega de mis desafortunadas desventuras con zumbados literarios varios.




2

El ascensor llega a la planta baja y salgo en cuanto se abren las puertas. Mejor que me dé prisa no sea que al tipo todavía se le haya ocurrido seguirme para acompañarme hasta la calle (y abrirme la puerta del taxi).

Fuera llueve, cosa que no me mola nada porque no me he traído paraguas. En cuanto consigo coger un taxi y ya tengo claro que ningún iluminado va a perseguirme hasta la estación, respiro tranquila y puedo ponerme a pensar en cosas más interesantes, como qué voy a hacer de cena cuando llegue a casa esta noche.

Cuando me monto en el autobús me aseguro de comprobar que la entrevista se ha grabado correctamente. No sea que a la que le toque volver para acosar a alguien sea a mí. Entonces veo que me ha llegado un nuevo mensaje de Zarza.

«Informe de situación: hay un tipo en mi cuarto que se niega a irse para que pueda vestirme (voy en toalla, no preguntes)».

Hoy debe de ser el día de la invasión del espacio personal. Y de los tarados. Sobre todo esto último.

«Coge tu ropa y ve al baño. Voy para allá».

—Mierda —murmuro justo cuando estoy pulsando el botón de enviar—. Vivo en Vancouver. ¿Cómo de lejos está eso de Washington?…

Abro Google Maps.

Bien, ahora estoy muy confusa. Tengo un libro que me asegura que vivo «cerca del campus de la Universidad Estatal de Washington, en Vancouver». Solo que la Universidad Estatal de Washington, como su propio nombre indica, no está exactamente en Vancouver. ¿Soy compañera de universidad de Zarza y no me había enterado? ¿Eso significa que finalmente no vivo en Vancouver?

En fin, a estas alturas ya nada me sorprende.

Aunque ahora me quedo con la duda de dónde diablos vivo. Esto puede ser un problema para volver a casa.

Regreso a la pestaña de mensajes de texto del móvil.

«Estoy en camino O.O No sé lo que tardaré porque no tengo claro a dónde va mi autobús, pero tú dile que me espere».

«Demasiado tarde: ha huido u.u pero probablemente le vea en una fiesta esta noche. ¿Le doy un recado de tu parte?»

«Tú dile que estoy en camino O.O».

Y me dejo llevar por el autobús.

Cuando llego a mi casa (donde quiera que sea eso) me encuentro a Kate sentada en el salón, estudiando.

—¡Ortiga! Ya estás aquí.

Lleva puesto el pijama horrible rosa con conejos que usa cuando está enferma o deprimida. Se levanta de un salto y corre a abrazarme.

—Empezaba a preocuparme. Pensaba que volverías antes.

—Llego a la hora que te dije que llegaría. El autobús no se ha retrasado ni nada.

Le doy la grabadora.

—Ortiga, muchísimas gracias. Te debo una, lo sé. ¿Cómo ha ido? ¿Cómo es?

—Pues persona, ya sabes: dos ojos, dos piernas… —Me encojo de hombros—. Ha estado bastante formal y educado, aunque se lo tiene un poco creído. Tiene pinta de ser un poco especialito. Y hacia el final se ha puesto bastante pesado, no me lo conseguía sacar de encima.

Kate me mira con expresión cándida. Frunzo el ceño.

—Oye, ¿es verdad que él es el encargado de entregar los diplomas en la graduación? ¿Por qué nunca me entero de nada?

Kate se lleva una mano a la boca.

—Vaya, Ortiga, lo siento… No me acordé de preguntarte si lo sabías.

—Bah, da igual. Sabes que estoy acostumbrada a quedar como el culo. —Barro el tema con una mano—. Parece que estás mejor. ¿Te has tomado la sopa?

—Sí, y estaba riquísima, como siempre. Me encuentro mucho mejor.

Me sonríe agradecida. Miro el reloj.

—Salgo pitando. Creo que llego a mi turno en Clayton’s.

Una ferretería, aparentemente en la zona de Portland. Me disculparéis si esta vez no me molesto en ir a Google Maps. Aunque he de admitir que empieza a preocuparme si, entre ir a la universidad y al trabajo, gano suficiente para gasolina.

—Ortiga, estarás agotada.

C'est la vie. Ahora tienen mucho lío y no les quiero dejar tirados.

Como se acerca el verano, a la gente le da por ponerse manitas e intentar redecorar la casa.

—Nos vemos luego —me despido.

——————

Cuando vuelvo a casa esa noche (sí, salto temporal porque yo lo valgo), Kate sigue en el salón, pero ahora está trabajando en su portátil con los auriculares puestos. Todavía tiene la nariz roja, pero está metida de lleno en su artículo, muy concentrada y tecleando frenéticamente.

Yo estoy agotada. En especial, socialmente agotada. Por suerte siempre llevo al día mis trabajos de la universidad y no hace falta que estudie nada hoy si no me apetece, así que atravieso el salón con toda la intención del mundo de llegar a mi cuarto, cerrar la puerta con llave y fingir que el resto del mundo ha sufrido un apocalipsis nuclear y no hay nadie en el planeta vivo para poder seguir incordiándome.

Kate, no obstante, interrumpe mi huida.

—Lo que me has traído está genial, Ortiga. Lo has hecho muy bien. No puedo creerme que no aceptaras su oferta de enseñarte el edificio. Está claro que quería pasar más rato contigo.

Me lanza una fugaz mirada burlona.

—¿Eso se ha grabado?

—Se ha grabado el viaje en taxi. No te has acordado de apagar la grabadora.

—Oh. —Me rasco la nuca—. Bueno.

—¿Y?

La miro, la mochila colgándome de un hombro y aún con el cuerpo suplicantemente orientado hacia mi cuarto.

—¿Y qué?

—¿Por qué no fuiste con él a ver el edificio?

—¿Para qué iba a hacer eso? No estoy buscando trabajo en una empresa así. Y además tenía que coger el autobús de vuelta.

Kate está de nuevo concentrada en la transcripción.

—Ya entiendo lo que quieres decir con eso de formal. ¿Tomaste notas? —me pregunta.

—Sólo una, está en la hoja de preguntas.

—No pasa nada. Con lo que hay me basta para un buen artículo. Lástima que no tengamos fotos propias. El hijo de puta está bueno, ¿no?

—No sé.

Vuelvo a mirar la puerta de mi cuarto con añoranza.

—Vamos, Ortiga… Ni siquiera tú puedes ser inmune a su atractivo.

Me mira y alza una ceja perfecta de la muerte.

—Eh… tiene una sonrisa rarísima. Parece que te pueda lanzar una dentellada en cualquier momento. Da mal rollo. En todo caso, seguro que tú le habrías sacado mucho más. Sabes que se me da de pena hacer preguntas.

—Lo dudo, Ortiga. Vamos… casi te ha ofrecido trabajo. Teniendo en cuenta que te lo endosé en el último minuto, lo has hecho muy bien.

Me mira. Aprovecho el silencio para encogerme de hombros y dar un par más de pasos tentativos en mi retirada.

—Dime, ¿qué te ha parecido?

Maldita sea, no para de preguntar. Creo que lloraré.

Respiro.

—No parece muy avispado. Y tiene un problema serio con el control, hasta el punto de resultar bastante invasivo, la verdad. No entiendo cómo podría alguien sentirse atraído por una persona así.

—¿Tú, atraída por un hombre? Qué novedad.

Me quedo un segundo en silencio.

—No. —La miro sin entender. Ladeo la cabeza—. No he dicho eso.

Precisamente todo lo contrario.

Ella se ríe. Tengo así como la molesta sensación de que no se me está tomando en serio.

Mejor cambiemos de tema.

—¿Por qué querías saber si era gay? No se lo ha tomado muy bien. Es una pregunta bastante invasiva. De hecho, esa es la única nota que he tomado.

—Cuando aparece en la prensa, siempre va solo.

—Si fuera gay, ¿no iría acompañado de hombres? En fin, que ha sido una pregunta intrusiva y se lo ha tomado mal. Pero el tipo luego ha sido invasivo conmigo y mi espacio personal así que en lo que a mí respecta estamos en paz.

—Venga, Ortiga, no puede haber ido tan mal. Creo que le has caído muy bien.

—Seguro que sí. Yo le caigo bien a todo el mundo.

Sonrío y por fin consigo retirarme a mi habitación esquivando los papeles que me lanza Kate.

———————————

El resto de la semana transcurre sin incidentes: estudio, trabajo, hablo con Zarza aprovechando el bucle espacio-temporal que nos une en esta ficción, ignoro las llamas de mi madre y sus preguntas de «¿tienes novio?… Y ¿novia?», como deliciosa comida… Incluso Kate empieza a encontrarse mejor y deja de vestir su pijama horrible por toda la casa

El viernes estoy haciendo un esfuerzo por ser sociable y hasta he salido al salón a soportar la presencia de otros seres humanos (es decir, Kate). Estoy apaciblemente en silencio (ella no, está contándome que quiere salir de fiesta) cuando llaman a la puerta. En los escalones de la entrada está José con una botella de champán en las manos.

—¡No te esperábamos! No. En serio: no te esperábamos. —Le cierro la puerta en las narices.

—¿Quién es? —pregunta Kate desde el salón.

—José —me resigno, abriendo de nuevo la puerta.

La historia original dice que soy una furcia que hablo de José como mi «alma gemela» mientras lo frienzoneo a tope, a sabiendas de que él está colado por mí, para más inri. Nuestros padres se conocen porque estuvieron juntos en el ejército y se reencontraron gracias a que nosotros coincidimos en la universidad. Lo cierto es que el chaval no pasa de colega, y todo lo que sé de él es que por lo visto le gusta la fotografía. Yo nunca he sido famosa por hacer amigos en la universidad, de hecho solo me molesté en aprenderme los nombres de tres personas de toda mi clase (y de mi promoción, y del resto de la universidad…). Con esto espero que os quede todo claro.

—Tengo buenas noticias —dice José sonriendo. Todo en él es moreno, los ojos, el pelo y hasta la voz.

—No me lo digas: también esta semana te las has arreglado para que no te despidan —me adelanto mientras me dejo caer de nuevo en el sofá.

Finge indignarse antes de continuar.

—La Portland Place Gallery va a exponer mis fotos el mes que viene.

—Vaya. ¡Felicidades!

Nadie le abraza. Yo no abrazo gente. Y Kate no debe de tener tanta confianza con él.

—¡Buen trabajo, José! Tendré que incluirlo en la revista —dice la última aludida—. No se me ocurre nada mejor para un viernes por la noche que hacer cambios editoriales de última hora —añade riéndose.

—Vamos a celebrarlo. Quiero que vengas a la inauguración. —José me mira fijamente.

No me considero una maestra de lo socialmente aceptado, pero mi sentido arácnido me dice que invitarme en exclusiva en presencia de una tercera persona es un tanto violento.

—Las dos, claro —añade mirando nervioso a Kate.

—Ya decía yo.

Los dos me miran.

—Lo siento. —Me paso una mano por la nuca con una sonrisa culpable.

He aquí uno de los muchos motivos por los que, tras varios años de universidad juntos, no considero a esta persona un amigo. Da igual las veces que le explique y le repita que, de verdad de la buena, «no es él, soy yo: soy asexual». No le da la gana. Lo va a seguir intentando.

Kate suele chincharme diciéndome que me falta el gen de buscar novio, y es enteramente cierto: lo corroboro, me falta. Y además es que no lo quiero. Todas esas chorradas de las mariposas en el estómago y la madre que los trajo a todos… No me interesa. No entiendo qué es tan difícil de entender.

Antes solía preguntarme a mí misma qué era lo que no funcionaba bien en mi cabeza. Si todos los seres humanos de este planeta hubiesen nacido con mi apatía hacia las relaciones románticas y el sexo, nuestra raza de hubiese extinguido hace mucho, mucho tiempo. Pero lo bueno que tiene la fase emo es eso, que es una fase.

José descorcha la botella y yo les miro beber a ambos un rato (unos cinco minutos) antes de volver a refugiarme en mi habitación a recuperarme del exceso de contacto social.

——————————

El sábado es una pesadilla en la ferretería. Nos invaden los manitas que quieren redecorar la casa. A mediodía parece que escampa un poco la cosa y la dueña me pone a comprobar pedidos en el ordenador para asegurarse de que las entradas cuadran.

En un momento dado, levanto la vista y me doy cuenta de que hay alguien esperando al otro lado del mostrador.

—Lo siento, no le había visto —me disculpo mientras cierro el fichero de pedidos sin mirar la pantalla—. Ya estoy con usted. ¿Qué necesita?

—No se preocupe. Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Dioica —me contesta.

Me congelo. Ahora sí le miro a la cara. Esos dientes son inconfundibles.

—Coño —susurro.

—¿Disculpe?

—¡Nada! —pego un bote. Tengo sospechas fundadas de que me pongo roja como una tomatera.

Es un cliente. Es un cliente. Es un cliente.

Miro a mi alrededor, pero no veo a ninguno de mis compañeros, nadie a quien pasarle la patata.

—Hablaba conmigo misma. Perdón. —Amago una débil sonrisa—. No sabía que vivía usted por aquí.

Él levanta una ceja.

—Vivo en Seattle, señorita Dioica. Vino usted a entrevistarme, ¿lo recuerda?

Tengo que recordarme a mí misma no darme una bofetada. Me paso una mano por la nuca.

—Claro. En Seattle. Lo siento, debo de estar cansada.

Da un paso hacia mí, de pronto con el ceño fruncido y una cara de muy malas pulgas.

—¿Cuántas horas lleva trabajando? ¿Ha comido? Quizá debería descansar.

Doy gracias por el mostrador. El tío tiene toda la pinta de que sería capaz de venir y ponerme la mano en la frente para comprobar mi temperatura.

—Estoy bien —me apresuro a contestar, levantando las palmas de las manos—. No se preocupe. Y ¿qué hace en una ferretería de Portland?

Él tarda un momento en responder, todavía evaluándome con la mirada fija bajo el ceño fruncido.

Tiene la mandíbula tensa.

—Sólo pasaba por aquí —dice finalmente a modo de explicación.

Me muerdo automáticamente las mejillas por dentro para no reír.

A mi mente acude una imagen muy vívida de un hombre grande y redondo vestido con peto y camisa roja, con pelo y barba negros, la mitad de los dientes y unos patos amarillos con estrellas dándole vueltas en torno a la cabeza: «sólo… pasaba por aquí…». ¿De dónde ha salido? Creo que era de una película de Bugs Bunny. Le habían tirado un yunque. Y una caja fuerte, un barco, una ballena. Esas cosas normales que pasan en los dibujos animados.

Sacudo la cabeza e intento prestar atención. También intento mantener una sonrisa cortés con la esperanza de que no se me note que sigo mordiéndome las mejillas, ignoro con qué grado de éxito.

—Necesito algunas cosas —continúa él. Y está otra vez hablando por lo bajini. Me inclino un poco hacia adelante sin perder de vista su boca—. Es un placer volver a verla, señorita Dioica.

Me yergo inmediatamente. Si lo dice con la voz tan baja y oscura suena a secreto. Resulta francamente perturbador cuando consideras que esta persona no me conoce de nada. Si a eso le añades sus dientes y el hecho de que además no sé qué coño se le ha perdido en Portland, dado que ya ha quedado establecido que vive en a tomar por el culo de aquí, mi nivel de desasosiego alcanza cotas alarmantes.

—¿En qué puedo ayudarle entonces? —atajo.

—Necesito un par de cosas. Para empezar, bridas para cables —murmura con expresión fría y divertida a la vez.

Se está riendo de mí. Y hay algo en esta broma en concreto que no termino de entender, pero me da que de todas formas no me iba a gustar.

Mis compañeros siguen sin estar a la vista.

—Tenemos varias medidas. ¿Quiere que se las muestre?

Tras un breve titubeo, me obligo a salir de detrás del mostrador.

Él frunce el ceño.

—Sí, por favor. La acompaño, señorita Dioica.

De repente, una vez franqueada la seguridad del mostrador, tengo el estómago de punta y todos los sentidos en alerta.

¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Qué pasa, que en Seattle no tienen ferreterías? ¿Habrá venido aquí a posta? Dioses. ¿Por qué está aquí? ¿Me habrá investigado? No recuerdo haberle dicho dónde trabajaba.

—Están con los artículos de electricidad, en el pasillo número ocho. —Hablo para por lo menos tener mi propia voz en los oídos, quizá eso me ayude a no salir corriendo.

No le miro. Está demasiado cerca.

—La sigo —murmura haciendo un gesto con la mano.

Me doy la vuelta tan rápido para echar a caminar por el pasillo que por poco me llevo la primera estantería con el hombro.

Mierda. Le he dejado coger la ventaja. Me contengo para no volver sobre mis pasos y llevarme de facto la estantería por delante, con la cabeza.

No estoy loca. Esto es comunicación no verbal básica. Puede que sea yo quien está liderando esta comitiva de dos, pero ha sido él quien me ha cedido el puesto, lo cual le coloca en una posición de superioridad indiscutible. Una vez vi un vídeo muy gracioso de una visita de estado en la que dos líderes se disputaban quién cedía el paso al otro a la hora de entrar por una puerta. Era mondante. Imagino que para ellos no.

Levanto una mano con toda la intención de hacer un facepalm, pero puedo notar al tipo caminando justo detrás de mí, así que varío la trayectoria en el último momento para recolocarme las gafas sobre el puente de la nariz.

Muy bien. Esto es ridículo.

—¿Ortiga?, te calmas. Ya. —Me susurro con un gruñido un tanto canino, autoritaria.

Y me ha oído. Lo sé.

Ahora que me acuerdo, el tío va a entregar los diplomas de la graduación. Puede que haya tenido que ir a Vancouver para algo relacionado con la ceremonia. Por eso está aquí: le cogería de paso de vuelta a Seattle. No es más que una desafortunada coincidencia.

Solo es un cliente más. Menos mal.

Me paro junto a la sección de bridas con una sonrisa inmensa.

—Es aquí —hago obvio lo evidente.

Él desliza los dedos por las cajas de la estantería, se inclina y coge una.

—Estas me irán bien —dice en voz baja.

—¿Algo más? —pregunto, ahora ya más relajada.

—Quisiera cinta adhesiva.

—Por aquí. Están en el pasillo de decoración.

Giro sobre los talones.

—Por si se lo está preguntando, no estoy decorando la casa —añade mientras me sigue.

—Ah… —Echo una mirada por encima del hombro—. ¿Okay?

Nunca hubiera hecho tal deducción a partir de bridas para cables y cinta adhesiva, la verdad. A menos que quiera decorar la casa estilo Art Attack. Poniendo especial énfasis en el Attack.

—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? —me pregunta entonces. Tiene la voz tan grave que la siento vibrar por detrás de las costillas. Y eso mola, en realidad.

—Cuatro años.

Me paro al inicio del pasillo y sonrío.

—Aquí es —Hago un gesto de la mano para cederle el paso—, abajo a su izquierda.

¡Muajajaja! Terreno recuperado. Mi TOC ya puede descansar más tranquilo.

—¿Podría enseñarme qué medidas tienen? —pregunta, cortés.

No ha aceptado mi invitación para pasar. En su lugar me mira con esa sonrisa afilada por el lado izquierdo y los ojos entornados. Y me doy cuenta de que se ha dado cuenta.

—Bueno, tenía que intentarlo —suspiro, encogiéndome de hombros.

—Me habría decepcionado si no lo hubiera hecho, señorita Dioica. —Se ríe.

—Realmente tiene usted un problema con el control, señor Grey —le digo, casi riéndome también. ¿Qué puedo decir? Me gusta cuando la gente se ríe.

—No sabe hasta qué punto. —Y vuelve a usar esa voz que hace que la situación ya no tenga ni puta gracia.

Puede que sean todo imaginaciones mías. Si me concentro, por debajo puedo ver que en realidad no tiene la sonrisa afilada. Solo lo parece.

Me vendría bien un punto de referencia ahora mismo. Tengo que averiguar si Zarza va a mi misma universidad o no finalmente.

Me agacho y cojo las dos medidas de cinta adhesiva que tenemos.

—Me llevaré esta —dice Grey golpeando suavemente el rollo de cinta que le tiendo.

Cuando sus dedos me rozan, puedo oír el chispazo.

Doy un grito y la cinta adhesiva sale volando.

—Mierda —mascullo, agarrándome la mano electrocutada con la mano sana—. ¡Joder!

Sacudo la mano y me meto el dedo en la boca.

—Mierda —vuelvo a mascullar, ahora con la boca llena.

La cinta rueda hasta los pies de él.

—¿Se encuentra bien? —Se inclina hacia mí, los ojos muy abiertos.

Ya no sonríe, y lo agradezco. Aunque agradezco mucho más el hecho de que su mano se detenga a cinco centímetros de mi hombro, no voy a mentir.

—Lo lamento. No sé qué ha pasado.

Yo sí lo sé. Tengo un puto problema.

—No se preocupe, no es culpa suya. Tengo la asombrosa habilidad de ser capaz de electrocutarme a mí misma con un trozo de madera. —Todavía me aprieto los dedos con la mano ilesa—. Dios, eso ha dolido —gimo en voz baja para mí misma—. ¿Necesita algo más? —le pregunto mientras me agacho a recoger la cinta adhesiva.

Cuando levanto la vista, él tiene los ojos muy oscuros.

—Un poco de cuerda. —Su voz suena ronca desde las alturas.

Por algún motivo, casi suena como una amenaza.

Se me eriza la nuca. Me incorporo.

—Por aquí —me las arreglo para vocalizar.

Le conduzco al siguiente pasillo sin que ninguno añada nada más.

—¿Qué tipo de cuerda busca? Tenemos de fibra sintética, de fibra natural, de cáñamo, de cable…

—Cinco metros de la de fibra natural, por favor —me corta, la voz más ronca aún si cabe.

—Okay.

Mido rápidamente la cuerda con mi pulso habitual de tocar panderetas, concentrándome en no desbaratar la bobina entera. Puedo sentir la mirada fija del tipo en mi nuca.

Me las apaño para cortar la cuerda sin llevarme un dedo en el proceso. La enrollo con cuidado y la anudo. Se la tiendo.

—¿Iba usted a las scouts? —me pregunta frunciendo los labios, divertido.

Le miro sin comprender, la cinta aún en la mano, sujeta precavidamente por un extremo para que su mano no tenga que estar ni remotamente cerca de la mía cuando la coja. Aunque, conociéndome, soy capaz de electrocutarme con la cuerda como conductor…

—El nudo —me hace notar.

—Ah. No. Lo aprendí aquí. —Y lo que me costó asimilar la dirección del movimiento—. Los nudos no son lo mío.

Arquea una ceja.

—¿Qué es lo suyo, Urtica? —me pregunta en voz baja con su horripilante sonrisa hambrienta.

Estupendo. Ahora pensará hacerme todas las preguntas que no le dejé hacer el otro día. Pensé que me había librado. Y el contexto no está a mi favor en esta ocasión. Se supone que no debo ser borde con los clientes.

Él sigue mirándome, esperando una respuesta.

—Los libros —contesto a regañadientes—. ¿Necesita algo más?

—¿Qué tipo de libros? —me pregunta ladeando la cabeza.

Ahora mismo me leería cualquier libro que me dijese qué más tengo que venderte para que te marches ya.

—De todo un poco. Sobre todo literatura basura.

Se frota la barbilla con el índice y el pulgar considerando mi respuesta.

—¿Necesita algo más? —insisto.

Todavía tarda otros cinco segundos en responder.

—No lo sé. ¿Qué me recomendaría?

WTF? Yo qué sé, tío. Ni siquiera me has dicho qué vas a hacer.

Me limito a mirarle, sin saber qué contestar que no implique ser grosera. Él parece estar disfrutando con la situación y me devuelve una mirada burlona.

El silencio se alarga.

—¿Un mono de trabajo? —pruebo, comenzando a sentirme ligeramente perdida en todo esto.

Vuelve a alzar una ceja, divertido.

—¿Me lo sugiere o me lo pregunta?

Carraspeo.

—Se lo… ¿pregunto? —Parpadeo para más efecto dramático—. No sé lo que va a hacer, así que no sé lo que puede necesitar. Pero imagino que si es algo sucio no querrá que se le estropee la ropa.

—Siempre puedo quitármela —me contesta sonriendo.

Adiós.

—Bueno, yo no se lo recomendaría: si está trabajando con pistola térmica o con cables pelados puede hacerse daño.

Ahora es su turno de quedárseme mirando. Entonces se empieza a reír, las carcajadas vibrándole en la garganta.

Me lleva unos segundos entender que era una broma.

—Ah. —Me rasco la cabeza con una sonrisa culpable en los labios—. No lo había pillado. Lo siento.

A nadie se le ocurriría desvestirse para hacer bricolaje, claro.

—Me llevaré un mono de trabajo —contesta finalmente, una vez que ha conseguido serenarse—. No vaya a ser que se me estropee la ropa —añade. Y el hombre realmente tiene la mala manía de mirar muy fijamente.

Cambiamos de pasillo y le consigo un mono azul.

—¿Necesita algo más?

—¿Cómo va el artículo?

¿Es que no te vas a ir nunca?

Cambio el pie de peso.

—Lo cierto es que no lo sé: no soy yo quien lo está escribiendo, es mi compañera —le recuerdo. Y ahora podría ser el momento de decir algo a favor de Kate, que no quede como una pobre incompetente poco profesional—. Ella es la editora de la revista, quedó muy contenta con la entrevista a pesar de que lamenta no haber podido ir ella en persona a hacérsela. Lo único que le preocupa es que no tiene ninguna foto suya original.

—¿Qué tipo de fotografías quiere?

Mierda. Ya la he cagado.

—Pues… la verdad es que no lo sé. No especificó.

—Bueno, voy a estar por aquí. Quizá mañana…

No termina la frase. Me obligo a hacer contacto visual.

—Quizá mañana… ¿qué? —Parpadeo.

—Quizá mañana podríamos organizar una sesión de fotos.

Le sigo mirando.

—Ah.

Kate me matará si le digo que el tipo me ha ofrecido tal cosa y yo he dicho que no gracias. Puerros.

—Kate estará encantada… si encontramos a un fotógrafo.

—Dígame algo mañana. —Mete la mano en el bolsillo trasero y saca la cartera—. Mi tarjeta. Está mi número de móvil. Tendría que llamarme antes de las diez de la mañana.

—Muy bien. Se lo diré a Kate —enfatizo con una sonrisa.

—¡Ortiga!

Desde el otro lado del pasillo se asoma uno de los hijos del sueño de la ferretería. No me acuerdo de su nombre. Hacía mucho que no le veía.

¿Me llama porque necesita algo?

—Discúlpeme un momento, señor Grey.

Grey frunce el ceño mientras me vuelvo.

—Hola, ¿qué…?

El chico me engancha y me da un abrazo, pillándome completamente desprevenida.

—¡Ortiga, cuánto me alegro de verte! —exclama.

Suéltame, por Dios. No sé ni cómo te llamas. Córtate un poco.

—Ah… Sí. ¿Cómo estás?

—Bien. He venido por el cumpleaños de mi hermano. Estás muy guapa, Ortiga, muy guapa.

Ya...

Sonríe y se aparta un poco para observarme. Ni siquiera sé de qué me habla. Tampoco me acuerdo de cómo se llama su hermano, mucho menos de que su cumpleaños es ahora. Entonces por fin me suelta, pero deja un brazo por encima de mis hombros, con lo que me veo obligada a apartarme de manera poco delicada.

Odio cuando la gente se cree con derecho a ser físicamente demasiado cercana. Encima no puedes toserles porque se supone que están «siendo simpáticos».

Ortiga, no bufes, por favor.

—Estoy con un cliente. ¿Necesitas algo?

Grey nos observa atentamente desde el otro extremo del pasillo.

—No puede ser —musita mi amable agresor número dos del día de hoy—. ¿No es ese el famoso Christian Grey? ¿El de Grey Enterprises Holdings?

—Eh… ¿intuyo que sí? —contesto, no muy segura.

Pero el chico ya no me escucha. Avanza a zancadas largas hasta mi no tan amable agresor número uno del día y le tiende una mano.

—Paul Clayton —se presenta—. La tienda es de mi familia. ¿Puedo ayudarle en algo?

El otro le toma la mano con educación.

—Se ha ocupado Urtica, señor Clayton. Ha sido muy atenta.

Bueno, parece que al menos he dado el pego. Es una pequeña victoria, dadas las circunstancias.

—Estupendo —le responde Paul—. Nos vemos luego, Ortiga.

—Ah, sí.

Al menos ya sé su nombre. Lo habré olvidado de nuevo dentro de otros cinco minutos, pero me da igual: pienso contar esto como la segunda pequeña victoria del día.

Lo observo desaparecer hacia el almacén antes de volverme.

—¿Algo más, señor Grey?

—Nada más —responde, seco.

Gracias al cielo.

Nos encaminamos hacia la caja en silencio, donde paso los artículos por el lector.

—Serán cuarenta y tres dólares, por favor.

Él continúa ejercitando su manía de mirar fijamente en silencio mientras me tiende una tarjeta de crédito.

Me pone de los nervios.

—¿Quiere una bolsa?

—Sí, gracias, Urtica.

¿Por qué? ¿Por qué sigues aquí? Quiero llegar a mi casa, encerrarme en mi cuarto y fingir que el mundo no existe. ¿Es tanto pedir?

Meto deprisa lo que ha comprado en una bolsa de plástico.

—Ya me llamará si quiere que haga la sesión de fotos.

Asiento y le devuelvo la tarjeta de crédito.

—Bien. Hasta mañana, quizá. —Se vuelve para marcharse, pero se detiene—. Ah, una cosa, Urtica… Me alegro de que la señorita Kavanagh no pudiera hacerme la entrevista.

Y por fin se larga.

Nunca, jamás de los jamases, pienso volver a hacerle un favor de este tipo a Kate.

Nunca.

Fan art cortesía de Camino F., de El Club de los Migueles.

El Hardin de las Malas Hierbas, After, Capítulos 5 y 6

$
0
0
Bu.

¿Os lo he dicho? Tenemos fanarts de nuestros fanfics, cortesía de Camino, de El Club de los Migueles.
Apreciad los detalles, por favor. Atreveos a decir que el libro que está leyendo mi álter ego no es una monada.
Y sí, dos capítulos, porque yo lo valgo.


Capítulo 5

Recibo un mensaje de Ortiga:

«Estoy en camino O.O No sé lo que tardaré porque no tengo claro a dónde va mi autobús, pero tú dile que me espere».

Eso suena… angustioso y horrible. Por supuesto, Ortiga no parece tener demasiado problema con la idea de perderse. Desde luego no más que una persona razonable, y en mi humilde opinión, ciertamente bastante menos.

Respira, Zarza, no te has perdido. Eso es, ahora deja de aferrar el móvil como si fuera a salir corriendo y borra esa expresión de horror de tu cara. Shhh, despacito. Muy bien. Ahora hagamos un rápido reconocimiento para ver si los dos cretinos con los que comparto espacio en este momento se han dado cuenta de algo.

Steph y el imbécil me están mirando fijamente. Él levanta una ceja.

—¿Malas noticias? —pregunta mi compañera de piso.

—Una amiga mía se ha perdido —le explico encogiéndome de hombros—. Me gustaría poder llamarla para reírme de ella.

Sus caras son un poema. Uno de los más bellos que jamás he visto, y eso que leo compulsivamente a Lorca.

La verdad, siento un gran alivio cuando Hardin se marcha por fin. Sin él en la habitación me siento lo bastante cómoda como para descalzarme y responder a Ortiga:

«Demasiado tarde: ha huido u.u pero probablemente le vea en una fiesta esta noche. ¿Le doy un recado de tu parte?»

Es mucho más fácil mantener la calma cuando estoy pateando suavemente el suelo sin despegar los talones del parqué.

Me llega un nuevo mensaje:

«Tú dile que estoy en camino O.O».

Supongo que suena lo bastante críptico y amenazante como para que no me importe darle el recado. Me río solo de imaginarlo.

De momento tengo que hablar de la fiesshhta con Steph. Necesito más detalles para saber a qué me enfrento. Ubicación y medio de transporte, por ejemplo, pero toda información es buena.

Estoy deseando coger inspiración para un relato, aunque aún no he decidido sobre qué. Lo primero que pienso meter en el bolso es un cuaderno y un bolígrafo.

—¿Dónde es esa fiesta? ¿Se puede ir andando? —le pregunto mientras coloco mis libros de cualquier manera en la estantería.

—Técnicamente, es una fiesta de fraternidad, y acudirá una de las fraternidades más importantes. —Abre la boca como un pez mientras se aplica más rímel en las pestañas —. Se celebra fuera del campus, así que no iremos andando, pero Nate vendrá a recogernos.

Fraternidades. Porque la cosa no podía ir a peor.

En fin, si salgo viva de esta voy a tener un material tan sumamente espectacular… Agh. Pateo con más fuerza el suelo. Todo será sórdido y deprimente y quedará maravilloso en mi relato. Quiero escribir sobre algo descorazonadoramente optimista, lo he decidido. La inocencia vamos a aparcarla, porque es un tema tan típico que duele. Aunque resulta tentador, en el fondo: quedaría tan descarnada, frágil y ridícula en un escenario como puede serlo una fiesta de fraternidad... Ah, decisiones, decisiones.

Bah, tengo un viaje en coche para pensarlo.

Tengo que acordarme de poner la queja mañana sin falta. Hardin Scott. No se me puede olvidar el nombre.

Viendo sus brazos, parece la típica persona que se deja tatuar garabatos mal hechos por sus conocidos, como si fuera una hoja de sucio. Uhm. Quizás sea el momento de sacarme ese curso que siempre quise en tatuajes. Podría ofrecerle quitar la queja contra él si me deja pintarrajearlo un rato. Como me temo que hacer eso no sería muy responsable por mi parte (por todas las chicas cuyos cuartos se habrá negado a abandonar), una de las cosas que podría tatuarle es una letra escarlata. V, de violador en potencia (no de vendetta).

—¿Me oyes? —me pregunta Steph interrumpiendo mis pensamientos.

—Perdona..., ¿qué? —Con lo feliz que estaba yo desvariando.

—He dicho que vamos a prepararnos. Quiero que me ayudes a elegir qué ponerme —dice.

Ya, bueno, y yo quiero una urraca. La vida no siempre es justa.

Los vestidos que selecciona Steph parecen todos babydolls comprados en los chinos. Vamos, yo no los usaría ni para dormir, y el último sitio en el que se me ocurriría ponérmelos es en una fiesta de fraternidad. Claro, que mi compañera de cuarto es la que ha metido al idiota de antes en nuestra habitación. Es evidente que luces no le sobran, y de instinto de autoconservación anda bastante escasa.

Como decía, la vida no siempre es justa.

El vestido que elige al final es una rejilla negra que deja ver el sujetador. Lo único que evita que enseñe todo el cuerpo son unas bragas asimismo negras. La falda apenas llega a cubrirle la parte superior de los muslos, y ella no para de subirse más la tela para mostrar más pierna, y luego tira de la parte superior hacia abajo para mostrar más escote. Cosa bastante innecesaria porque el vestido es de rejilla, pero, bueno, es su lucha. Los tacones de sus zapatos miden al menos diez centímetros de altura. Se recoge el pelo rojo en un moño desenfadado con algunos mechones sueltos que caen sobre sus hombros y se pinta una gruesa raya en los ojos con lápiz azul y negro. Una horterada, vaya. No sé qué pinta el azul en todo esto.

Cuando acaba parece un panda. Tengo el desconcertante impulso de ofrecerle un filete crudo o una bolsa llena de cubitos de hielo.

—¿Te dolieron los tatuajes? —pregunto mientras saco mi ropa.

En la última fiesta desenfrenada a la que asistí, llevar minifalda no me facilitó precisamente las cosas cuando tuve que huir campo a través mientras una panda de retrasados me perseguía en moto de madrugada. Así que nada de vestidos, sino pantalones cortos, con medias muy tupidas, todo en color negro. Libertad de movimientos y tonterías las justas. Es sencillamente perfecto.

—El primero que me hicieron sí, pero no tanto como la gente cree. Es como un montón de picaduras de abeja —dice quitándole importancia.

—Eso no suena doloroso en absoluto —contesto, y se echa a reír.

Se queda boquiabierta al ver mi ropa.

—No irás a ponerte eso, ¿verdad?

Para la parte de arriba he escogido una camiseta larga hasta los codos, también negra y bastante suelta. Si tuviera un hábito de monja (y si los hábitos de monja fueran cómodos para una fuga de emergencia) me lo habría puesto.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? —pregunto, intentando poner cara seria.

—Nada..., sólo que... tapa mucho —dice.

—Sólo me cubre hasta los pies. —No te rías, Zarza, no te rías.

—Es bonito —añade—. Es sólo que me parece demasiado formal para una fiesta. Si quieres, te presto algo mío —dice con toda la sinceridad del mundo.

Bueno, eso lo arreglo yo con unas Converse y una mochila.

Por otro lado, me está ofreciendo su ropa. Tenía toda la intención de pedirle que me prestara un día de estos un vestido gótico que he visto en su armario a cambio de acompañarla a la fiesta, pero si me lo ofrece ella no tiene gracia. Mundo cruel.

—Gracias, pero prefiero llevar éste.

Reúno un libro, un cuaderno, un bolígrafo, una sudadera, una botella de agua, un desodorante Rexona que pueda servirme de spray de pimienta en una situación desesperada y un cargador portátil para el móvil. Perfecto.

—Y ahora, hablemos de negocios —digo, y enchufo las tenacillas.

-------------------------

Capítulo 6

Más tarde, una vez que mi melena está ondulada y cayendo en tirabuzones sobre mi espalda, me pongo bocabajo y me agito el pelo con los dedos. Cuando levanto la cabeza mi pelo está alborotado y salvaje, y si tuviera un bosque cerca sería completamente feliz.

—¿Quieres que te preste un poco de maquillaje? —pregunta Steph, y yo me miro al espejo de nuevo.

Cardo siempre dice que mis ojos tienen la asombrosa habilidad de parecer maquillados sin estarlo, y eso solo da alas a mi pereza vital, por lo que nunca me pinto.

—¿Quizás un poco de raya? —digo. Ya que me he tomado el esfuerzo de rizarme el pelo, supongo que pintarme la raya no puede ser un sacrificio tan grande.

Con una sonrisa, Steph me pasa tres lápices: uno morado, uno negro y uno marrón. Solo cojo el negro, evidentemente.

—El morado quedaría genial con tu color de ojos —observa, y yo levanto las cejas y pongo algo de esfuerzo en que no se me note lo hortera que me parece esa sugerencia—. Tienes unos ojos extraordinarios. ¿Nos los cambiamos? —bromea.

Ni de coña.

Uhm. Espero no haber dicho eso en voz alta. En fin, ella tiene un color de ojos precioso, un verde luminoso, pero me gustan más los míos. Mis ojos hacen lo que quieren. Y se les da pasmosamente bien fulminar a la gente con la mirada. Y son míos.

Cojo el lápiz negro y me pinto una línea lo más fina posible.

Steph sonríe con orgullo.

O…kay.

El día que me vea hacer un dibujo me aplaude.

De repente su móvil empieza a vibrar y lo saca del bolso.

—Nate ya está aquí —dice.

Cojo mi mochila, me revuelvo el pelo y me pongo mis zapatillas negras. Ella las mira, pero no dice nada. 

Estas tampoco te las voy a cambiar, avariciosa. No haberte subido a esos andamios.

Nate nos espera delante del edificio, con la música heavy sonando a todo volumen a través de las ventanas abiertas de su coche. Inclino la cabeza para comprobar que llevo todo en la mochila y, cuando levanto la vista, veo a Hardin sentado en el asiento delantero. Magia. Nah, cuando hemos salido debía de estar agachado haciendo… algo. Igual me ha visto y se ha escondido.

—Señoritas —nos saluda Nate.

Desconocido, le saludo mentalmente.

El cretino me mira mientras me meto en el coche detrás de Steph, y acabo sentada justo detrás de él.

—Eres consciente de que vamos a una fiesta, no a un funeral, ¿verdad, Zarzarilla? —dice.

Lo que me faltaba. El niño se ha levantado tocanarices.

Miro el retrovisor derecho y veo una sonrisa burlona en su cara. Le observo fijamente con la esperanza de que me mire a los ojos y pueda hacerle bajar la vista.

—Eres consciente de que si vuelves a llamarme así voy a tirarte del pelo hasta dejarte calvo, ¿verdad, Hardincillo? —lo aviso.

Frunce el ceño. Se ve que no le hace tanta gracia el uso del diminutivo en su nombre. Sin embargo, le dura poco. Se cruza de brazos y sonríe socarronamente.

—Claro, Zarzarilla —replica.

En mi defensa tengo que decir que el que avisa no es traidor. Bueno, y también que no le dejo calvo de verdad: del tirón que le doy solo me llevo un pelo. A veces soy así de magnánima.

Me quedo mirando por la ventana, intentando bloquear el estruendo de la música mientras avanzamos. Según mi móvil, la casa está como a una hora andando del campus. Finalmente, Nate aparca al lado de una calle bulliciosa repleta de casas enormes y aparentemente idénticas. El nombre de la fraternidad está escrito en letras negras, pero no distingo las palabras porque las enredaderas que trepan por la enorme vivienda que tenemos delante las ocultan. Largas tiras de papel higiénico se extienden por toda la casa blanca, y el ruido que emana desde el interior pone la guinda a la estereotípica casa de la fraternidad.

—Es enorme. ¿Cuánta gente habrá aquí? —digo tragando saliva.

El jardín está lleno de chicos y chicas con vasos rojos de plástico en la mano, y algunos de ellos están bailando sobre el césped. Dios. Por qué. Por qué tiene que haber tanta gente.

Odio la gente.

—Un montón. Vamos —responde Hardin al tiempo que baja del coche y cierra dando un portazo.

Astuta observación.

Desde el asiento de atrás veo cómo varias personas chocan o le dan la mano a Nate, pasando de Hardin, que se queda a un lado.  Supongo que sería muy cruel reírse. En realidad me da envidia. Con un poco de suerte también me ignorarán a mí.

—¿Vienes? —Steph me sonríe, abre la puerta y sale del coche.

Qué remedio. 



Y se acabó por hoy. 

En fin, tal y como ha ido evolucionando la cosa hay ciertas perlas del libro original que no he podido incluir en el fanfic, pero que quiero compartir con vosotros. En concreto, el siguiente párrafo.

Qué paciencia.
«Me alegro de que no sea Hardin, aunque sé que también irá. La idea de ir en un coche con él me resulta insoportable. ¿Por qué es tan grosero? En todo caso, debería estar agradecido de que no lo juzgue por la manera en la que ha destruido su cuerpo con tantos agujeros y tatuajes. Vale, puede que lo esté juzgando un poco, pero al menos no en su cara. Al menos yo respeto nuestras diferencias. En mi casa, los tatuajes y los piercings no son algo normal. Siempre he llevado el pelo peinado, las cejas depiladas y la ropa limpia y planchada. La verdad es ésa».

En realidad a nivel narrativo me parece que no está mal, porque ilustra de forma encantadora lo hipócrita y lo retrasada que es la protagonista. La única pega es que, muy probablemente, esa no era la intención de la autora.

La verdad es esa. Cielos.


No os quiere,

Z.

Cincuenta Malas Hierbas de Grey - Capítulo 3

$
0
0
Queridos hierbajos, yo ya tengo cinco capítulos escritos de esto y estoy bastante convencida de que lo voy a dejar ahí: me he cansado de escribir (esta cosa), me apetece leer.

Todavía no sé cuándo vamos a terminar este evento exactamente, pero seréis los segundos en saberlo (las primeras me temo que tendremos que ser nosotras, es axiomático para que podamos informaros).

Por lo pronto, aquí os dejo la tercera parte de mi periplo con esta historia. Opino que es mucho más desquiciada que graciosa en este punto, pero Zarza parece haberlo disfrutado bastante así que no sabría qué deciros.

Toda vuestra.



3

Kate se pone loca de contenta.

—Pero ¿qué hacía en Clayton’s?

Tengo que apartarme el teléfono de la oreja para no quedarme sorda con sus chillidos. Todavía estoy en la ferretería.

—Eso es lo que me gustaría saber a mí —le contesto—. La versión oficial es que «pasaba por aquí».

—Me parece demasiada casualidad, Ortiga. ¿No crees que ha ido a verte?

Demasiada casualidad es decir poco. En el mejor de los casos, esto solo significa que el universo conspira contra mí (lo cual significa que tengo delirios persecutorios, así que es un mejor de los casos poco halagüeño).

—Francamente, prefiero pensar que no. Lo más seguro es que tuviera alguna reunión de la universidad o vete tú a saber.

—Bueno, puede que tenga que ver con la subvención que ha concedido al departamento de agricultura.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Ortiga, soy periodista y he escrito un artículo sobre este tipo. Mi obligación es saberlo.

—Visto así. Bueno, ¿quieres esas fotos o no? No hagas que mi sufrimiento haya sido en balde.

—Pues claro. El problema es quién va a hacerlas y dónde.

—Puedes preguntarle a él dónde. Ha dicho que se quedaría por la zona.

—¿Puedes contactar con él?

—Te puedo dar su móvil.

Kate pega otro grito. Por suerte el teléfono ya está lo bastante lejos de mi oreja como para que no cause daños irreparables.

—¿El soltero más rico, más escurridizo y más enigmático de todo el estado de Washington te ha dado su número de móvil?

—Pues… si ese que dices es el mismo que ha venido a la ferretería, eso parece, sí.

—¡Ortiga! Le gustas. No tengo la menor duda —afirma categóricamente.

—Sí, acosarme en mi puesto de trabajo. Encantador.

Contengo un escalofrío. Para la mayor parte de la gente «gustar» implica una serie de consecuencias de lo más indeseables. Y en este caso la cosa pinta incluso peor.

—No sé cómo podremos hacer la sesión —continúa Kate—. Levi, nuestro fotógrafo habitual, no puede. Ha ido a Idaho Falls a pasar el fin de semana con su familia. Se mosqueará cuando sepa que ha perdido la ocasión de fotografiar a uno de los empresarios más importantes del país.

—Aun a riesgo de señalar lo evidente… ¿Y José?

—¡Buena idea! Pídeselo tú. Haría cualquier cosa por ti. Luego llamas a Grey y le preguntas dónde quiere que vayamos.

Ya hay que tener jeta, maja.

—Creo que deberías llamarlo tú.

—¿A quién? ¿A José? ¿O Grey? —me pregunta en tono de burla.

—A ambos, ya que te pones. Son tus fotos. Yo ya he hecho la buena acción de la semana consiguiéndotelas.

—Ortiga, eres tú la que tiene trato con Grey.

—¿Trato? —gruño—. Apenas conozco a ese tipo.

—Al menos has hablado con él —dice implacable—. Y parece que quiere conocerte mejor. Ortiga, llámalo y punto.

Y me cuelga.

Me quedo un momento mirando anonadada el teléfono.

—La mato. Yo la mato.

Pulso rellamada.

—Que sea la última vez que se te ocurre colgarme —le digo con mi peor voz de asesina en serie—. Es de una falta de educación insoportable.

—Bueno, bueno, tranquila. Lo siento.

Intento respirar.

Ortiga, no puedes matarla. Piensa que el mes pasado se murió su abuela. Una segunda muerte en la familia levantaría sospechas. Contrólate.

—Mira, Kate, de verdad: son tus fotos, yo ni siquiera quiero tener que ir mañana. La que lo tiene que organizar eres tú.

—¡Ortiga, por favor! Mira, yo llamo a José si quieres, pero tienes que venir. Si no le digo que vas a estar tú seguro que me dice que no va.

—¿Por qué no iba a ir si no estoy yo?

—Pues porque no.

—Pero…

—¡Por favor! —Pone la voz más lastimera de la que es capaz. Sé que está haciendo pucheros al otro lado de la línea—. Esto es muy importante para mí.

Mierda. ¿Dónde ha quedado el plan de «se acabaron los favores para Kate»?

—Está bien —suspiro, arrepentida ya por anticipado.

Lo que tiene que hacer una para no matar a una compañera de piso de (post)luto.

—Pero a Grey tienes que llamarlo tú.

—¡¿Qué?! —grito—. Ni hablar. —Intento controlar la voz, mirando a mi alrededor—. Te doy su móvil y le llamas tú.

—Ortiga, es a ti a quien ha dado su número privado, si le llamo yo queda fatal.

Hay que joderse cómo le gusta darle la vuelta a la tortilla.

—Está bien. Como quieras: le llamaré yo —rezongo. De todas formas ya me han convencido de que mi presencia es aparentemente imprescindible para el éxito de la sesión fotográfica (lo cual no deja de tener una cierta ironía), así que no es como si fuese a poder evitar al tipo. Suspiro.

El chico que apareció antes, el hijo del dueño (y cuyo nombre ya he olvidado, claro) se asoma al almacén.

—Ortiga, tenemos trabajo ahí fuera —me avisa.

—Sí, perdona. Voy —le digo—. Kate, tengo que dejarte, tengo trabajo.

—Muy bien, hablamos esta noche.

—Sí, adiós.

Cuelgo.

—¿De qué conoces a Christian Grey? —me pregunta el chico mientras rebusca algo en uno de los cajones.

—Tuve que entrevistarlo para la revista de la universidad. No preguntes.

—Christian Grey en Clayton’s. Imagínate —continúa él. Mueve la cabeza, como si quisiera aclararse las ideas—. Bueno, ¿te apetece que salgamos a tomar algo esta noche?

Tío, en serio, ¿qué coño le pasa a la gente en esta historia? No estoy tan buena, soy borde, y de verdad de la buena que me esfuerzo por proyectar una imagen muy clara de «conmigo no, bicho». No puede ser que todo bicho viviente del estado de Washington venga a pedirme salir cada dos por tres.

—Eh… No, pero gracias.

—Ortiga, un día de estos me dirás que sí —me dice sonriendo.

¿Per-dona? Me pongo delante de él y le miro muy fijamente.

—Te aseguro que no —le espeto, la voz firme—. Y me veo en la obligación de advertirte de que si, después de haberte dicho que no, tú continúas insistiendo eso podría considerarse acoso sexual.

Y me sacaría una pasta.

Él abre mucho los ojos. Entonces compone una sonrisa socarrona, pero puedo ver que le tiembla en los bordes. Mira a su alrededor.

—Bueno, bueno, tampoco te pases. ¡Acoso! Qué exageración.

Ya está. Estoy oficialmente de muy mala leche.

—De exageración nada —zanjo, apretando los dientes—. Yo ya te he explicado la situación. Tú sabrás lo que haces.

Vuelvo a la tienda.

Hay que joderse, lo que hay que aguantar.

—————————

Una vez en casa, Kate está al teléfono peleando con José para convencerle de que cubra la sesión de fotos.

—Escúchame, José Rodríguez, si quieres que nuestra revista cubra la inauguración de tu exposición, nos harás la sesión mañana, ¿entendido?

—¡Ey! —Tiro de la manga de su camisa—. ¿Si yo no hago falta de cebo por qué tengo que…?

Me silencia con un dedo.

—Bien —continúa al teléfono—. Volveré a llamarte para decirte dónde y a qué hora. Nos vemos mañana.

Y cuelga el móvil.

—Tú vienes —me dice muy seria.

—Pero si…

—Me prometiste que vendrías. —Y sí: ahí están los pucheros.

Miro al techo. Señor, dame paciencia.

—Soy demasiado blanda.

—¡Solucionado! —exclama ella, dando palmas—. Ahora lo único que nos queda es decidir dónde y cuándo. Llámalo.

Coge mi teléfono de encima de la mesa y me lo tiende.

—¿Es realmente necesario? —La miro suplicante.

—¡Llama a Grey ahora mismo!

La miro ceñuda y saco la tarjeta de Grey del bolsillo trasero de mis pantalones.

—A ver, ¿qué tengo que decirle?

—Que ya tenemos fotógrafo. Queremos hacer la sesión. —Va levantando dedos con la enumeración—. Mañana. Que él decida dónde y a qué hora.

—Mejor escríbemelo. O se me irán las cosas de la cabeza.

Dios. Odio hacer llamadas. Odio los teléfonos. Odio hablar por teléfono con gente que no conozco.

Kate toma un pedazo de papel y me hace una lista con letra pulcra y redondita.

—Y tu apellido. Sabes que soy incapaz de recordar tantas letras en orden.

Cojo el papel cuando me lo tiende, respiro larga y profundamente, y marco el número de teléfono.

—Grey. —Contesta al segundo tono con voz tranquila y fría.

—Buenas noches, soy Urtica Dioica.

Se me pone voz fina de niña buena cuando estoy al teléfono. Lo odio. Es como volver a tener diez años.

Grey se queda un segundo en silencio.

—Señorita Dioica. Un placer tener noticias suyas.

Le ha cambiado la voz. Creo que se ha sorprendido de que le llamara. Quizá lo de darme el teléfono no iba tan en serio después de todo. Me tiro del pelo yo sola con la mano con la que todavía sostengo el papel con la lista. Kate está mirándome con los ojos muy abiertos.

Quiero colgar. Quiero colgar.

Me meto un puño en la boca y me encamino hacia la cocina para escapar de la mirada acusadora de Kate.

—Lo siento si le molesto.

—No es molestia alguna, señorita Dioica —me corta antes de que pueda continuar. Suena hasta amable. Debe de ser mi voz de niña: nadie sería capaz de ser borde conmigo en estas circunstancias—. ¿En qué puedo ayudarla?

Aprovecho para mirar la lista mientras no dejo de pasearme ansiosamente de un lado a otro.

—Bueno, ya hemos conseguido un fotógrafo, así que la señorita… Kavanagh me ha pedido que le pregunte si aún está dispuesto a hacer esa sesión fotográfica. —Me paro solo lo suficiente como para poder coger aire—. Mañana, si no tiene problema. ¿Dónde le iría bien?

Casi puedo oír su sonrisa ensanchándose al otro lado del teléfono.

—Me alojo en el hotel Heathman de Portland. ¿Le parece bien a las nueve y media de la mañana?

—Muy bien, se lo diré a la señorita… —Miro el papel— Kavanagh.

Se hace otro segundo de silencio. ¿Y ahora qué? ¿Es ahora cuando tengo que colgar? ¿Me despido primero? ¿Tengo que decir algo más? ¿He dicho ya lo mucho que odio llamar por teléfono?

—Confío en que usted también vendrá, señorita Dioica —añade él, interrumpiendo mi momento de pánico.

Por desgracia.

—Sí —suspiro—. Nos veremos allí.

—Lo estoy deseando.

Mi imagen mental de su sonrisa me devuelve automáticamente a mi estado de pánico previo y pulso colgar por acto reflejo. Y sigo pulsándolo una y otra vez hasta que la pantalla cambia y aparece el fondo azul del teléfono. Todavía lo pulso una vez más por si acaso.

Kate ha entrado en la cocina y está observándome con una mirada de total y absoluta consternación.

—Urtica Dioica. ¡Te gusta! Nunca te había visto ni te había oído tan… tan… alterada por nadie. Te has puesto roja.

Me dejo caer sobre una silla. Las piernas me tiemblan.

—¿Me has visto alguna vez hablar por teléfono? ¿O vas a decirme que también me gusta la mujer de la compañía telefónica que me llamó la semana pasada para endilgarme una nueva tarifa?

Descanso la cabeza sobre los brazos cruzados.

—Bueno, ¿qué te ha dicho? —ataca Kate—. ¿Cuándo? ¿Dónde?

—Mañana —Mi voz suena amortiguada—, a las nueve y media en… —Hago una pausa—. Oh, no. Oh, no. ¡Oh, NO! —Levanto la cabeza.

—No me digas que no te has quedado con el nombre. ¿Por qué no lo has escrito?

—Mierda. Mierda. Mierda.

Me pongo en pie, golpeándome la frente con ambas manos.

—No puede ser.

No quiero tener que llamar otra vez. Menos después de haberle colgado. Por favor, por favor, por favor, que no tenga que llamar otra vez.

—Ortiga, piensa —me urge Kate.

—Era un hotel. En Portland. Con nombre de superhéroe. Flyman… Highman…

—¿Heathman?

—¡Heathman! — Por poco la abrazo, al borde de las lágrimas—. ¡Gracias!

—En el Heathman, nada menos —murmura Kate, ya sumida en sus pensamientos—. Voy a llamar a José para confirmar y luego al gerente del hotel para negociar con él un lugar para la sesión.

—Buena suerte. Yo voy a hacer la cena y me voy a ir a dormir. Ya ha sido más que bastante emoción por un día.

——————————

El Heathman está en algún lugar de Portland. No me preguntéis donde. Yo me dejo llevar.

José se ha traído a un amigo con nombre de rana para que le eche una mano con la iluminación. Vamos todos en el coche de Kate y tenemos que hacer dos viajes para poder transportar el material porque no cabemos. Yo intento repetirle que, dado que mi presencia no es ni remotamente imprescindible, sería más práctico que mi espacio lo ocupase un trípode, pero no cuela.

Kate ha conseguido que nos dejen utilizar una habitación del hotel a cambio de mencionarles en el artículo. Cuando explica en la recepción que hemos venido a fotografiar al empresario Christian Grey (por fin me he conseguido aprender su nombre, ¡yey por mí!), nos suben de inmediato a una suite. Pero a una normal, porque al parecer el señor Grey ya está alojado en la mega suite más suite del mundo mundial.

Un encargado demasiado entusiasta, y al que Kate se dedica a mangonear de un lado para otro, nos hace de guía. La habitación parece salida de un catálogo de una revista de casas que una habitación de hotel.

Son las nueve. Tenemos media hora para prepararlo todo y Kate va de un lado para otro dando órdenes.

—José, creo que lo colocaremos delante de esta pared. ¿Estás de acuerdo? —No

espera a que le responda—. Travis, retira las sillas. Ortiga, ¿puedes pedir que nos

traigan unos refrescos? Y dile a Grey que estamos aquí.

Sí, señora. Pongo los ojos en blanco, pero hago lo que me pide.

Media hora después Christian Grey entra en nuestra suite. Sí, pienso seguir usando su nombre completo todo lo que pueda, de algo tengo que fardar, ¿algún problema?

Todavía tiene el pelo mojado, y me pregunto si eso queda bien en una foto. En todo caso, no es asunto mío.

Viene acompañado de otro hombre algo mayor que él, con el pelo rapado y un elegante traje negro y corbata, que se queda en silencio en una esquina (el hombre, digo, no el traje ni la corbata).

Desde su rincón, el del pelo rapado se dedica a observarnos en silencio. Quizá sea una especie de guardaespaldas. Se me pasa por la mente la idea de placar a Grey, a ver qué ocurre. Sacudo la cabeza intentando contener una sonrisa, pero el flequillo me hace cosquillas en la frente y no puedo evitar reírme.

—Señorita Dioica, volvemos a vernos.

Pego un bote. No le había oído acercarse.

Le cojo la mano que me tiende por acto reflejo. Mala idea.

No es el peor calambrazo que me ha pegado hasta ahora, pero aún así duele. Al menos me las apaño para no chillar.

—¡La madre que…! —Me muerdo el labio inferior con fuerza para no terminar esa frase mientras agito la mano agarrotada.

—¡Urtica! —De pronto le tengo mucho más cerca, sus manos a los lados de mis codos como para delimitar un perímetro—. ¿Se encuentra bien?

—¿Lleva usted un cable escondido en la manga o algo? —le acuso con una voz muy poco amable. Sigo apretándome los dedos—. Ah…

Le oigo tomar aire con fuerza y me llega una ráfaga de olor verde acre y áspero. Arrugo la nariz sin poder evitarlo.

Oh, oh. Esto no me gusta.

—Cualquiera diría que hay una corriente entre nosotros, señorita Dioica —dice en voz muy baja y grave.

Doy un paso preventivo hacia atrás, saliendo por fin del círculo que delimitan sus brazos, y del olor. Me siento un poco mejor cuando puedo respirar al menos algo de aire limpio.

Del susto se me ha olvidado qué acaba de decirme, así que espero que no fuese una pregunta que requiriese respuesta.

Mierda. Habrá que salvar el pellejo.

—Señor Grey, le presento a Katherine Kavanagh —Señalo a Kate, que se acerca y lo mira directamente a los ojos.

—La tenaz señorita Kavanagh. ¿Qué tal está? —Él sonríe ligeramente, parece realmente divertido—. Espero que se encuentre mejor. Urtica me dijo que la semana pasada estuvo enferma.

Kate me mira.

—¿Urtica? —vocaliza en mi dirección antes de volver de nuevo su atención hacia él—. Estoy bien, gracias, señor Grey.

Le estrecha la mano con fuerza sin pestañear. No se anda con tonterías. Da un poco de miedo. Sobre todo por la parte de no parpadear.

—Gracias por haber encontrado un momento para la sesión —le dice con una

sonrisa educada y profesional.

—Es un placer —le contesta Grey lanzándome una mirada.

Giro sobre mis talones y me alejo. Ahí se apañen entre los dos.

Veo a José venir hacia mí con una sonrisa en los labios, pero Kate interrumpe su avance con un gesto de llamada con la mano.

—Este es José Rodríguez, nuestro fotógrafo.

Al pasar por mi lado, José me aprieta un hombro.

Y dale con el contacto no requerido, macho.

—Señor Grey.

—Señor Rodríguez.

Consigo una silla cerca de donde han amontonado los mamotretos donde transportan los artilugios fotográficos y me siento.

—¿Dónde quiere que me coloque? —pregunta Grey a José, y su pregunta suena más a sentencia de muerte que a ninguna otra cosa. Pobre José, y eso que sólo ha dicho dos palabras. En fin, no todo el mundo puede ser tan adorable como yo.

Kate, sin embargo, no está dispuesta a dejar que José lleve la voz cantante. Es francamente todo un show en términos de comunicación no verbal ver cómo interactúa esta panda. Solo echo en falta algo de comer.

—Señor Grey, —Kate en todo su despotismo— ¿puede sentarse aquí, por favor? Tenga cuidado con los cables. Y luego haremos también unas cuantas de pie.

Le indica una silla colocada contra una pared.

El de las luces hace lo suyo y a continuación se suceden veinte tediosos minutos de flases. Christian Grey debe de tener la paciencia de un santo o ser muy narciso, porque lo aguanta todo con mucha naturalidad. Le hacen posar de todas las maneras y consigue seguir las indicaciones con una perenne sonrisa cortés en los labios.

Esta sesión hubiera sido muy otra conmigo ahí sentada.

Como me aburro, me dedico a revisar las paredes y el techo en busca de cámaras de seguridad. Es un pasatiempo que tengo. Los vigilantes de las tiendas lo deben de sudar conmigo intentando dilucidar si solo estoy tan grillada como aparento o de verdad tengo intenciones deshonestas.

—Ya tenemos bastantes sentado —interrumpe Kate—. ¿Puede ponerse de pie, señor Grey?

Retiran la silla y más fotos.

Sé que en una habitación de hotel no debería haber cámaras, pero eso no me quita la ilusión. Con los americanos nunca se sabe.

—Creo que ya tenemos suficientes —anuncia José cinco minutos después.

Me pongo en pie, por si acaso.

—Muy bien —dice Kate—. Gracias de nuevo, señor Grey.

Le estrecha la mano, y también José.

—Me encantará leer su artículo, señorita Kavanagh —murmura Grey, y se vuelve hacia mí, que estoy junto a la puerta—. ¿Viene conmigo, señorita Dioica? —me pregunta.

Me señalo a mí misma con un dedo, las cejas levantadas y cara de susto.

—Eh, bueno —le contesto totalmente desconcertada.

Por detrás de Kate, José arruga el morro.

—Que tengan un buen día —dice Grey abriendo la puerta y apartándose a un lado para que yo salga primero.

Otra vez me lo ha vuelto a hacer.

—Como Pedro por su casa —susurro, espero que lo suficientemente bajo, pero cuando me doy la vuelta y veo su sonrisa me recuerdo que tengo que trabajar más eso de no pensar en voz alta.

Detrás de Grey sale el tipo rapado y trajeado.

—Enseguida le aviso, Taylor —murmura al rapado.

Taylor se aleja por el pasillo y Grey dirige su mirada seria hacia mí.

¿He hecho algo?

—Me preguntaba si le apetecería tomar un café conmigo.

Le miro.

—No bebo café —respondo, parpadeando. Y entonces me doy cuenta de que probablemente esa no era del todo la pregunta que me estaba haciendo.

—¿Té? ¿Un refresco? —se adelanta, sin molestarse en contener una sonrisa divertida.

—Tampoco bebo… —corto mi propia frase y decido cambiar de estrategia—. He venido aquí en el coche de Kate, no quiero retrasarles.

—¡Taylor! —grita.

Pego un bote. Taylor, que se había quedado esperando al fondo del pasillo, se vuelve y regresa con nosotros.

—¿Tiene que regresar a la universidad? —me pregunta en voz baja. Tengo que inclinarme un poco para verle más de cerca la boca.

—S…í —titubeo.

—Taylor puede llevarla cuando lo desee. Es mi chófer.

—Por supuesto, señor —le contesta Taylor.

Creo que no está entendiendo cuál es realmente el problema aquí.

—Eso no es neces…

La puerta de la suite se abre y aparece Kate.

—No te preocupes, Ortiga, puedes ir. —Dentro de la habitación, José nos mira ceñudo mientras su amigo se afana de ordenar y empaquetar los cachivaches que han usado—. Como has dicho antes, no cabemos todos en el coche con tantas cosas. Hasta nos vendría bien que te quedaras, porque así sólo tendríamos que hacer un viaje.

Me quedo mirándola con la boca abierta de indignación.

—Arreglado. ¿Puede ahora venir conmigo a tomar un café? —Grey sonríe dándolo por hecho.

Sin mediar palabra, agarro a Kate por un brazo y la arrastro de vuelta a la habitación.

—Ortiga, creo que no hay duda de que le gustas —me dice sin el menor preámbulo.

—Pero ¡¿tú estás loca?! —la miro con el horror más absoluto—. ¿Por qué has hecho eso? ¡Estaba intentando quitármelo de encima!

—Venga, Ortiga, sólo es un café. ¿Qué mal puede hacerte? —Me mira significativamente—. A menos que creas que tomarte algo con él te va a hacer replantearte tu sexualidad. ¡Yo no querría eso!

Virgen santa, esta se cree que tengo cinco años. Me pellizco el puente de la nariz por debajo de las gafas intentando mantener la compostura.

—Eso no tiene nada que ver.

—Vamos, mujer, tienes que salir de vez en cuando. Tú misma me lo dices a veces: conocer gente nueva puede ser divertido. Una persona al mes, dijiste, ¿no?

Eso es juego sucio. Sí que lo dije. A veces digo muchas cosas.

—Sí, bueno, pero no tiene que ser hoy. Y desde luego no tiene que ser él.

—Míralo de esta manera: es una buena oportunidad, porque es solo un café, así que no puede alargarse mucho, y así ya has cumplido tu cupo de hablar con alguien nuevo este mes. Y además con él ya has hablado más veces, así que eso lo hará más fácil.

Todavía me estoy pellizcando el puente de la nariz. No sé por qué esto es tan importante para ella.

—Mira, hacemos una cosa —me ofrece entonces—: tú te quedas a tomar algo con él, nosotros llevamos el equipo de vuelta a la universidad y cuando acabemos te aviso y vengo a buscarte. ¿Te parece?

—¿Por qué tienes tanto interés en que quede con este tío? —le pregunto sin preámbulos.

Ella al menos tiene la decencia de sonrojarse.

—A ver, ya que se interesa por ti creo que deberías darle una oportunidad —balbucea—, aunque tampoco negaré que tener contactos con gente rica y famosa puede venir bien en algún momento.

Visto así. Ahora mismo no se me ocurre nada que pudiera querer sacarle a este tipo, pero supongo que nunca se sabe.

—Tampoco te estoy pidiendo que te des el lote con él, ¿sabes? Aunque no me opondría si lo hicieras —cuchichea—, el cabrón está potente.

—Por Dios, ¿puedes no decir esas cosas aquí? —Miro por encima de mi hombro, rezando por que el aludido esté lo bastante lejos—. Cualquiera que te oiga.

—¿Qué? Es la verdad. Mira, Ortiga, te ha invitado a un café, nada más. Bajas, hablas un rato con él y luego vengo a buscarte con el coche. No hace falta hacer una montaña de un grano de arena. Sólo diviértete un rato.

Tenemos ideas diferentes de lo que significa divertirse.

—Pero vienes luego a buscarme —le advierto muy seria.

¿Quieres que me divierta? Te vas a cagar.

Ella pega un grito victorioso y se me cuelga del cuello.

—Te envío un mensaje al móvil en cuanto esté. Palabrita del niño Jesús —me dice levantando una mano solemne.

Me deshago de su abrazo y me encamino decidida hacia la puerta. Christian Grey está esperándome apoyado en la pared. Parece que siga posando para una foto.

—Vamos a tomar un café —le digo, y sonrío de lado.

Él me devuelve la sonrisa, mucho más amplia que la mía.

—Usted primero, señorita Dioica.

Se incorpora y hace un gesto para que pase delante. Resignada, decido no discutir el tema por esta vez y me limito a cruzar la puerta la primera.

Caminamos juntos por el amplio pasillo hacia el ascensor. Si el silencio se alarga mucho más, me temo que comenzaré a reírme. Es un defecto de fábrica que tengo.

—¿Cuánto hace que conoce a Katherine Kavanagh? —se lanza.

—Desde el primer año de universidad.

—Ya —me contesta evasivo.

Una pregunta apasionante requiere una respuesta apasionante, qué puedo decir.

Pulsa el botón para llamar al ascensor y casi de inmediato suena el pitido.

—¿Cuánto hace que conoce a su chófer? —le devuelvo, conteniéndome para no hinchar los carrillos.

Las puertas se abren y muestran a una joven pareja abrazándose apasionadamente. Se

separan de golpe, sorprendidos e incómodos, y miran con aire de culpabilidad en

cualquier dirección menos la nuestra.

Estamos en un hotel, gente, get a room. Más fácil no os lo pueden poner.

Grey y yo entramos en el ascensor, yo intentando desesperadamente encontrar un sitio seguro al que mirar. No noto la cara caliente, pero por experiencia sé que me he puesto roja seguro. Cuando levanto la mirada hacia Grey, parece que ha esbozado

una sonrisa. La joven pareja no dice nada.

Descendemos a la planta baja en un incómodo silencio que hace increíblemente difícil para mí no estallar en carcajadas.

Las puertas se abren y, para mi gran sorpresa, Grey me coge de la mano y me la

sujeta con sus dedos largos y fríos. Esta vez no me electrocuta, gracias a Dios, pero no puedo evitar mirar a nuestras manos unidas con una mezcla de incredulidad e incómoda irritación. Mientras tira de mí para salir del ascensor antes de que yo pueda abrir la boca y protestar, oímos a nuestras espaldas la risita tonta de la pareja.

Lo que me faltaba.

Grey sonríe.

—¿Qué pasa con los ascensores? —masculla.

No, disculpa, qué pasa con la gente en los ascensores.

Tiro de mi mano para recuperarla, pero el tío la tiene bien sujeta.

—Disculpe, ¿le importaría devolverme mi mano? —le digo con voz intensamente mortificada.

Dios, esto es humillante.

—Le tengo cariño, ya sabe. —Y añado preocupada—. A mi mano.

Él se gira para mirarme un instante a los ojos antes de lanzar una larga risotada.

—Por supuesto, Urtica, —Pronuncia mi nombre con su voz más grave, esa que hace que las cosas no tengan ni puta gracia, y creo que empiezo a intuir por qué—, toda suya.

Al menos me suelta.

Cruzamos el amplio y animado vestíbulo del hotel en dirección a la entrada. Es un bonito domingo de mayo. Brilla el sol y apenas hay tráfico. Lo pájaros probablemente cantan, aunque nadie los oiga… Esas cosas. Grey gira a la izquierda y avanza hacia la esquina, donde nos detenemos a esperar que cambie el semáforo. Por precaución me mantengo a un cauteloso paso de distancia de él (de Grey, del semáforo me fío más).

Esto no va bien.

—Confío en que tomar un café no sea su idea de una cita —decido tomar el toro por los cuernos—. No es nada personal, no se ofenda, pero yo no tengo citas.

Él me mira. Parece casi sorprendido, pero se recupera rápido y se las arregla para componer una sonrisa burlona.

—Y ¿por qué es eso, Urtica?

Deja de reírte de mí, capullo. Esto se suponía que iba a ser a la inversa.

—Eso es personal.

—Comprendo.

El hombrecillo verde del semáforo se ilumina y seguimos nuestro camino.

—No se preocupe, Urtica. Lo cierto es que yo tampoco tengo citas.

Eso debería ser un alivio, solo que su «no tengo citas» no suena demasiado como el mío. Y ahora es mi turno de sentirme intrigada.

—Y ¿eso por qué es?

Se gira para mirarme y sonríe con su sonrisa afilada.

—Eso es personal.

En el fondo soy una persona sencilla, así que confesaré que no me lo vi venir.

Rompo a reír sin poder evitarlo.

—Touchée.

Andamos cuatro manzanas hasta llegar al Portland Coffee House, donde Grey vuelve a sujetarme la puerta.

—¿Nunca se cansa de hacer eso?

De nuevo esa sonrisa.

—No —contesta simplemente—. ¿Le incomoda?

—Sí —contesto simplemente yo también—. Quiero decir, normalmente no, pero en su caso sí lo hace.

—Oh —De pronto parece como si le hubiese dado una piruleta—. Y ¿por qué es eso?

Frunzo el ceño.

Seguimos parados en la puerta. Por suerte no hay nadie esperando para pasar.

—Porque normalmente la gente lo hace más por hábito y cortesía, sin pararse a pensarlo, pero usted es deliberadamente dominante en su lenguaje corporal. —Carraspeo. Estoy bastante convencida de que esto no es algo que se le deba decir a alguien en una conversación amistosa por la calle—. No pretendo insultarle, no me malinterprete, sólo es una apreciación aséptica.

Su sonrisa de piruleta ha vuelto a afilarse un poco en la comisura izquierda.

—Como ya le dije en nuestro primer encuentro, Urtica, yo lo controlo todo.

—Ya.

No.

—Por favor, deme el gusto —Me pone una mano en la parte baja de la espalda, aunque no me empuja—. Me temo que estamos impidiendo el paso.

Efectivamente, una pareja quiere entrar también en el café. Así que, aunque solo sea por apartarme del contacto en mi espalda, entro. Sé que de todas formas es una batalla perdida.

—¿Por qué no elige una mesa mientras voy a pedir? ¿Qué quiere tomar? —me pregunta, tan educado como siempre.

—Un vaso de leche, por favor.

Alza las cejas.

—¿No quiere un café?

—No me gusta el café.

Sonríe.

—Muy bien, un vaso de leche. ¿Con azúcar?

Arrugo los labios.

—No, gracias.

Echo una mirada vaga al local, escaneando en busca de mesas libres.

—¿Quiere comer algo?

Ahora sería un buen momento para que no me rugieran las tripas. No quiero alargar esto más de lo necesario.

—No, gracias.

Niego con la cabeza y Grey se dirige a la barra.

Encuentro una mesa y me dedico a observar a mi acompañante descaradamente, aprovechando que está de espaldas. Tiene unos brazos interesantes. No lo bastante gruesos como para que las mangas de la camisa le aprieten, pero claramente musculosos. No me había fijado hasta ahora, siempre está demasiado cerca como para que sea cómodo mirarle. Me gustan. Se los cortaría. Me pongo a mirar a mi alrededor. Un par de mesas más allá hay sentada una chica tan alta que sus rodillas casi tocan la parte inferior del tablero de la mesa. Son unas rodillas huesudas bastante curiosas. No se las cortaría, pero admito que son fascinantes.

—Un dólar por sus pensamientos.

Grey ha vuelto y me mira fijamente.

No creo que sea conveniente decir lo que estoy pensando. No me importa pasar por lunática, pero hay una fina línea que separa eso del internamiento preventivo. Y el blanco nunca me ha sentado demasiado bien.

Niego con la cabeza. Grey lleva una bandeja en las manos, que deja en la pequeña mesa redonda que hay frente a mí. Me tiende una taza humeante sobre un platillo. Instintivamente me inclino sobre la taza e inspiro el aroma caliente, los ojos cerrados de gusto.

Él se ha pedido un café con un bonito dibujo de una hoja impreso en la espuma de leche. Este año he aprendido que eso lo hacen con un cacharro muy simpático que parece una resistencia que hace las veces de minibatidora.

También se ha pedido una magdalena de arándanos.

Mierda. Solo de verla se me hace la boca agua.

Grey coloca la bandeja a un lado, se sienta frente a mí y cruza sus largas piernas por debajo de la mesa, aunque no tan largas como las de la mujer de las rodillas curiosas.

No mires la magdalena. No mires la magdalena.

Después de que le he dicho que no quería nada más, no le voy encima a quitar al pobre hombre esa enorme, suculenta… Bien pensado, el tipo no es pobre.

No, Ortiga. Contrólate.

—¿Qué está pensando? —insiste.

Niego con la cabeza una vez más y levanto la taza de leche para ver si puedo distraerme con el olor.

Él ladea la cabeza y me mira con curiosidad.

—Me gusta el olor de las cosas calientes —murmuro a modo de explicación.

—Ya veo. ¿Es su novio?

¿El olor?

—¿Quién?

—El fotógrafo. José Rodríguez.

Le miro con una ceja levantada e incluso me permito lanzarle una sonrisa conocedora por encima del borde de mi taza.

—Pensaba que habíamos establecido que ninguno de los dos tenía citas, señor Grey. —Doy un sorbo a la deliciosa leche caliente—. Me decepciona.

Veo cómo se le crispa el índice sobre la boca. Tiene la mirada fija en mis labios.

Si no fuera porque tienes más peligro que un mono con una caja'bombas, majo, hasta me permitiría tocarte las narices. Pero, al contrario de lo que sostiene Zarza, mi instinto de supervivencia no está tan atrofiado.

Me limpio con la servilleta.

—¿Por qué le interesa saberlo, en todo caso?

—He visto cómo la mira. —Me sostiene la mirada.

—Usted y cualquier persona con ojos, me temo —mascullo. Cojo la leche y doy otro sorbo. Me las arreglo para no cerrar los ojos, pero no puedo evitar una sonrisa una sonrisa de gusto

—¿Qué tipo de relación mantiene con él? —insiste, inclinándose hacia adelante y apoyando los codos sobre la mesa.

Yo me echo hacia atrás en mi silla.

—Es un conocido de la universidad —zanjo.

Grey asiente, al parecer satisfecho con mi respuesta, y dirige su atención a la

magdalena de arándanos. Sigo con mirada hambrienta cómo sus dedos retiran el papel.

—No ha contestado a mi pregunta —lanzo, aún sin poder apartar los ojos de la suculenta magdalena.

—¿Quiere un poco? —me pregunta.

Y recupera esa sonrisa divertida que esconde un secreto.

Sí.

—No, gracias.

Ahora sí me rugen las tripas.

Mierda.

La sonrisa de él se ensancha.

—Bueno —claudico—, querer quiero. Ahora iré y me compraré una. No quiero dejarle a usted sin comer.

Pero él empuja el platillo hacia mí.

—Por favor —susurra, entrelazando los dedos bajo la barbilla y sin apartar los ojos de mi cara.

—De verdad, no es necesario. —Le empujo el plato de vuelta—. Puedo comprarme una.

Puedo ver cómo se le crispan los labios durante una fracción de segundo. Frunce el ceño.

Hago ademán de levantarme, pero él alarga uno de sus brazos y atrapa la mano que voy a utilizar para impulsarme entre su propia mano y el tablero de la mesa. Empuja el platillo una vez más hacia mí.

—Insisto.

Me quedo mirando su mano. Respiro profundamente una vez antes de fijar mis ojos en los suyos.

—Si acepto su magdalena, ¿me promete que dejará de una vez en paz mis manos?

Su cara deja claramente patente que para él vuelve a ser un juego.

—Lo prometo —casi ronronea, liberándome finalmente y volviendo a reclinarse sobre su silla.

Jamás una magdalena me había salido tan cara. Por Dios.

Cojo el platillo con el ceño fruncido.

—Gracias —mascullo.

No me siento a gusto comiendo delante de desconocidos, mucho menos desconocidos que no respetan mi espacio personal, así que no me decido a coger la magdalena y darle un sano mordisco. En su lugar parto un trozo con los dedos y me lo meto en la boca. Él sigue el movimiento de mi mano, lo cual me hace difícil masticar con normalidad.

Ortiga, serenidad, por favor.

Compruebo disimuladamente el móvil por debajo de la mesa para asegurarme de que Kate aún no me ha escrito.

—Y el chico que la abrazó ayer, en la tienda —continúa Grey, aparentemente sin darse cuenta de lo incómoda que me siento, o sin que le importe—. ¿Cuál es su relación con él?

Me lo quedo mirando con el ceño fruncido antes de tragar.

—No es que esto sea asunto suyo, pero lo cierto es que con ese chico mantengo el tipo de relación en la que ni siquiera conozco su nombre.

—¿No se conocen? —Ahora parece sinceramente sorprendido, y quizá algo irritado—. ¿La abrazó sin conocerla?

—Bueno, no, a ver… —carraspeo—. Soy muy mala con los nombres. Dejémoslo así. Y en cuanto al abrazo, no sé: la gente tiene la mala manía de tomarse demasiadas confianzas.

Le lanzo una mirada significativa, pero él se limita a sonreírme de lado, sin sentirse ofendido.

—¿Por qué le interesa tanto? —le insisto por tercera vez.

—Siento curiosidad por usted —admite con toda naturalidad—. Parece nerviosa cuando está con hombres.

—Solo con aquellos que se toman demasiadas confianzas —sigo atacando, paseando la mirada por la barra—. Y usted en particular resulta bastante…

Perturbador. Escalofriante.

—Mmmm…

Me mira intensamente, con curiosidad. Yo evito su mirada.

Invasivo. Dominante.

—Intimidante.

Creo que eso es lo más cerca que puedo llegar bajo presión y sin sonar insultante. Necesito ampliar mi vocabulario. Me concentro en la magdalena.

Lo oigo respirar profundamente.

—De modo que le resulto intimidante —me contesta asintiendo—. Es usted muy sincera. No baje la cabeza, por favor. Me gusta verle la cara.

Le miro con una ceja arqueada.

Estoy comiendo.

Él me devuelve una sonrisa alentadora, aunque irónica.

Ahora mismo le daría un puñetazo.

—Eso me da alguna pista de lo que puede estar pensando —me dice.

—Lo dudo —le corto, y arranco otro cacho a la magdalena. Ya no me siento ni lo más remotamente culpable por dejarle sin comer: tal y como yo lo veo debería darme más comida para compensar este «café»—. Y permítame que le diga que quizá no estoy siendo tan sincera como debería.

A pesar de todo, no me gusta faltarle al respeto a la gente.

Sigo comiéndome la magdalena. Joder, qué buena está.

—Creo que es usted muy contenida —murmura.

Muy observador.

—Menos cuando se ruboriza, claro, cosa que hace a menudo. Me gustaría saber por qué se ha ruborizado.

Me quedo con una mano suspendida en el aire con otro pedazo de magdalena. Con el dorso de la mano libre me toco las mejillas.

—¿Me he ruborizado ahora?

Él sigue mirándome fijamente, en silencio. Y sé que, si antes no estaba ruborizada, seguro que ahora sí.

Maldita sea.

Taparme la cara ahora sólo lo hará todo más llamativamente embarazoso.

—No puedo evitarlo —intento quitarle hierro al asunto—. Lo cierto es que la mayor parte de las veces ni siquiera me doy cuenta. Es algo que simplemente me pasa. —Hago una pausa—. ¿Siempre hace comentarios tan personales?

—No me había dado cuenta de que fuera personal. ¿La he ofendido? —me pregunta en tono sorprendido.

—No.

—Bien.

—Pero es usted bastante arrogante.

Alza una ceja y, si no me equivoco, también él se ruboriza ligeramente.

—Suelo hacer las cosas a mi manera, Urtica —murmura—. En todo.

—No lo dudo.

No sé qué tiene que ver eso con lo anterior, pero vale.

Sigo comiéndome su magdalena mientras disfruto de la leche. Quizá debería llamar yo a Kate para ver cómo van y pedirle que venga ya. Creo que esto ya cuenta como que he cumplido mis buenos propósitos sociales del mes. De los próximos dos meses. Como mínimo.

—¿Es usted hija única? —me pregunta entonces Grey.

Cambio radical de tema.

—No.

Silencio.

—Hábleme de sus padres.

—Ambos viven en España. Están divorciados.

—Lo siento —musita.

¡Magdalena!

—No tiene importancia.

—¿Volvieron a casarse?

—Mi padre sí.

Frunce el ceño.

—No cuenta demasiado de su vida, ¿verdad? —me dice en tono seco frotándose la barbilla, como pensativo.

—Usted tampoco.

—Usted ya me ha entrevistado, y recuerdo algunas preguntas bastante personales —me dice sonriendo.

—Y yo recuerdo que esas no eran mis preguntas. Yo sólo era una mandada. —Me termino la magdalena. La verdad es que ya me siento mejor—. ¿Por qué le molestó tanto que le preguntase si era gay?

Por un momento puedo ver que está recordando el momento exacto en que se lo pregunté en su despacho, porque se le tensa la mandíbula y me lanza una mirada oscura y grave como su voz.

—Creo que esta no es una conversación que vaya a poder mantener con usted sin intimidarla aún más, Urtica —contesta, grave pero comedido.

Desde luego, si la conversación en sí es la mitad de escalofriante que la sonrisa que me dedica, es mejor que me lo ahorre. No me va a quitar precisamente el sueño.

Mi móvil lanza un pitido.

—Perdón —me disculpo, sacándolo del bolsillo.

«Estoy en el parking del hotel. ¿Lista?»

—Lo siento, señor Grey, es Kate: voy a tener que marcharme. Todavía tengo que estudiar.

—¿Para los exámenes?

—Sí.

—¿Dónde la está esperando la señorita Kavanagh?

—En el parking del hotel.

—La acompaño.

—Gracias por la leche.

Por la magdalena no. Esa me la he ganado a pulso.

Esboza otra de sus extrañas sonrisas, la de guardar un gran secreto.

—No hay de qué, Urtica. Ha sido un placer. Vamos —me dice poniéndose en pie.

Caminamos hasta el hotel en silencio. Al menos, él parece tan tranquilo como siempre. Yo hago el trayecto entero mordiéndome las mejillas por dentro para contener la risa.

—¿Siempre lleva vaqueros? —me pregunta sin venir a cuento.

—Bastante a menudo.

Cardo y Zarza te dirían que a veces llevo pantalones de pijama.

Él asiente. Hemos llegado al cruce, al otro lado de la calle del hotel.

Qué pregunta tan rara.

El semáforo cambia. Doy un paso adelante, tropiezo y salgo precipitada hacia la carretera.

Porque soy yo.

—¡Mierda, Ortiga! —grita Grey.

Me agarra del brazo y tira con tanta fuerza que acabo cayendo encima de él justo cuando pasa a toda velocidad un ciclista contra dirección que no me atropella de milagro. Todo sucede muy deprisa. De pronto estoy cayéndome y en cuestión de un instante mi cuerpo da un giro completo y estoy entre los brazos de Grey, que me aprieta fuerte contra su pecho. Lo último que puedo procesar antes de que mi cerebro decida que es demasiada información es el olor a desodorante masculino, no desagradable pero sí muy fuerte llenándome la nariz como un golpe.

Una mancha negra se asoma desde la periferia de mi visión y se come rápidamente la imagen avanzando hacia el centro. A continuación se apaga el sonido. El tacto es lo último.

Mierda.

Veréis, yo tengo otro pequeño defecto de fábrica, y es la estrategia de gestión de la sobrecarga informativa que tiene mi cerebro. ¿Exceso de estímulos? A tomar por el culo: REINICIAR SISTEMA.

No me desmayo. Sé dónde estoy y sé que sigo en posición vertical. De hecho, todo el paréntesis no dura seguramente más de dos o tres segundos, pero a mí se me hace de largo como el viaje a un último piso en un ascensor antediluviano. E igual de claustrofóbico.

El fuerte olor a desodorante todavía me embota la mente cuando el sonido comienza a ganar volumen con un rugido lejano e irritado de coches.

—¿Está bien? —oigo que me susurra Grey en algún lugar amortiguado.

Con un brazo me mantiene sujeta, pegada a él, y noto cómo con los dedos de la otra mano me recorre suavemente la cara. La neblina negra vuelve a retroceder desde el centro hacia la periferia de mi campo visual hasta desaparecer. Grey me mira fijamente a los ojos y su pulgar me roza el labio inferior. Algo dentro de mí quiere apartarse de un salto, pero no consigo elaborar un pensamiento coherente al respecto.

Contiene la respiración. Noto mis pensamientos como el zumbido en el interior de un panal de abejas, por lo que me cuesta decidir si está diciendo algo más. Centro mi atención en su boca de manera instintiva.




Cierta persona sigue haciéndonos unos fan arts mondantes.

Besos entre líneas, de May R. Ayamonte y Esmeralda Verdú

$
0
0
Título: Besos entre líneas
Autoras: May RayamonteRayamantaBatamanta R. Ayamonte y Esmeralda Verde Verdú
«Emma es una joven cuya vida no es nada fácil. Cuando tenía seis años, su madre murió en un accidente de coche y su padre, al que tiene que cuidar los fines de semana, sufrió grandes secuelas físicas e intelectuales. Entre los estudios y sus responsabilidades familiares, Emma no tiene mucho tiempo para hacer lo propio de su edad. Pero por suerte hay algo que anima sus días: la literatura. Los libros, su blog y su nuevo canal de Youtube son su refugio, y mientras todas las personas de su entorno tienen vida social, Emma prefiere pasar las horas en la biblioteca.
Todo cambia cuando Eric, el chico que acaba de llegar al pueblo, entra en su vida. Eric es guapísimo y arrollador, pero también esconde muchos secretos y un pasado oscuro por el que tiene que cumplir condena haciendo trabajo comunitario.
¿Podrá Eric sacar a Emma de la burbuja en la que vive? ¿Por qué la relación con Eric es tan complicada y confusa?¿Por qué es tan hermético y enigmático? ¿Qué oculta?»

Seamos honestos: todos sabemos que, con esta sinopsis, no hubiera hecho falta leerme el libro entero para poder sacarme una entrada completa de la manga.

Queridos hierbajos: he vuelto. Y mirad qué cosa tan bonita os traigo como regalo. No, todavía no hemos terminado con el evento Pon una Mala Hierba en tu libro: dado que hablamos de self inserts, en realidad esta crítica nos viene al pelo.

Veamos. Emma es una pobre desgraciada y su vida es un dramón [Zarza: que no un Dramión]. Creo que hasta ahí todos lo hemos entendido. Ahora bien, el hecho de que Emma no haga «lo propio de su edad» (lo que quiera que sea eso) no es tanto una cuestión de tiempo como de que sencillamente no le interesa: porque tiempo tiene para hacer las cosas que sí le gustan además de sacarse el Bachillerato (lee, lleva un blog, graba vídeos, pasa horas en la biblioteca [como bien dice esta sinopsis tan mentirosa y contradictoria]). Quiero decir que no es que la pobre muchacha tenga que estar 24/7 pendiente de su padre discapacitado y su hermana anoréxica rehabilitada. Tampoco nos pasemos: también tiene una tía (tutora legal) perfectamente funcional, aparte de otras consideraciones (como el hecho de que el padre discapacitado está internado durante la semana en una residencia, la familia sólo se ocupa de él los fines de semana).

Jacob después de comerse a todos los vampiros.
Aparentemente, sin embargo, TODO cambia cuando aparece el pipiolo de turno. ¿Todo lo anterior? ¿La madre de Emma ya no está muerta, el padre ya no está discapacitado, Emma tiene mucho tiempo para hacer las cosas «propias de su edad», la Literatura ya no le anima los días, los libros dejan de ser su refugio para ser su trampa mortal, deja de ir a la biblioteca…? Se trata de un pipiolo «guapísimo», «arrollador» (sorprendente giro argumental) y, visto lo visto, mágico. Además es MISTERIOSO porque guarda un SECRETO, y es malote porque tiene un «PASADO OSCURO» [nunca descubrió el interruptor la luz]. Y Wannabe se desmaya de gusto. Creo que todos seguimos entendiendo la situación. [Por cierto, ¿os irrita tanto como a mí la fijación que muestran los libros y sus sinopsis con el físico de la gente? La Wannabe sólo tiene que ser coñaza: lo habitual es que sean guapas para que así sus lectoras se sientan mejor, pero se quiere presentar como que su físico no importa porque estos son libros principalmente escritos por mujeres y dirigidos a un público femenino adolescente que quiere pensar que son progres o algo y están luchando por la liberación de la mujer de la obsesión estética tradicional. El chico, sin embargo, siempre tiene que ser el más guapo, atractivo y carismático de todo el lugar. La vida sería mucho más aburrida sin un poquito de doble moral aquí y allá.]

Pero sobre todo, sobre todo quiero hablaros de las preguntas que nos lanza el sinopsista:




«¿Podrá Eric sacar a Emma de la burbuja en la que vive?». ¿Alguien le ha preguntado a Emma si quiere salir? Hay que joderse con este afán de extroversión que nos predican, macho. A mí el que me toque la burbuja lo mismo se lleva un mordisco.


«¿Por qué la relación con Eric es tan complicada y confusa?». Oh, esta es difícil. Me lanzaré intrépidamente a la piscina y diré algo descabellado: es posible que tenga que ver con el hecho de que aquí el colega tiene antecedentes delictivos, así que muy estable igual no es. Idea loca, la mía, lo sé.

«¿Por qué es tan hermético y enigmático? ¿Qué oculta?». Estas dos preguntas, en realidad, son una muestra bastante buena del principal problema que tiene la protagonista de esta novela. Lo que la sinopsis llama «hermético y enigmático» es simple vergüenza, remordimiento y puto DERECHO A LA INTIMIDAD, cosa que a la protagonista le cuesta un mundo comprender, se diría. La gente tiene derecho a la privacidad, ya veis [sí, lo sé: privacidad, otra de mis locas ideas].

Total, apuesto a que algún alma malvada se habrá sorprendido de que este libro no haya pasado a engrosar las filas de Innombrables[algún alma malvada aparte de mí, quiero decir: yo, como mínimo, sí estoy sorprendida]. La verdad es que tenía unas expectativas nefastas con respecto a este libro antes de leerlo: con todo el tinglado que se montó en su día por Twitter yo me temía que fuese otro After más, continuando con la espiral descendente del género. Sorpresa: es una lectura francamente anodina.

Nos encontramos ante un texto de pésima calidad literaria y algunos comportamientos y actitudes muy reprochables, pero lo he visto mucho peor. Incluso hay algunos aciertos fortuitos nada desdeñables.

Vayamos por partes, como siempre.

De la trama creo que no hay ya más que decir: la vida de la prota es un drama y entonces se muda al pueblo el chico malote y se hacen tilín, y como él es malote pues las cosas son muy complicadas y hay más drama. Al final el amor siempre triunfa. Fin.

La historia tira de todas las posibles coincidencias literarias y humanas para asegurarse de que el mundo entero revuelva en torno a la pareja y que se encuentren uno al otro en todas partes, por no hablar de a familiares y amigos fortuitos.

Del núcleo. Tengo así como la sensación de que la autoras pretendían impartir algún tipo de enseñanza moral con esta historia. En serio. No termino de ver claro cuál es en concreto, pero me da en la nariz que realmente querían hacer una historia con moraleja (seguiría sin ser un núcleo realmente, pero menos da una piedra): parece algún tipo de reacción edulcorada a todas estas relaciones abusivas y controladoras que se han vuelto últimamente tan populares en literatura. La protagonista se rebela (un poco) contra el supuesto abuso de él y trata de hacer valer su identidad y que se respeten sus necesidades emocionales. Como idea no es revolucionaria, pero supongo que sí necesaria, visto cómo anda el percal en tiempos recientes; aunque en el caso de esta historia en concreto no tendría ningún sentido ni aunque lo hubiesen sabido hacer mejor (más adelante os explicaré por qué no tiene sentido).

También es posible que esta intuición mía esté alimentada por el hecho de que, en el epílogo, las autoras nos destripan de palabra el mensaje de la novela: tenemos que superar nuestros fantasmas y empezar a vivir de nuevo. Ah, y el amor es lo más chupi-guay e inexorable del universo. Todos los conflictos pretendidos por las autoras quedan resueltos en el epílogo. Le echábamos de menos, Abraham Simpson.

La voz narrativa: protagonista Wannabe narrando en primera persona presente. La autoridad racional se basa en el conocimiento del mundo blogger/booktuber. La autoridad emocional se encuentra en la escalofriante personalidad adolescente. También se cuelan cambios de textura por medio de mensajes de Whatsapp que siguen dando sensación de adolescencia. El texto en general es tan pobre que la verdad es que hace mucho de menos la autoridad de la voz, pero la autoridad por sí misma está bien establecida a lo largo de la novela: queda más que claro que esta chica tiene los conocimientos necesarios como para contarnos un dramón adolescente de booktuber (no por nada este libro es bastante self insert de las autoras en sí mismo). El hecho de que la chica sea booktuber no tiene en realidad importancia para el núcleo de la novela, pero eso es otro tema.



Los personajes tampoco son lo peor de esta historia, definitivamente. Cuando la prota va a la Blogger Lit Con y empieza a salir gente de debajo de las piedras como que yo ya me perdí bastante (sobre todo porque no me importaba un carajo y ya hacía mucho que estaba saltándome párrafos enteros). Al margen de eso, sorprendentemente aceptable: personajes en general discernibles, si bien muy poco esbozados[y el booktuber mejicano me da la sensación de que tiene un discurso un pelín exagerado, pero qué sé yo].

Hasta donde yo puedo ver, no parece que las autoras tengan ni la más remota idea de cómo se hace una adecuada selección de elementos para presentar a un personaje, pero el resultado al tuntún no les ha terminado de salir tan rana. La protagonista, en particular, yo diría que es la joya de la corona dentro de la novela: como vengo diciendo, no parece que las autoras tengan demasiada idea, a juzgar por el conjunto, pero este personaje es la prueba de que hasta un reloj estropeado de vez en cuando marca la hora correcta.

Emma, la protagonista, es una de esas adolescentes recalcitrantes: tiene un filtro de realidad distorsionada en la que se cree que sus vigas personales están todas en los ojos ajenos, hace gala de doblepensamiento, no respeta el derecho a la privacidad y el espacio personal de la gente a su alrededor (en especial esto se ve en su trato con el pipiolo), interpreta las cosas como le da la real gana, habla y piensa de sí misma como una criatura especial y original y única cuando sus acciones demuestran que es una persona perfectamente anodina y sin interés y cuyo único rasgo distintivo son sus dramas familiares (los cuales no son mérito suyo) y en general inmadura y egoísta. Es, en definitiva, un personaje maravilloso. Y yo quise matarla durante cada maldita página porque no había quien le aguantase una palabra más.

El chico, en otro orden de cosas, es otro de estos personajes traumatizados con su pasado. Sus miserias personales revolucionan en torno a eso y eso es todo lo que se muestra de él como persona. Se diría que no tiene personalidad más allá de ser la encarnación de alma perdida en la que la protagonista Wannabe pueda ver colmadas sus ansias de significar algo para alguien, de ser el único copito de nieve especial que vea lo bueno que es este personaje en el fondo, que sólo necesita ser rescatado de su vida y sus tragedias (porque anda que la vida del pipiolo es otro drama, podrían montarse cada uno su propia telenovela mejicana y se sacarían una pasta, neta [wink, wink]).

Los dos personajes principales evolucionan: en el epílogo, concretamente, las autoras nos aclaran que ambos deciden superar sus traumas personales y empezar a vivir «de cero» juntos[necesitarán una canguro con mucha paciencia para que les cambie los pañales]. No obstante, y olvidando el escalofriante epílogo, la protagonista femenina ya tenía su evolución narrativamente encantadora: se daba cuenta de que el amor no es una varita mágica que todo lo arregla y sigue jodida con sus miserias. Por desgracia, el tiempo siguió pasando y el reloj seguía parado: así es como terminamos con el epílogo y se acaba la fiesta.

Paso a hablaros de la prosa: plana. El 90% de la novela son escenas sin justificación narrativa, no hay selección de elementos ni intencionalidad de ningún tipo, resumen narrativo a manos llenas, received text, drama llama y pensamientos adolescentes… No dejaba de clavárseme en los ojos el anglicismo del «Yo…». En fin.

[A partir de este punto, there be SPOILERS. Procede bajo tu responsabilidad.]

La novela está dividida en cuatro partes acompañadas por un prólogo y un epílogo. Bien, tanto el prólogo como el epílogo habría que quemarlos con un mechero de metano y luego esparcir las cenizas para asegurarnos de que no vuelvan radioactivo algún inocente campo de cultivo. El prólogo, porque es innecesario en términos narrativos ya que toda la trágica historia del accidente de coche de los padres te la van a repetir hasta en la sopa durante el transcurso de la novela. El epílogo, porque tira por tierra y pisotea con saña los pocos aciertos fortuitos que las pobres autoras habían tenido la chiripa de manejar durante el resto de la historia. Y respecto a la división en cuatro partes… La primera parte es como un prólogo extra, y tan innecesaria como el prólogo real a nivel narrativo. La segunda parte sería la historia de amor en sí: al principio rozan (más bien él es borde y ella acosa), luego salen y luego las cosas se tuercen. La tercera parte es una oda a la Blogger Lit Con, aquí se aprovecha para meter una reflexión explícita con mucho resumen narrativo y explicaciones en la que la prota hace balance de su relación fallida y llega a la conclusión de que es una relación tóxica y que está mejor sin el chico (y de paso se pilla un mozo nuevo para pasar el mal trago).La cuarta parte presenta el desenlace de los diversos conflictos: la prota se da cuenta de que el chico del rebote no le gusta tanto después de todo y de que sigue obsesionada con el pipiolo malote, se descubre lo que quedaba por descubrir del misterioso secreto del pipiolo malote, la prota y el pipiolo malote tienen un encontronazo y queda claro que no pueden volver a salir porque hay cosas que no saben o pueden perdonarse.

Bueno, y hasta aquí la crítica. Ahora, a ver qué cosas tengo apuntadas que merezca la pena señalar más acusadoramente con el dedo:

Cuando a las autoras les da por ponerse poéticas:«unos labios carnosos que encierran unos dientes blancos» [Zarza:¡no podéis salir!], «unos ojos azules tan oscuros como bonitos, custodiados por unas pestañas espesas» [Zarza: ¡¡¡no podéis salir!!! Empieza a apreciarse un patrón], «Después miro sus ojos, que están apagados [Ortiga: ah... esos problemas con los interruptores]. Algo ha pasado durante estos meses, pues lo veo totalmente consumido. No sé si será por lo que se comenta por ahí: las drogas, la cárcel, o qué, pero algo le pasa a Eric [Ortiga: Algo pasa con Mary Eric D:]».

Selección de elementos:«—Estate quieta y sígueme la corriente —susurra en mi oído muy bajito. Su aliento huele a menta». Gente que huele por las orejas. ¿Quién soy yo para juzgar?

Durante la historia no dejan de pasar cosas que no tienen sentido, ya sea porque nadie se cree tanta coincidencia fortuita o porque no tienen puto sentido a secas.
En el primer encontronazo de los dos pipiolos, él la placa contra una pared y ella se deja sobetear alegremente por él con toda la cachaza del mundo (claro, como está bueno, se le consiente todo). Hay alguna escena más a lo largo de la historia que es también fundamentalmente violenta y de acoso por parte de él, pero a mí haciendo cuentas me parece que la que peor parada sale es ella, la verdad.
Tras el primer encuentro, él le ha metido un paquete de droga en el bolso a ella, la tía de la prota se lo encuentra y pone el grito en el cielo, no obstante escandalizarse debe de ser por guardar las apariencias porque bien que le deja que se quede la hierba.
La gente se relame los labios cuando piensan en que quieren besarse (wtf).
El pipiolo se pasa meses sin poner un pie en clase sin que los profesores lleguen a enterarse de qué diablos pasa.
Todo el pueblo se entera del pasado turbio del pipiolo y circulan todo tipo de rumores, pero nadie se entera aparentemente de que la madre tiene cáncer. La curiosidad puebleril es muy selectiva.
La prota se encuentra por la calle a un mujer a la que el coche ha dejado tirada, esta mujer resulta ser la madre del pipiolo y es amante de Jane Austen como la prota, así que se hacen amigas del alma instantáneas y la mujer invita a la prota a cenar a su casa un día.
Las autoras intentan convencernos de lo especial que es su protagonista poniendo a otros personajes a mencionar su originalidad, como cuando la prota va a un evento literario a conocer a una autora a la que admira, le hace una pregunta perfectamente anodina que yo misma he escuchado hacer montones de veces (y eso que no voy a eventos) y la autora le dice que es una pregunta fantástica que muy poca gente le hace.
La prota va un día a visitar el campus de la Complutense en Madrid y allí se encuentra con un muchacho que se le sienta al lado en la calle y se pone a darle palique («Nunca te he visto por aquí, ¿qué estudias?», ¡nunca te había visto por aquí!, ya sabes, me conozco a todos los miles de estudiantes que pasan por aquí cada día). Este muchacho fortuito, casualidades de la vida, más adelante resultará ser un amigo del pipiolo malote.

La profesora de Lengua se pone a meterse con la literatura juvenil en clase, lo cual no es sino una excusa para que Wannabe se ofusque mucho y defienda sus maravillosos libros. La prota y el pipiolo debaten y el pipiolo está de acuerdo con la prota, porque es un chico sensible que lee poesía y tal y eso. Pero es que, claro, esto es lo que opina la prota sobre literatura: «Es tan increíble que una misma historia signifique tanto para una persona y que para otra sea un bodrio… Por eso siempre digo que la calidad de un libro depende del lector y que ninguna opinión es la determinante». La verdad es que me he acordado mucho de Common Booktuber durante esta lectura, porque la protagonista encarna muchos de los estereotipos publicados en Twitter (ya sabéis, lo bonitas que son las portadas y ese tipo de virguerías).

En esta historia, la prota es la puta colgada acosadora. Al margen del debate en clase, cuando tiene lugar el episodio que os copio a continuación los personajes deben de haber intercambiado no más de diez frases (en el transcurso de varios meses):


«Está sentado en una de las mesas de estudio y tiene la cabeza apoyada encima de una pila de libros de texto y apuntes. Está dormido con la boca entreabierta y su expresión relajada y pacífica hace que parezca un angelito. Está muy mono.
Sin pensarlo mucho, miro mi móvil y me decido a hacerle una foto. No quiero olvidar la expresión de su cara en estos momentos». Y… sí, este es uno de los motivos principales por los que creo que no se les debe comprar un móvil a los niños pequeños (menos uno con cámara): no tienen la madurez emocional como para comprender la responsabilidad que implica tener este tipo de tecnología a su alcance y actuar en consecuencia. Sin mencionar, puta colgada, que estás enferma.

Al tomar la foto, el teléfono suelta el flash, claro, porque además la pobre desgraciada es tan gilipollas que no sabe cómo ser sutil y controlar su móvil ya que se pone a hacer el gilipollas. Y porque además la historia tira a base de este tipo de parches literarios. Así que él se despierta: «No puede ser. ¿Cuántas veces me va a pillar Eric in fraganti espiándole? Si yo fuera él, me empezaría a mosquear…». Ya, y si yo fuera tú, me preocuparía más por la parte del espiar que por la de él dándose o no cuenta.

¿Os acordáis de que la prota ha sido invitada a casa del pipiolo a cenar? Pues el pipiolo no quiere que vaya, pero a ella se la suda ampliamente porque le importa una mierda el espacio personal ajeno, entre otras muchas cosas, y entre medias de él pidiéndole que por Dios le deje en paz de una vez, ella no puede evitar fijarse en lo guapo que es, lo bien que le queda siempre la ropa que lleva, cómo tal o cual cosa conjunta con sus ojos… «Está tan guapo con esa camiseta azul oscura que se ajusta a su cuerpo». Emma es un buen personaje, pero si crees que esto es normal/aceptable yo creo que deberías hacértelo mirar.

Durante esa cena forzosa, el pipiolo no deja de ser borde e irrespetuoso con la prota en presencia de los padres de él. Los padres se dedican a defender a la chica, le dicen sin mucho empeño al niño que cierre la boca, y por último la madre llega al extremo de decirle a la prota que el chico realmente la aprecia a pesar de tratarla así. Esto del «se mete contigo, pero en el fondo le importas» es una frase recurrente que tenemos que oír por parte de diferentes personajes a lo largo de la novela, y admitiré que no deja de ser sorprendente: ¿cuánto puede llegar a importarte una persona con la que apenas has cruzado diez frases en el transcurso de varios meses? Además, su comportamiento desagradable ni siquiera tiene el componente constante y obsesivo del tipo de relación tóxica que las autoras parece que estén intentando vendernos: él no va buscando a la chica, simplemente es borde cuando tienen la desgracia de cruzarse y principalmente si ella está haciendo algo irritante (perturbar el silencio de la biblioteca, invadirle la casa sin importarle la privacidad del chico…), de hecho la que va intentando buscarle es ella. Y luego de cuando en cuando se morrean, según con qué pie se levante el día [pero entre tanto él se lía también con otras tías, y la prota sabe esto en primera persona]. Un sinsentido todo ello, francamente.

Entre los numerosísimos clichés literarios y acontecimientos fortuitos que plagan la novela está el momento en el que (aun habiendo cruzado poco más de diez frases) la prota le cuenta al pipiolo toda su trágica historia familiar y entonces se siente a gusto y segura y como si se conocieran de siempre. «Eric se levanta y se sienta a mi lado. Ahora nuestros hombros se rozan y, por alguna razón, me siento segura estando cerca de él». Ya, por alguna razón literaria. Ella sigue contando la trágica historia de cómo su tía tiró todas las cosas de la madre para intentar librarse del dolor. «No sé por qué me he sincerado de esta manera». Yo sí.


Y luego, de repente, un día están ya saliendo.

«El sol está en lo alto haciendo que el pelo de Eric brille como nunca.
Hemos vuelto a saltarnos las clases, hemos vuelto a "no pensar", hemos vuelto a pasar un día inolvidable». Nada nuevo bajo el sol. Sigue, sigue.

«Eric me hace sentir mariposas en el estómago. Suena muy cursi, pero es la verdad». No, no suena cursi: suena plano, repetido y poco original. Y tampoco es la verdad, si tuvieras mariposas en el estómago, dudo que se sintiese así

También nos cuentan una escena de sexo en modo resumen narrativo paleto, y no podrían faltar las típicas frases de «oh, Pichurri, si sigues así no podré controlarme», «oh, Pichurro, no quiero que te controles». Y comienza así el siguiente capítulo al revolcón: «Todavía siento sus dedos en mi piel. La experiencia que viví anoche fue mágica». ¿Tu madre ha vuelto a la vida, tu padre ya no está discapacitado y los libros se han convertido en tu trampa mortal? Ojalá [Zarza: Pequeño Espasa, ¡confiamos en ti!].

El caso es que el gran secreto traumoso que guarda el pipiolo malote es que una vez salió a carretera borracho y tuvo un accidente. Y esto es un deal breaker para la prota por lo del accidente de sus padres (se la pegaron cuando un conductor borracho se salió de su carril y se empotró contra ellos). Más adelante se siguen desvelando detalles de este accidente del chico: iba en moto con su novia de entonces, dieciséis años debían de tener o algo así, y ella la palmó. La cosa es que el pipiolo y la prota cortan muy dramáticamente. Ella se va a continuación a la Blogger Lit Con y allí conoce a un booktuber famoso del que se hace colegui (y posteriormente colegui con derecho a roce) y le cuenta la trágica historia de amor que ha vivido y entre ambos llegan a la conclusión de que la relación era tóxica y que el pipiolo malote es un mentiroso que ha estado engañando a la prota compulsivamente todo ese tiempo. Y siguen y siguen llamándole mentiroso a cada vuelta de hoja, cosa que ni siquiera es cierta: hay una diferencia entre mentir y no querer contarle a alguien un episodio traumático de tu pasado. Como digo, la gente tiene derecho a su intimidad, malditos desquiciados.

Así que, sí, este es el motivo por el que en mi opinión no tiene sentido que se utilice esta historia como muestra de reacción contra una relación abusiva, porque la verdad es que la protagonista me parece considerablemente más abusiva que el chico.Él es gilipollas perdido también, no me malinterpretéis, y luego además hay una escena bastante out of character en la que de pronto a él le da un jamacuco y se pone en plan exnovio loco, posesivo y celoso, cosa que no encaja demasiado con su presencia en la novela hasta ese momento, parece que esté puesto con toda la intención del mundo para intentar convencernos de que efectivamente es un maltratador, pero en fin. En la historia que yo he leído, la relación es tóxica no porque él sea un sicótico de estos tan populares ahora, sino porque es una persona que se encuentra en un momento de su vida en el que es física y emocionalmente autodestructivo, pero no intenta activamente arrastrarla a ella con él; y en todo caso la protagonista no tiene un problema con la autodestructividad de él (el instinto de Wannabe, ya lo hemos hablado) sino que el problema viene de que el trauma de él entra en conflicto con el trauma de ella, y entonces ella se dedica a llamar tóxica a la relación porque opina que el chico la ha estado mintiendo (cosa que, ya lo hemos hablado también, no es cierta).

Ahora bien, el que sí que es un maltratador bipolar en potencia y no hacen más que darle piradas de pinza y cambios de humor repentinos es al booktuber que se liga la prota en la BLC y a ese nadie le dice que está de la olla (que falta le hace). Lo cual apoya mi teoría personal de que la protagonista no sería capaz de identificar una relación tóxica ni aunque se le apareciese vestida de orquesta humana en mitad de la biblioteca y la placase al más puro estilo rugby.

La protagonista tiene además recurrentes pensamientos de autovalidación a través de sus conexiones sentimentales con el sexo opuesto. Y yo odio a todo el mundo y los mataría con una cuchara. Ejemplo: «Después de acabar al conversación con Gabriel, me he dado cuenta de cuánto me llena ese simple hecho. Estos días que no he hablado con él han sido como días vacíos».


Chichómetro: no, padre.

Potabilidad: se puede potar.

Carcajadas: 3/10

Otras páginas que tienen publicadas críticas o reseñas de este libro, por si os interesa contrastar: Flota con un libro, Finding books, El Rincón.

El Hardin de las Malas Hierbas, After - La fiesshta

$
0
0
Bu.

He metido en esta entrada todos los capítulos de la fiesshhta, por tenerlos agrupaditos y tal.

Procedamos, pues.


Capítulo 7

Hardin ya ha entrado en la casa y ha desaparecido de mi vista, cosa que me parece terrible, porque no he podido darle el recado de Ortiga. Agh. Hace gente. Hace tanta gente que voy a gritar. Sigo a Steph y a Nate hacia el atestado salón y alguien me entrega un vaso rojo, del que evidentemente no pienso beber (para algo vi Veronica Mars de adolescente). Así que lo dejo sobre una superficie cualquiera y sigo recorriendo la casa con ellos. Nos detenemos cuando llegamos junto a un grupo de gente apiñada en un sofá. Todos llevan tatuajes, como Steph.

Hardincillo está sentado en uno de los brazos, pero me dedico a ignorarle mientras mi compañera de cuarto me presenta al grupo.

—Ésta es Zarza, mi compañera de habitación… y Emperatriz del Mal. Llegó ayer, así que quiero que se lo pase bien en su primer fin de semana en la WCU —explica.

Oh, tenía mis dudas de que fuera a decirlo, pero por lo visto es una chica de palabra. Para la próxima fiesta me animaré a pedirle algo más laborado.

Un par de personas parpadean. El cretino ha alzado tanto las cejas que están a punto de desaparecerle en el pelo.

Uno por uno, me saludan con la cabeza o me sonríen inseguros. Todos ellos parecen bastante descolocados. Un chico muy atractivo con la piel aceitunada me tiende la mano y estrecha la mía en un alarde de cercanía y espontaneidad. Si yo les hablara de los dos besos españoles… La mano del chico está algo fría por la bebida que estaba sosteniendo, pero su sonrisa es cálida. La luz se refleja en su boca, y me parece atisbar algo de metal en su lengua, pero cierra los labios demasiado rápido como para estar segura.

—Soy Zed. ¿Cuál es tu especialidad? —me pregunta.

Iba a responderle que se me da terroríficamente bien caminar a oscuras, pero entiendo en el último momento que se refiere a mi carrera. Advierto que repasa con la mirada mi recatada ropa y sonríe ligeramente, pero no dice nada.

—Filología, aparentemente —digo.

Hardin resopla.

Dios. Y ahora qué tripa se le ha roto.

—Genial —dice Zed—. A mí me van las flores. —Se echa a reír. Yo no.

Los estadounidenses no es que tengan mucha chispa contando chistes.

En fin, me alegro por ti, Flower Power.

—¿Quieres tomar algo? —añade.

—No, no bebo —contesto, y él intenta ocultar su sonrisa.

Sí bebo, pero no aquí, y me niego a aguantar a un montón de gente insistiéndome. Odio a la gente, pero no tanto como odio a la gente que insiste.

—Tenía que ser Steph quien trajera a la señorita Remilgada a una fiesta —dice entonces entre dientes una chica menuda con el pelo rosa.

Señorita. Remilgada.

Vaya insulto de abuela que me acaban de lanzar como quien no quiere la cosa. De hecho, es uno de esos insultos con la asombrosa capacidad de dejar peor a la persona que lo dice que a la persona a quien va dirigido. Es como llamar a alguien carca. O super pija de la muerte. Estos estadounidenses…

Me encojo de hombros y miro fijamente al retaco del pelo chicle.

—Ya, bueno, no todo el mundo puede emborracharse con un bombón de licor —Me oigo decir.

Menos mal que no he bebido.

A mi alrededor se hace el silencio y la chica se ruboriza y baja la vista. Ah, el típico complejo de perro pequeño. En fin, qué mejor momento que este para apreciar la belleza del cielo nocturno. En la última fiesta en la que estuve acabé forcejeando con uno de estos ejemplares y lo último que quiero es repetir la experiencia. Al menos en esta casa no hay piscina a la que puedan intentar arrastrarme.

Odio tantísimo a la gente.

—¿Sabéis qué? Me voy fuera —digo, y giro sobre mis talones para marcharme.

—¡¿Quieres que vaya contigo?! —grita Steph a mis espaldas.

En el fondo es un encanto. Le hago un gesto vago con la mano, de espaldas, mientras me dirijo a la puerta. En estos momentos añoro tanto estar en pijama, acurrucada con una novela. Nah, Zarza, piensa en el relato. Va a merecer la pena. Soy una aventurera en un terreno hostil e irritante. Supongo que de estar en mi habitación también podría estar hablando por Skype con Noah, mi supuesto novio, por eso de conocerlo un poco y tal. Argh, cuando pienso que dentro de un rato querré dormir y no podré, me entran ganas de matar a todo el mundo.

Al final decido mandarle un mensaje a Noah, un poco por ver qué me responde, y me acerco a un rincón del jardín que parece menos masificado.

«Ey, ¿qué tal? Yo estoy en una fiesta. Es increíble lo irritante que me resulta todo cuando estoy de mal humor».

Le doy a «Enviar» y me siento en un muro bajo de mampostería para esperar su respuesta. Un grupo de chicas borrachas pasan por delante de mí, entre risitas y tropezando con sus propios pies. Una de ellas lleva una, espero, calcomanía de Hello Kitty en el tobillo. Otra lleva una camiseta de Ariel con gafas de pasta y se ha puesto suficiente maquillaje como para construirse una casa de adobe en un momento. Otra se tambalea como un cervatillo en sus tacones de equilibrista, delicados y transparentes como el cuello frágil de una copa de cristal. Solo que son de plástico y se hunden en la tierra húmeda, salpicando hierba y barro a cada paso. Cielos. Cuánta vulnerabilidad. Me rompe el corazón y me da tanto asco a la vez… Saco a toda prisa mi cuaderno y me pongo a apuntar.

Noah responde al instante:

«¿Qué? ¿Qué haces en una fiesta? Estoy muy decepcionado, Zarza. Dime dónde estás».

WTF.

Parece ser que en esta historia mi padre nos abandonó a los diez años, y por lo visto eso me ha dejado muy tocada, porque salgo con él.

Le respondo por no dejarle con la intriga, porque soy así de benévola:

«En una fiesta :D»

—¡Mierda, perdona! —dice una voz masculina, y un segundo después veo llover sobre mi cuaderno de ideas.

Mi cuaderno.

Joder. Van a rodar cabezas.

—¡Retrasado! —le increpo al desgraciado al que se le ha ocurrido asesinar mi bloc con su bebida. Me levanto de un salto con los hombros tensos, arqueados casi a la altura de las orejas.

El tipo tropieza, se incorpora y se apoya contra el muro bajo.

— Lo siento, de verdad —farfulla, y se sienta. Tiene la cara pálida y suda profusamente. Calculo que va a vomitar en breves, mejor poner a salvo el resto de mis pertenencias.

Mi cuaderno apesta a alcohol, y es un olor dulzón y repugnante. La tinta se emborrona a marchas forzadas. Intento sacudirlo.

Agh, no. Lo que necesito es un secador de pelo.

Entro en la casa en busca de un cuarto de baño. Voy a necesitar un milagro para encontrarlo y otro para que no haya nadie usándolo de picadero. Me abro paso entre el atestado vestíbulo y pruebo a abrir las puertas que me encuentro por el camino, pero gracias a Dios están todas cerradas. Lo que me faltaba a estas alturas es irrumpir en mitad de un polvo.

Estoy tan, pero tan furiosa que veo que me voy a cargar a alguien y ni siquiera se me va a ocurrir limpiar la escena del crimen. No. Estoy tan cabreada que voy a firmar el cadáver.

Me dirijo al piso de arriba y continúo mi búsqueda del baño. Por fin, una de las puertas se abre y me asomo con aprensión.

Como me temía, no es un baño. Es un dormitorio y, para mayor desgracia para mí, Hardin está tumbado sobre la cama, con Mon Cheri a horcajadas sobre su regazo, cubriéndole la boca con la suya.

Dios es un sádico retorcido y yo no debo de caerle muy bien.

Aunque no puedo evitar admirarle como escritor, cosas que pasan.

En fin, Zarza, recuerda: despacito y con buena letra. Hora de hacerse la sueca.


Capítulo 8

La chica del pelo rosa se vuelve y me mira antes de que pueda escabullirme sin ser vista.

—¿Puedo ayudarte en algo? —pregunta con cinismo.

Hardin se incorpora, con ella todavía sobre su torso. Su rostro no refleja diversión ni vergüenza, ni siquiera hastío porque les he interrumpido. Me da un poco de pena ver tanto desapasionamiento, aunque no estoy segura de si por él o por ella.

—Pues… de hecho, sí. ¿Dónde está el baño? —Me niego a sentirme incómoda en esta situación. La integridad física de mi cuaderno depende de mí.

Mon Cheri pega la boca contra el cuello de Hardin, que por algún motivo sigue incorporado, mirándome con cara de póker.

Francamente, eso es incómodo.

—Sigue buscando —dice ella.

Me da pena no tener nada en la mochila que pueda tirarle a la cabeza.

—Mira, Petit Suisse, si no vas a ayudar, no te ofrezcas —replico, poniendo los ojos en blanco. Y salgo de la habitación.

Supongo que podría intentar encontrar a Steph y preguntarle a ella indicaciones para ir al baño. Igual consigo orientarme y todo. Otra opción que tengo es intentar secar mi cuaderno en el horno, o con papel absorbente, en caso de que por un casual me cruce con la cocina.

Resulta que a veces Dios y yo somos colegas, porque bajo las escaleras y la siguiente habitación que me encuentro es, precisamente, la cocina. Y por cierto, está plagada de gente, ya que la mayor parte del alcohol se encuentra en cubos con hielo sobre la encimera, y las cajas de pizza están apiladas sobre los bancos. Uhmmm, pizza.
Tengo que estirar el brazo por encima de una chica morena que está vomitando en la pila para coger un poco de papel absorbente. Lo presiono contra las hojas de mi cuaderno, pero el papel se lleva parte de la tinta. Menudo apaño.

Frustrada, me apoyo contra la encimera y bufo. La chica que está vomitando en la pila pega un respingo y me mira un momento antes de volver a lo suyo.

—¿Lo estás pasando bien? —pregunta Nate mientras se acerca a mí.

Me sonríe con dulzura y da un sorbo a su bebida.

—Sí, yo es que bufo de contento. ¿Cuánto suelen durar estas fiestas?

—Toda la noche... y la mitad del día siguiente. —Se ríe, y yo me quedo boquiabierta.

He cometido un importante error de cálculo. He subestimado el aguante de los universitarios estadounidenses. ¿Cuándo querrá irse Steph? Ostras. Esto podría ser un problema.

—Ya… —murmuro, intentando mantener la calma—. ¿Y quién va a llevarnos de vuelta a la residencia? —le pregunto, consciente de que tiene los ojos inyectados en sangre.

—No lo sé... Puedes conducir tú mi coche si quieres —propone.

Vaya. Qué… generoso.

¿Cómo diablos se conduce un coche sin marchas? ¿Y cómo diantres piensa venir él a recogerlo?

—Gracias, de verdad, pero no creo que vaya a saber arreglármelas con tu coche. ¿A no ser que por un casual tengas uno europeo?

—Es un trayecto corto, seguro que te apañas. Deberías coger mi coche. Tú no has bebido. De lo contrario, tendrás que quedarte aquí. O, si lo prefieres, pregunto por ahí a ver si alguien...

Oh, qué cielo de chico. Dudo mucho que vaya a encontrar a nadie sobrio, pero ganas no le faltan. Si finalmente me quedo aquí tirada voy a intentar pegarme a él.

—No te preocupes. Me las apañaré —consigo decir antes de que alguien suba el volumen de la música y no se oiga nada más que un bajo y unas letras que son prácticamente berridos.

Conforme va avanzando la noche, veo cada vez más claro que voy a tener que descartar la opción de coger un autobús. Me queda por investigar el tema de los taxis o si puedo volver al campus andando. ¡Esto parece un trabajo para Adventurous Zarza!


Capítulo 9

Encuentro el horno, pero está lleno de cacharros y cervezas y hay demasiada gente a mi alrededor como para que me pueda poner a trastear. Después de preguntarle a Nate a gritos un par de veces dónde está el baño, escribo en una página medio seca de mi cuaderno la pregunta. Él asiente y se echa a reír. Aleluya. De pronto levanta la mano y señala hacia la habitación de al lado.

Me vuelvo en la dirección que me ha indicado y me encuentro a Steph. Está bailando con dos chicas sobre la mesa del salón y parece completamente bebida. Un tipo borracho se sube también y empieza a agarrarla de las caderas. Ella se limita a sonreír y a restregar el trasero contra él. No estoy segura de qué tipo de consentimiento puede dar en estas condiciones. ¿Debería bajarla de la mesa?

—Sólo están bailando, Zarza —dice Nate, y suelta una risita al ver mi expresión de inquietud.

—No se trata de eso —respondo—. No estoy escandalizada. Estoy… indecisa.

El que estaría escandalizado es Noah, si estuviera aquí. No hay más que ver el tono paternalista de su mensaje. Probablemente le daría un ataque, y sería tan divertido de ver.

Hablando de Noah. Me llevo la mano al bolso y compruebo mis mensajes.

«¿Estás ahí, Zarza?»

«¿Hola? ¿Estás bien?»

«¿Zarza? ¿Llamo a tu madre? Estoy empezando a preocuparme».

Y… sí. Es oficial: estoy saliendo con mi padre.

Aparentemente tengo un madre loca, así que lo de llamarla me parece una amenaza seria. No sé si llegaré a tiempo para impedirlo, pero busco el nombre de mi novio en la agenda y pulso la tecla de llamada.

Y no contesta. Maldita sea, seguro que está hablando con la desquiciada. A este tipo pienso dejarlo en breves. Le mando un mensaje para asegurarle que si ha llamado a mi madre me voy a encargar personalmente de matarlo. Y de firmar su cadáver.

—¡Eeehhh..., Zarza! —exclama Steph arrastrando las palabras, y apoya la cabeza sobre mi hombro. El corazón se me sube a la garganta. ¿De dónde diantres ha salido esta niña? Nunca antes había visto a un borracho capaz de semejante sigilo—. ¿Lo estás pasando bien, compi? —Le da la risa tonta, y es evidente que está demasiado ebria—. Creo que... necesito... La habitación me da cuentas, Zarza..., digo, vueltas —dice riéndose, y su cuerpo se inclina violentamente hacia adelante.

Hora de poner pies en polvorosa.

—Va a vomitar —le digo a Nate, quien asiente, la coge y se la echa sobre el hombro.

No soy una experta. Ahora bien, dudo que cogerla de improviso y ponerla bocabajo, con tu hombro en su tripa, vaya a ayudar mucho. Pero, vamos, que es tu camiseta.

—Sígueme —me indica, y se dirige al piso superior.

Abre una puerta a mitad del pasillo y resulta ser el baño, por supuesto. Hago una discreta marca con el bolígrafo cerca del dintel. No pienso volver a perder este cuarto, y desgraciadamente sé que no va a ser gracias a mi sentido de la orientación.

Justo cuando Nate deja a Steph en el suelo junto al retrete, mi compañera empieza a vomitar. Oh. Eso sí que es condicionamiento pavloviano. Eso, o yo tenía razón: a la gente con náuseas no le gusta que se le espachurre la tripa. Me acerco a Steph y le sujeto el pelo rojo para retirárselo de la cara y le hago un moño un poco más práctico. Mientras ella sigue echando hasta la primera papilla, yo me dedico a hurgar por los cajones en busca de un secador. No hay suerte. ¿Estos tipos nunca se secan el pelo?

Después de un rato mirando tristemente mi cuaderno, me doy cuenta de que Steph ha dejado de vomitar, y Nate me pasa una toalla.

—Vamos a llevarla a la habitación que hay al otro lado del pasillo y a tumbarla sobre la cama. Tiene que dormir la mona —dice. Yuju, me va a tocar hacer de niñera—. Puedes quedarte ahí también — añade él, como si me leyera la mente.

Juntos, la levantamos del suelo y la ayudamos a caminar por el pasillo hasta un dormitorio oscuro. Enciendo la lámpara, porque me parece una locura maniobrar con una persona borracha en penumbra, y tumbamos con cuidado a Steph sobre la cama mientras ella gruñe. Nate se apresura a marcharse y me dice que vendrá a ver cómo estamos dentro de un rato. Me siento en la cama al lado de Steph y me aseguro de que tenga bien apoyada la cabeza, no sea que se ponga a vomitar y se ahogue, o algo por el estilo.

Me giro y mi vista repara inmediatamente en las estanterías de libros que cubren una de las paredes. Oh, curioso. Me acerco para ojear los títulos.

Quienquiera que posea esta colección es una wannabe de manual. Son todo clásicos, con una preocupante abundancia de novelas de Jane Austen y las hermanas Brontë. Hay una edición antediluviana de Cumbres borrascosas, muy deteriorada.

Los libros maltratados me dan ganas de leer.

Saco mi libro de la mochila, me siento en la cama y me dejo llevar por las palabras de Cormac McCarthy.

Me quedo tan absorta leyendo sobre hermosos caballos que ni siquiera me percato del cambio en la luz cuando la puerta se abre ni de la presencia de una tercera persona en el cuarto.

—¿Qué coño haces tú en mi habitación? —brama una voz furiosa desde la puerta.

Reconozco ese acento.

Es la señora Doubtfire.

No. Es Hardin. Señor, y ahora qué.

—Te he preguntado qué coño haces en mi habitación —repite con la misma rudeza que la primera vez.

Me vuelvo y veo sus largas piernas acercándose a mí. Me quita el libro de las manos y lo coloca en la estantería.

—¡Oye, tío, que ese es mío! —le increpo, incorporándome de un salto. Agarro mi libro y lo arranco de la balda, abrazándolo contra mi pecho.

Hardin extiende la mano como para quitármelo de nuevo, pero se detiene a medio camino. Frunce el ceño.

—¿Qué?

—Que este lo he traído yo de casa —insisto. Abro la cubierta y le señalo con el dedo mi nombre escrito en una esquina. Luego voy pasando las hojas y le enseño mis dibujos en los márgenes y las anotaciones—. Es mío. ¿Ves? No me lo quites.

Parece que durante un momento no sabe qué decir. Finalmente señala una de las páginas con una sonrisa entre incrédula y socarrona.

—¿Eso es un gato con gabardina?

—Uhm. ¿No? —Señalo un dibujo que ocupa toda la hoja; los trazos de lápiz pasan sobre el texto impreso—. Es un muchacho montado sobre un caballo de nubes y tempestad. Están galopando con el viento para huir de los relámpagos, pero no pueden, porque el caballo está hecho de la misma tormenta y el espíritu del chico también.

Al principio no responde. Observa fijamente el dibujo, la boca fruncida. Dice:

—No, ah… Me refería a ese —Apunta con el dedo a un garabato en una esquina.

—Ah —Lo miro de cerca—. Sí, es un gato con gabardina.

Nos quedamos callados. Si fuera Steph me estaría haciendo la ola. Este es un público poco entregado.

Aprovecho para guardar el libro en mi mochila. Por si acaso.

Hardin se aclara la garganta y se cruza de brazos. Levanta la barbilla y me observa desde arriba.

—Bueno. Que te he preguntado ya tres veces que qué coño haces en mi habitación. No sé a qué esperas para responderme.

Pero cómo se puede tener tanto morro.

—Ya… Verás, no soy yo precisamente la que tiene antecedentes de sordera con este tema. Sé un poco consecuente con tus actos. Dios. No me puedo creer el numerito que me has montado antes, en la residencia. ¿A ti te parece normal que alguien te diga que te vayas de su habitación para que pueda vestirse y tú te niegues? Evidentemente no, porque aquí estás, todo cabreado porque el señor tiene a alguien en su cuarto. Hipócrita.

—Mira, Zarzarilla, si eres una mojigata… —Avanza hacia mí y hay algo profundamente violento y condescendiente en su tono de voz y en su forma de moverse que me pone los pelos de punta.

Lo cual solo me cabrea aún más. Adiós instinto de supervivencia. Un placer haberte conocido.

—No actúes como si fueras gilipollas, Hardincillo —le interrumpo, poniéndome de puntillas y enseñando los dientes al hablar—. Tú y yo sabemos que no tiene nada que ver con que yo me sienta cómoda o no estando desnuda delante de un desconocido. Se trata de establecer límites. Si quieres que la gente respete los tuyos, la mínima cortesía es que tú respetes los de los demás. ¡Capullo!

—¡¿Capullo?! —repite con una mueca y los hombros echados hacia delante. Tiene la mandíbula tensa y doy un paso hacia atrás.

Respiro agitadamente. Tengo la adrenalina tan por las nubes que me tiemblan las rodillas y las manos y tengo el cuerpo helado. Aprieto los puños. Zarza, no tirites, esto es ridículo.

Hardin tiene una cara de mala leche que asusta. Se acerca más y suspira sonoramente.

Bah, de perdidos al río.

—Ni siquiera quiero estar aquí. Me has preguntado qué hago en tu cuarto. ¿A ti qué te parece? Ha sido Nate el que ha traído a Steph, que es tu amiga, por cierto, por si te acuerdas, y que está tan borracha que no puede ni tenerse en pie —Señalo la cama y sus ojos siguen la dirección de mi mano—. Y a la que evidentemente no voy a dejar sola porque todo el mundo va desfasadísimo y porque, Dios, ¿sabes cuáles son los ratios de violación en Estados Unidos? Y Nate ha dicho…

—Ya te he oído la primera vez. —Se pasa la mano por el pelo alborotado, claramente contrariado. Aprieta los dientes, pero da un poco menos de miedo que hace un momento.

—Ya, bueno, creo que ya hemos dejado claro cuál de los dos es el que tiene antecedentes de sordera. No me culpes si actúo en consecuencia —Resoplo y me restriego una mano crispada contra la cara—. Mira, siento estar en tu habitación. No sabía que era…

Me quedo callada de golpe. Le miro con los ojos como platos.

—Espera. ¿Esta es tu habitación? ¿Perteneces a esta fraternidad? —le pregunto, incapaz de ocultar el tono de sorpresa de mi voz. Me preocupa un poco que haya tardado tanto en procesarlo.

—Sí, ¿por? —replica, y se acerca otro paso. El espacio que nos separa es ahora menos de medio metro y, cuando intento alejarme de él, mi espalda golpea la biblioteca—. ¿Tanto te sorprende, Zarzarilla?

—Qué va. Esto explica tantas cosas. Hardincillo.

Así a lo tonto me tiene acorralada.

—No sé por qué te molesta tanto. Es tu nombre, ¿no? —Sonríe con malicia, de repente de mejor humor.

Suspiro. Ya hay que ser corto. Esto lo hemos hablado hace un momento.

—No, mi nombre es Zarza. Pero incluso si fuera Zarzarilla, el hecho de que a mí no me guste debería bastar para que tú lo respetes. En especial si te fastidia que te llame Hardincillo.

¿Soy yo o este tipo está cada vez más cerca?

Me escabullo y paso por su lado.

—No puede quedarse aquí —dice, refiriéndose a Steph. 

Vaya una forma abrupta de cambiar de tema.

Cuando me doy la vuelta, veo que Hardin tiene el pequeño aro que atraviesa su labio inferior entre los dientes, como pensativo.

—Creía que erais amigos.

—Y lo somos —dice—, pero nadie se queda en mi habitación.

Eso suena… Ominoso.

Y comprensible. Si yo tuviera gustos tan victorianos para los libros tampoco querría que nadie lo supiera.

Cruza los brazos sobre el pecho y, por primera vez desde que lo conozco, distingo la forma de uno de sus tatuajes. Es una flor, estampada en medio de su antebrazo. ¿Hardin con un tatuaje de una flor? Suena a coña. ¡El Hardincillo ha florecido! Me mondo yo sola.

Se me escapa una carcajada. No sé qué me pasa esta noche. Juro que no he bebido.

—Acabo de caer en la cuenta… Dios, eres de lo que no hay. No quieres que nadie esté en tu cuarto, pero no te importa meterte en habitaciones ajenas a liarte con Mon Cheri. Con el asco que da además que otra pareja use tu cama. ¡Arrggh!

Conforme las palabras salen de mi boca, su sonrisa se va intensificando.

—Si lo que intentas decir es que quieres montártelo conmigo, lo siento, no eres mi tipo —replica.

Hasta luego.

De verdad que no sé por qué me molesto.

—Venga, Hardin, tú y yo sabemos que eres un poco más inteligente que eso —De pronto estoy tan cansada—. En fin..., qué quieres que te diga. Llévala tú a otro cuarto. Yo voy a ver si puedo llamar un taxi o me apaño con el coche de Nate. Si puedo, me la llevo al campus —digo, y me dirijo a la puerta.

Mientras salgo y cierro tras de mí, incluso a pesar del ruido de la música, oigo la burla de Hardin:

—Buenas noches, Zarzarilla.

A tomar por saco.

Me doy la vuelta y, bruscamente, asomo la cabeza por la puerta. Le miro con los ojos desorbitados.

—Ortiga está en camino —anuncio.

Me llevo el dedo índice a los labios y me alejo de espaldas, con la mirada fija en él hasta abandonar su campo de visión. Me encierro en el baño y, entonces, ya sí, rompo a reír salvajemente.


Capítulo 10
Oigo sonar el móvil, y me dedico a buscar desesperadamente en el agujero negro que es mi mochila con la esperanza de coger la llamada a tiempo. Es Noah.

—¿Zarza? Es tarde, ¿estás bien? —dice cuando descuelgo.

—Preocúpate por ti, porque como se te haya ocurrido llamar a mi madre no vas a tener campo para correr —le amenazo.

—Pero ¿qué haces en una fiesta? ¿Te ha llevado esa chica pelirroja?

—Sí, Steph. Te la pasaría, pero en este momento está inconsciente. Y ahora que lo pienso, la he dejado sola con un cretino. Repámpanos. Espero que esté bien.

—Pero ¿cómo se te ocurre salir con ella? Es tan... Bueno, no es alguien con quien tú te relacionarías habitualmente —dice, con tono de reproche.

Es duro ser políticamente correcto cuando estás siendo un capullo.

Voy a contestar a Noah, pero entonces alguien intenta abrir la puerta del baño y me pongo en guardia. Que no cunda el pánico. A lo mejor si no me oye se va.

La manilla vuelve a moverse.

—¡Un momento! —le digo a la persona que está fuera.

Me miro en el espejo y me doy cuenta de que, como siempre, se me ha emborronado la raya. Esa es una de las razones por las que no suelo maquillarme. Otra de ellas es mi pereza infinita. Me restriego los párpados con el dedo.

—Ahora te llamo; alguien necesita entrar en el baño —le digo a Noah, y cuelgo antes de que proteste.

La persona que está al otro lado de la puerta empieza a aporrearla. Dios, hay pocas cosas en este mundo que odie más que la gente que aporrea la puerta de los baños. Lo ooooodio. Lo odio con toda mi alma. ¿Qué crees que puede estar haciendo alguien ahí dentro, genio? ¿Jugar al parchís? ¿Hablar por teléfono?

…Oh.

Bueno, qué diantres, quienquiera que esté aporreando la puerta no puede saber que estaba hablando con mi futuro exnovio. Gruño en voz alta y abro.

—¡He dicho un mom...!

Me detengo al instante al encontrarme de frente con unos penetrantes ojos verdes.

A este tipo voy a regalarle una trompetilla.


Capítulo 11

No, no es Steph, que por un milagro ha vuelto al mundo de los vivos. Estos ojos verdes son de Hardin, y no los tiene feos. Me mira con sorpresa y aparta la vista rápidamente cuando paso por su lado.

Me agarra del brazo y trata de meterme de nuevo dentro.

Da fuq.

—¡Ey! —grito soltándome de un tirón—. Pero ¿qué cable se te ha cruzado?

—¿Has estado llorando? —pregunta en tono curioso.

Raya, yo te maldigo.

—Uhm, no.

Se coloca delante de mí, y su alta figura bloquea mis movimientos.

¿Por qué todo lo que hace Hardincillo es tan rapey? Esa es la cuestión.

—Si quieres hablar conmigo puedes decirlo —le informo, cruzándome de brazos—. Es muy siniestro y muy, muy amenazante que utilices la fuerza física o ese lenguaje corporal tan invasivo para hacerme entrar en una conversación. O para impedirme que la abandone.

Una chispa de confusión se refleja en su mirada antes de abrir la boca. Se queda observándome durante un instante antes de hablar.

¿Mensaje recibido?

—Hay una habitación al final del pasillo donde puedes dormir. He llevado a Steph allí —se limita a decir.

Espero un segundo a que diga algo más, pero no lo hace. Simplemente me mira.

Pues nada, creo que hace tiempo que las líneas están cortadas.

—Vale, gracias —digo, y se aparta de mi camino.

—Es la tercera puerta a la izquierda —me indica. Después se marcha por el pasillo y desaparece en su cuarto.

Oh, eso ha sido muy útil. Me gusta cuando la gente es útil.

La tercera habitación a la izquierda es un dormitorio sencillo, mucho más pequeño que el de Hardin, y tiene dos camas. Se parece más a las de la residencia que al amplio espacio del que disfruta él aquí. Steph yace tumbada en la cama que está más próxima a la ventana, de modo que me quito los zapatos y la cubro con una manta antes de cerrar la puerta con el pestillo y de tumbarme en la otra.

Me quedo dormida en aproximadamente diez segundos.

Es una siesshhta.


Capítulo 12

Al despertarme necesito un momento para recordar los acontecimientos de la noche anterior que me llevaron a este extraño dormitorio. Steph sigue dormida, roncando sonoramente con la boca abierta.

Me desperezo, porque hay pocas más maravillosas que desperezarse.

Decido averiguar cómo vamos a volver a la residencia antes de despertar a Steph: lo último que quiero ahora es lidiar con una resaca. Me pongo rápidamente los zapatos, cojo la mochila y salgo del cuarto. Espero encontrar a Nate, o al menos su coche. ¡Adventurous Zarza!

Sorteo los cuerpos durmientes que hay en el pasillo y me dirijo al piso inferior después de haber sacado unas cuantas fotos con el móvil. Esto es oro.

—¿Nate? —lo llamo con la esperanza de oír una respuesta. Estaba borracho, no creo que haya podido volver a casa.

Hay al menos veinticinco personas durmiendo sólo en el salón. El suelo está repleto de vasos rojos de plástico y de basura, y francamente, parece el apocalipsis. Por lo que me había dicho Nate esperaba que esto estuviera vivo hasta mediodía. Me siento estafada.

Espera, ¿qué hora es?

Un pensamiento: la gente inconsciente estorba. Sortearlos sin pisarles la cara requiere de una paciencia y una pericia que no creo poseer.

He perdido la cuenta de cuántos vasos he volcado en mi exploración. Limpiar después de una fiesta tiene que ser un infierno. Me tapo la boca con la mano al bostezar.

—¿Qué tiene tanta gracia?

No me estaba riendo, pero vale.

Hardin acaba de entrar en la cocina con una bolsa de basura en la mano. Pasa el brazo por la encimera y deja caer los vasos en el interior.

Oh, qué responsable y madrugador ( al menos en comparación con la marabunta de zombies que hay por el suelo. Sigo sin saber qué hora es). Le veo muy apañado limpiando, aunque eso de leer mis emociones sigue sin ser lo suyo.

—Muchas cosas —digo, encogiéndome de hombros—. ¿Sigue Nate por aquí? ¿O su coche?

No me contesta y continúa limpiando.

Trompetilla. YA.

—¿Está o no por aquí? —pregunto de nuevo, esta vez medio bufando—. Cuanto antes me respondas, antes me marcharé. Y menos probabilidades habrá de que te arranque una oreja.

—Vale, ahora tienes toda mi atención —Oh, no sabía yo que lo de la oreja fuera una amenaza con tanto fundamento—. Pues no, no está. No vive aquí. ¿Te parece el típico chico de fraternidad? —dice con una sonrisa maliciosa.

—No, no tiene aspecto de violador en potencia —le espeto riéndome, y su mandíbula se tensa.

Se acerca a mí, abre el armario que tengo junto a la cadera y saca un rollo de papel de cocina.

—Oye, ¿qué dijimos ayer sobre el lenguaje corporal invasivo? Si necesitas que me aparte basta con que hables —le comento—. Por cierto, ¿hay alguna parada de autobús por aquí cerca?

—Sí, a una manzana.

Lo sigo por la cocina.

—Ajá. ¿Y podrías decirme dónde está la parada?

—Claro. Está a una manzana de distancia. —Las comisuras de su boca se curvan hacia arriba, mofándose de mí.

—A los ingleses tampoco se os da muy bien el tema de los chistes —comento pensativamente.

Hardin frunce el ceño.

En fin, seamos realistas. Cualquier indicación de buena fe que me hubiera dado habría resultado igual de útil para mi sentido de la orientación que la gracia que me acaba de soltar. La solución es siempre Google Maps.

Pongo los ojos en blanco y salgo de la cocina.

Me dispongo a despertar a Steph, quien lo hace con sorprendente facilidad y me sonríe. Oh. Una resacosa amable. Cuándo cesarán los milagros.

—Hardin dice que hay una parada de autobús por aquí cerca —le digo mientras bajamos la escalera juntas—. Pero igual podemos ir dando un paseo.

—No vamos a coger el puto autobús. Uno de estos capullos nos llevará a la residencia.

Eso ya suena más a resaca.

—Seguramente Hardin sólo te estaba tomando el pelo —continúa. Y apoya la mano en mi hombro. 

Y yo miro su mano. En mi hombro.

Ehh… sí, definitivamente. Pobrecita yo. Ha sido traumático.

Cuando entramos en la cocina y vemos a Hardin sacando algunas latas de cerveza del horno, Steph se cruza de brazos.

—Hardin, ¿nos puedes llevar de vuelta ahora? Me va a explotar la cabeza.

—Claro, dame un minuto —dice él, como si hubiese estado esperándonos todo el tiempo.

Durante el trayecto de vuelta a la residencia, Steph se pone a tararear la canción heavy que está sonando a través de los altavoces y Hardin baja las ventanillas. Se pasa todo el camino callado, tamborileando absorto el volante con sus largos dedos.

Yo me giro hacia mi ventana. Sacudo la cabeza y el pelo vuela a mi alrededor. Me río.

—Luego me paso, Steph —le dice Hardin a mi compañera cuando ella baja del coche.

Me encanta que me consulten.

Ella asiente y se despide de él con la mano mientras yo abro la puerta trasera.

—Adiós, Zarzarilla —me dice él con una sonrisa maliciosa.

—Espero que no le tengas demasiado aprecio a tu oreja, Hardincillo —Já. ¡Ahí, donde duele!

Hora de poner un par de quejas de estudiantes.


----
Y eso es todo.

Dejadme deciros que dilucidar quién es el personaje más tonto de esta historia es todo un reto.

No os quiere,


Z.

Hablemos de sexo... o mejor, de consentimiento y té.

$
0
0
Cicuta -Hola. Aquí Cicuta al habla.
Lectores -Hmmm… ¿y quién eres tú?
Cicuta-La admiradora de Javier Marías.¿No me recordáis? Escribí un par de entradas bastante exitosas en su día.
Lectores-…….
Cicuta -Había chaquetas pervertidas y amigos de Elvis y pollas con ojos y…
Lectores (horrorizados) -¡Queremos a Zarza! ¡Queremos a Ortiga!
Cicuta –Pero Zarza y Ortiga no os quieren a vosotros. Muajajajaja.
Fin.

Veo que estos últimos días Zarza y Ortiga se lo han estado pasando en grande escribiendo sus fanfics de Cincuenta Sombras de Grey y After. No he leído ninguno de ambos (oh, malditos referentes. Las obras, no; los fanfics, sí… o sea, los fanfics de Ortiga y Zarza, no los fanfics de… [inserte aquí búsqueda en Google] E.T. E.L. James y Anna Todd. Me estáis entendiendo, ¿verdad?), pero he oído hablar demasiado lo suficiente de ellos como para formarme una opinión.
Y mi opinión es que este es el momento apropiado para robartomar prestado despiadadamente el nombre de la sección de Ortiga y hablaros de sexo.
En concreto, yo venía aquí a hablaros de consentimiento. Y de té.


Hace cosa de un mes, se hizo viral en internet la carta que una víctima de violación en Stanford escribió a su atacante(Brock Turner, para más señas). El caso se convirtió en un boom mediático a raíz del fallo (fallo indeed) de condena del violador,  que ascendía a la friolera de… seis meses. De los que probablemente cumplirá tres por buena conducta. Y porque se le da muy buen nadar, ¿sabéis? (los lectores miran confundidos a la pantalla y se preguntan: ¿qué tiene que ver el nadar con las agresiones sexuales? ¿Arrojará esta entrada una nueva luz sobre el comportamiento voluptuoso atribuido a los peces (espada)? ¿Está Cicuta recibiendo tratamiento para superar el uso y abuso de los paréntesis, los corchetes y los tachones?). Cicuta –Lamento traicionar vuestras expectativas pero las respuestas son: nada ("nada"¿lo pilláis?), definitivamente no y… no.

Es muy posible que ya la hayáis leído, pero, por otra parte, también es posible que no tengáis ni idea de qué os estoy hablando. Por si acaso, aquíos dejo la carta original y aquíuna traducción al español que no me gusta. Lo siento, no tengo tanta paciencia como Ortiga y no voy a ponerme a hacer una traducción propia de todo el documento. En cualquier caso, os aconsejo que leáis el original, pero si no confiáis lo suficiente en vuestro nivel de inglés, ahí tenéis la opción en castellano. Para que luego digáis que no soy generosa. 
Como respuesta a mi generosidad (y al valor de la muchacha que la ha escrito), deberíais tomaros el tiempo de leer la carta. Pero, sobre todo, deberíais leerla porque es un texto fantástico(me da igual ponerme explicativa): devastador y esperanzador al mismo tiempo, lleno de verdades como puños y no exento de ciertas pinceladas de humor.  Es evidente para mí que esta chica tiene un nivel de madurez y de claridad mental acojonantes. Pensaba incluir un resumen de la historia para los vagos que no se hayan molestado en seguir los links. Pero lo cierto es que sería absurdo, porque los hechos en sí, lamentablemente, no tienen nada de original:
Chica va a fiesta. Chica se emborracha hasta perder la conciencia, o casi. Chico abusa de ella pero… hey, ella nunca pronunció la palabra "no", así que no cuenta como violación, ¿verdad? (Hemos de suponer entonces que las personas demasiado asustadas para hablar, las personas inconscientes y las personas mudas, por definición, no pueden ser violadas. ¿No es maravilloso? Estoy segura de que esta mágica inmunidad les resulta muy tranquilizadora). Chica se despierta en el hospital y es sometida a los exámenes de rigor. A pesar de que hay testigos y pruebas bastante irrefutables, chico tiene una reputación que mantener (es muy buen nadador y aspira a participar en las Olimpiadas… ¡pobre joven, con el futuro brillante que lo espera y teniendo que inquietarse y perder el apetito por menudencias como esta!) y sus padres tienen mucha, mucha pasta, así que chico decide ir a juicio para probar que todo ha sido un tremendo error (pero no su error, no, sino un error cósmico de autoridad ambigua). El padre de chico lo defiende: su hijo no debería pagar "un precio tan alto por 20 minutos de acción"¡Ah, cruel destino! ¡Qué injusto que la vida e identidad de una persona puedan quedar completamente arruinadas en 20 minutos! Es inadmisible, intolerable… Oh, wait… El juzgado declara culpable al chico, pero el juez dicta sentencia de 6 meses de cárcel máximo porque una sentencia mayor "tendría un impacto severo en él" (err… esa es la idea).
Conclusión: El juez Aaron Persky consiguió su toga en una tómbola.
BONUS: ANTOLOGÍA BREVE DE MOMENTOS ESTELARES DE LA DEFENSA DE BROCK TURNER (de aquí en adelante –bueno, técnicamente, de aquí en adelante y en "atrás"-- las traducciones son mías).

-Brock lleva su argumentación un paso más allá. No es solo que ella no dijera explícitamente "no quiero esto" sino que… ella "le frotó la espalda". De donde se deduce que, obviamente, lo estaba "disfrutando". Porque cuando una persona medio inconsciente a la que estás aplastando con tu cuerpo te toca la espalda, eso, amigos míos, no puede ser un torpe intento de zafarse de ti, no. Un golpecito con la mano significa inequívocamente "me gusta" y nunca "apártate" o "déjame" o "estoy haciendo movimientos inconscientes con mis manos porque, de hecho, estoy inconsciente".

-Brock dice que el único motivo por el que estaban haciéndolo en el suelo, detrás de un vertedero, es que ella se cayó allí. Creo que empiezo a entender cómo funciona el cerebro de este muchacho a través de silogismos falaces:
*La mayor parte de la gente tiene relaciones sexuales en una posición más o menos horizontal.
*¡Guau! Está chica se ha caído, adoptando una posición horizontal.
Conclusión: esta chica me está pidiendo sexo salvaje a gritos (gritos metafóricos, claro).

Entre el frotamiento de espalda y la caída, creo que Brock se ha ganado la medalla de"Maestro del lenguaje no verbal".


-Brock manifiesta su deseo de reformarse dando charlas educativas sobre los peligros de la cultura de borrachera universitaria y la promiscuidad sexual que la acompaña.  La autora de la carta responde muy sabiamente a esta iniciativa: "Muestra a los hombres cómo respetar a las mujeres, no cómo beber menos". Pero, visto lo visto, no me extrañaría que su objetivo ni siquiera pasara por instar a los hombres a beber menos. A lo mejor sus charlas están dirigidas a mujeres. "Los peligros de la bebida" por Brock Turner. "No os emborrachéis chicas… o correréis el riesgo de acabar violadas por alguien como yo". Un revulsivo instantáneo, en todos los sentidos.

-El abogado de Brock afirma que Brock "tenía una erección porque hacía frío".
Se comprende ahora un poco mejor que el abogado no entienda el concepto de "agresión de sexual" porque, por no entender, no entiende ni cómo funciona un pene.


-El abogado de Brock, de nuevo, esa fuente de sabiduría: "sí, su enfermera confirmó que había abrasiones e irritación en su vagina, así como traumatismos genitales significativos, pero eso es lo que ocurre cuando le haces un dedo a alguien." No sé de qué me extraño. Raro sería que un hombre que no sabe cómo funciona un pene supiera cómo funciona una vagina. (Aclaración por si hay algún lector desinformado: por norma general, eso no es lo que tiene que ocurrir cuando le haces un dedo a alguien, como no sea a través de algún tipo de práctica BDSM consensuada de antemano).
"Consensuada", ésa es la palabra clave. Consensuar, consensuado, CONSENTIMIENTO. Hablamos de violación o agresión sexual cuando hay actividad sexual sin consentimiento de una de las partes implicadas. Pero, ¡oh, en este mundo de señales ambiguas, de personas que te frotan la espalda y se caen al suelo cuando van borrachas, oh, ¿cómo descifrar las obscuras señales para saber si cuentas o no con su consentimiento?!
Afortunadamente, Rock Dinosaur Pirate Princess ha dado con la analogía clave para aliviar estas dudas y preocupaciones: tener sexo con alguien es, a efectos de consentimiento, como invitarlo a tomar el té.
Así que, supongamos que tenéis un invitado en casa y le preguntáis: "¿Te apetece una taza de té?", y el invitado contesta: "Sí, me encantaría una taza de té". Entonces, lo que probablemente ocurra, es que le haréis una taza de té, el invitado se la tomará con gusto, y ambos os quedaréis tan contentos.
Pero también podría ocurrir que el invitado cambiara de opinión y, cuando le trajerais la taza de té, la rechazara: "Lo siento, pero ya no me apetece/No me encuentro bien/De repente tengo antojo de Biofrutas/Loquesea". Bien pues, en esta situación, no importa cuánto trabajo os haya costado preparar el té con todo vuestro amor y cariño, no importa la ilusión que os haga darle a probar vuestro nuevo té negro con dulce nuez de macadamia. Nada de esto importa, porque, se mire por donde se mire, no es social ni moralmente aceptable ponerle un embudo en la boca a esta persona para obligarle a beberse el maldito té que ya no les apetece tomar.   

Supongamos que, cuando volvéis, os encontráis con que vuestro invitado está inconsciente en el suelo.Ciertamente, vuestro invitado no puede deciros ahora que ha cambiado de opinión y ya no le apetece té. Así y con todo, sigue sin ser ni moral ni socialmente aceptable colocarle un embudo a la persona inconsciente en la boca para verter el té en su garganta porque las personas inconscientes NO quieren té. NUNCA. Las personas inconscientes no pueden querer nada, porque están, vaya, inconscientes.Y lo que hay que hacer con ellas es colocarlas en un lugar y posición seguros, cerciorarse de que están bien, que están respirando, que no se han dado un golpe en la cabeza al caer, etc. Deberían colgar un cartel disuasorio, de esos de NO PISAR LA HIERBA o NO ALIMENTAR A LAS PALOMAS, en todo campus universitario, hermandad, discoteca o local de fiestas, que rezara "NO VERTER TÉ EN LA GARGANTA DE LAS PERSONAS INCONSCIENTES", a falta de un cartelito de "NO TOCAR LOS GENITALES DE PERSONAS INCONSCIENTES", que no creo que fuera muy aceptado entre el puritanismo americano. Pero por algo se empieza.

Tampoco es aceptable, por ejemplo, presentarse con una tetera, cual vendedor de Biblias pesado, en la puerta de alguien que fue a tomar té a tu casa la semana pasada:

Knock, knock.
--¿Hola?
--Hola. TE HE HECHO TÉ.
--Errr… gracias. Eso es… muy bonito de tu parte. Pero la verdad es que ahora mismo no me ap…
--PERO LA SEMANA PASADA SÍ TE APETECÍA, ¿EH?
--Bueno, sí,  pero es que ahora mismo no tengo ganas de…
--CLARO QUE SÍ, ERES BRITÁNICA. LOS BRITÁNICOS SIEMPRE BEBÉIS TÉ. NO INTENTES NEGARLO, MUJER.
--…
  

El otro día Zarza y yo estuvimos pensando en qué pasaría si fusionáramos el lamentable caso Stanford con la analogía del té. Tendríamos entonces la historia de una pobre chica que se despertó con la ropa manchada de té verde y quemaduras de segundo grado en la cara, el torso y la garganta. ¿La causa? Un joven fue descubierto vertiendo dos tazas de té hirviendo en los labios de la víctima inconsciente.
El acusado aduce que él le había comentado que era un gran aficionado y coleccionista de tés y ella había accedido a probar una taza en la fiesta. El único motivo por el que la mujer acabo manchada de té y con el pelo lleno de agujas de pino es que se cayó al suelo. ¡Y es muy difícil que el líquido entre bien en la garganta de alguien que está tumbado! Si al menos se hubiera quedado sentadita con la espalda erguida… En cualquier caso, está muy arrepentido de ello y va a iniciar un ciclo de charlas de concienciación sobre los peligros del alcohol en la comunidad universitaria, bajo el título "No soy yo, es el alcohol". La primera conferencia, "Del vodka al té: una progresión peligrosa", ya ha tenido lugar y ha sido todo un éxito.

Así las cosas, podemos imaginar al abogado defensor del (presunto) agresor haciendo a la víctima preguntas como:
"¿Nació usted en Londres, verdad? ¿No es Inglaterra un país conocido precisamente por el gusto de sus habitantes por el té? ¿Cuántos años lleva usted bebiendo té? ¿Con cuánta frecuencia bebe té? ¿Cómo son las tazas que usa: con mensajes graciosos o motivadores impresos, con dibujitos infantiles o son de marca blanca o publicidad?¿Cuál es su té favorito? ¿Qué llevaba puesto el día de la agresión?¿No es cierto que en su camiseta aparecía un Tiranosaurio Rex con bombín y una taza en la que se podía leer el texto "Tea-Rex"? ¿Si? Ajá, que conste eso en acta. ¿Y no es té verde lo que encontraron en su ropa manchada?¿Acaso no es verdad que usted habló con mi cliente y le dijo que el té verde era su favorito?¿Pero no ha dicho antes que era el té rojo? ¿Mintió a mi cliente o está faltando a su juramento aquí? Que conste en acta la discrepancia.

El abogado defensor continuaría su alegación diciendo cosas como: "si el té estaba ardiendo es porque hacía mucho frío" y "sí, su enfermera confirmó que había abrasiones e irritación en su boca y garganta, así como quemaduras significativas en el pecho y los brazos, pero eso es lo que ocurre normalmente cuando alguien bebé té."
Y por "alguien", suponemos que se refiere a un mandril.Bebiendo de un colador.

Y hasta aquí la lección de hoy. Que viva el consentimiento y que viva la sana educación sexual –que todavía deja mucho que desear, tanto en EEUU como es España. Pero poco a poco, vamos mejorando. Brindo optimistamente (con té) por ello. 

Cincuenta Malas Hierbas de Grey - Capítulo 4

$
0
0
Aquí estoy de nuevo, queridos hierbajos.

¿Seguimos?


4

Sigo bloqueada. Sigo mirando su boca. Está demasiado cerca y su presencia es como el peso de una manta gruesa que me cubre desde los hombros hasta los pies. El zumbido dentro de mi cabeza sigue siendo demasiado intenso como para que pueda separar mis pensamientos del ruido exterior.

Él también me está mirando, con su cara a pocos centímetros de la mía, y por un momento me asalta la terrible certeza de que va a intentar besarme. Pero le veo cerrar los ojos y respirar muy hondo. Mueve ligeramente la cabeza y, cuando vuelve a abrirlos, parece que el peligro a pasado.

—Urtica, deberías mantenerte alejada de mí. No soy un hombre para ti —suspira.

Creo que la irritación es lo que finalmente me sacude el estupor y por fin puedo oírme pensar.

¿Per-dona? Eres tú el que me tiene estrujada, te aseguro que yo quiero mantenerme alejada.

Frunzo el ceño y muevo la cabeza en señal de negación. Pero cuando abro la boca para pedirle que me suelte me doy cuenta de que no me queda aire en los pulmones.

—Respira, Urtica, respira.

No estoy segura de en qué momento he dejado de hacerlo.

—Voy a ayudarte a ponerte en pie y a dejarte marchar —me dice en voz baja.

Esto es tan humillante que creo que voy a llorar.

Pero para eso primero voy a necesitar oxígeno.

Me aparta suavemente. Apoya las manos en mis hombros, a cierta distancia, y observa atentamente mi reacción.

Me cuesta dos intentos recordar cómo se hace eso de hinchar el pecho para que el oxígeno pueda volver a llegarme al cerebro.

Entonces es cuando la adrenalina me inunda el cuerpo. A buenas horas. Doy gracias de no haber nacido en una época en la que tuviese que defenderme de depredadores, porque no habría superado los dos años de vida.

Me empiezan a temblar las piernas, así que me agarro de manera instintiva al brazo de él para tener un punto de referencia. Prefiero no completar el espectáculo que estoy dando con una muy teatral caída. Sobre todo porque, conociendo a este tipo, fijo que a continuación me alzaba en brazos. Dejando de lado lo bochornoso que sería semejante escena, ya he tenido contacto físico más que de sobra para los próximos veinticuatro meses.

—Gracias por apartarme —consigo susurrar al fin.

El resto prefiero obviarlo. Voy a fingir que no ha sucedido.

—Ese idiota iba contra dirección. Me alegro de haber estado aquí. Me dan escalofríos solo de pensar lo que podría haberte pasado. ¿Quieres venir a sentarte un momento en el hotel?

Cuánto drama por una bicicleta.

—No. Estoy bien. —Le suelto el brazo como si me hubiese dado otra descarga, aunque por suerte no es el caso.

Él también me suelta y baja las manos.

El hombrecillo verde del semáforo empieza ya a parpadear, así que me apresuro a cruzar la calle. Grey me sigue.

Ya frente al hotel, me vuelvo de nuevo hacia él con la intención de despedirme.

—Gracias de nuevo por el desayuno —murmuro.

—¿Está segura de que se encuentra bien?

—Sí, sí. Sólo es que me he sorprendido.

Todavía estoy a tiempo de un ataque de pánico, así que no tientes a la suerte, amigo.

—Tengo que irme.

—Urtica. —Su tono angustiado me llama la atención, de modo que lo miro involuntariamente. Se pasa la mano por el pelo con mirada desolada. Parece destrozado, frustrado y con expresión alterada.

¿Qué mosca le ha picado ahora?

—¿Qué?

Quiero marcharme. No me gusta que me abracen y encima entre el colgado del ciclista y él me han dado un susto de muerte. Quiero llegar a casa y lavarme la cara con agua fría para terminar de despejarme y olvidar que he pasado cinco de los segundos más indefensos de mi vida.

—Buena suerte en los exámenes —murmura.

—Gracias —atajo—. Adiós, señor Grey.

Doy media vuelta y desaparezco por la acera en dirección al parking subterráneo. Ya en el oscuro y frío cemento del parking, bajo su débil luz de fluorescente, me apoyo en la pared y me cubro la cara con las manos. Todavía me tiemblan un poco las rodillas. Se me humedecen los ojos, pero parpadeo con rabia.

—Aquí no, Ortiga.

Me incorporo de nuevo y me sacudo la ropa.

—No ha pasado nada. Venga. Un mal día lo tiene cualquiera.

Aprieto un puño decidido delante de mi cara. Todavía estoy trabajando en eso de no autofustigarme demasiado por cosas que no puedo controlar. Maldita obsesión controladora la mía, lo único que me faltaba era el otro iluminado para terminar de grillarme de nuevo.

Localizo el coche de Kate y me meto en el asiento del copiloto. La sonrisa con la que me recibe se desvanece en cuanto me ve.

—Ortiga, ¿qué pasa? Estás pálida. ¿Has llorado? —Kate, la periodista—. ¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? —gruñe con una cara que da miedo.

—Nada.

Se inclina sobre mí por encima del freno de mano y me abraza. Tengo que decir lo que sea para quitármela de encima.

—Casi me atropella un ciclista.

—Dios mío, Ortiga. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?

Se aparta un poco y me echa un rápido vistazo para comprobar si todo está bien.

—No. Estoy bien. Grey me ha apartado —susurro—. Pero me he pegado un susto de muerte.

Ella no va a entender nada si le digo que me he puesto así porque el tipo me ha abrazado y mi cerebro a colapsado. No me quedan fuerzas para entrar ahora mismo en largas explicaciones.

—No me extraña. ¿Qué tal el café? Sé que odias el café.

—He tomado leche. Ha ido bien. Nada que comentar, la verdad. Y lo mejor es que ya no tengo que volver a verlo.

Veo que va a añadir algo, pero me adelanto.

—¿Podemos irnos ya? Quiero llegar a casa y ponerme a estudiar —le pido, abrochándome el cinturón de seguridad.

Por fin pone el coche en marcha y nos vamos a casa.

Esa noche tengo pesadillas horribles en las que no puedo ver nada, pero hay manos por todas partes que intentan agarrarme. Me despierto sudando.

—————————

Suelto el bolígrafo. Último examen. Se acabó.

No puedo ponerme a hacer la danza de la victoria en mitad del aula porque todavía hay muchos alumnos escribiendo. Queda media hora para que termine el examen, así que me limito a sonreír con cara de perturbada muy feliz y salgo al pasillo a esperar a que Kate termine.

De camino a casa nos negamos a hablar del examen. Kate está mucho más preocupada por lo que va a ponerse esta noche. Yo intento encontrar las llaves en la mochila.

—Ortiga, hay un paquete para ti.

Kate está en la escalera, frente a la puerta de la calle, con un paquete envuelto en papel de embalar. No recuerdo haber encargado nada en Amazon. Kate me da el paquete y coge mis llaves para abrir la puerta. El paquete está dirigido a la señorita Urtica Dioica. No lleva remitente.

—Qué raro.

—¡Ábrelo! —exclama Kate nerviosa.

Se mete en la cocina para ir a buscar el champán con el que va a celebrar que hemos terminado los exámenes.

Abro el paquete y encuentro un estuche de piel que contiene tres viejos libros, aparentemente idénticos, con cubiertas de tela, en perfecto estado, y una tarjeta de

color blanco. En una cara, en tinta negra y una bonita caligrafía, se lee:

«¿Por qué no me dijiste que era peligroso? ¿Por qué no me lo advertiste?

Las mujeres saben de lo que tienen que protegerse, porque leen novelas que les cuentan cómo hacerlo…»

¿Qué cojones? ¿Wright me ha escrito una tarjeta?

Miro los libros con atención. Tres volúmenes de Tess, la de los d’Urberville. Abro la cubierta de uno. En la primera página, en una tipografía antigua, leo:

«London: Jack R. Olgood, McAlbaine and Co., 1891.»

—Coño —murmuro, mosqueada—. Esto es muy viejo.

Kate observa los libros por encima de mi hombro. Coge la tarjeta.

—Deben de valer una pasta —susurro.

—No —dice abriendo los ojos incrédula—. ¿Grey?

—Oh, mierda. —Estoy bastante segura de que me pongo pálida—. ¿Cómo coño sabe dónde vivo?

—¿Qué quiere decir la tarjeta?

—No tengo ni idea. Ni siquiera tengo claro si debería ofenderme —digo frunciendo el ceño—. Aparte de que esto es indescriptiblemente invasivo, me refiero.

—Sé que no quieres hablar de él, Ortiga, pero no hay duda de que le interesas, te ofendas o no.

—Kate, por favor. —Agito el papel de embalar con nuestra dirección delante de sus narices—. ¿Quieres centrarte? ¡Ha averiguado dónde vivimos! ¿Me vas a decir que eso no te da ni siquiera un poquito de mal rollo?

Ella solo se encoje de hombros.

No me he permitido pensar demasiado en Christian Grey en la última semana. Bueno, sé que tardaré una eternidad en eliminar de mi cerebro (y de mis pesadillas) la sensación de sus brazos rodeándome, pero estoy intentando no torturarme.

¿Por qué me ha mandado estos libros? Me dijo que yo no era para él. Ya podía atenerse a su propia palabra. Viviríamos todos mucho más felices. Sobre todo yo.

Vale que lo de la ferretería podría haber sido una desafortunada coincidencia, pero esto ya no cuela. Las cosas se están poniendo serias.

—He encontrado una primera edición de Tess en venta —dice Kate, ahora sentada al ordenador—, en Nueva York, por catorce mil dólares, pero los tuyos están en mucho mejor estado. Deben de haber costado más. —Puedo ver el buscador abierto en la pantalla—. Y lo de la tarjeta es una cita: Tess se lo dice a su madre después de lo que le hace Alec d’Urberville.

¿Por qué me lo dices como si yo supiera de qué me hablas? O como si me importara.

—No puedo aceptarlos. Se los devolveré con otra cita tan desconcertante como esa. Algo como… «Cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo».

—¡Bien dicho! —Sé que no sabe de lo que hablo.

Se levanta y regresa a la cocina.

En el fondo Kate no es mala gente. Es leal y a su manera se preocupa por mí.

—Y un aviso de que si no me deja en paz tendré que ir a la policía —mascullo para mí mientras envuelvo los libros y los dejo en la mesa del comedor.

Kate se asoma desde la puerta y me ofrece una copa de champán. Yo se la tomo por cortesía.

—Por el final de los exámenes y nuestra nueva vida en Seattle —dice con una sonrisa.

—Por el final de los exámenes, nuestra nueva vida en Seattle y por que todo nos vaya bien.

Chocamos las copas y ella bebe. Yo finjo que doy un sorbo y dejo la copa sobre la mesa.

————————

El bar es ruidoso y está lleno de gente, futuros licenciados que han salido a pillar una buena cogorza. Un ambiente encantador, lo sé.

Los motivos que me han traído hasta aquí son diversos y probablemente poco convincentes. Varios de ellos incluyen la insistencia de Kate. Otra parte nada desdeñable es el hecho de que una semana de enclaustramiento por estudio y volumen de interacción social rozando el cero absoluto es una de las pocas circunstancias que hacen que tenga déficit de socialización. Una inmersión de estas características, en un bar, puede parecer sin duda excesiva (y lo es), pero es como cuando llevas todo el día sin comer y luego te llenas el plato hasta el punto de no poder acabarlo: un comer por los ojos, un fallo de cálculo.

El caso es que he terminado aquí con Kate. José también ha venido con nosotras. No se graduará hasta el año que viene, pero le apetecía salir (toda una sorpresa). Nos trae una jarra de margaritas para ponernos en la onda de nuestra recién estrenada libertad, y creo que es cuando les veo ir por la quinta ronda cuando me doy cuenta de que empiezo a estar borracha de sueño. Todo me hace una gracia insana, más que de costumbre, quiero decir, y se me cierran los ojitos.

—¿Y ahora qué, Ortiga? —me grita José.

—Kate y yo nos vamos a vivir a Seattle. Los padres de Kate le han comprado un piso.

Hasta noto la lengua torpe. Lo mío es patológico.

—Dios mío, cómo viven algunos… Pero volveréis para mi exposición, ¿no?

—¡Claro! Kate tiene que cubrirla para la revista, ¿no? —le contesto con una sonrisa.

Me pasa el brazo por la cintura y me acerca a él. Yo le paso un brazo por los hombros también y me río. Este es el momento de cantar canciones pirata.

—Es muy importante para mí que vengas, Ortiga —me susurra al oído—. ¿Otro margarita?

Cojo la copa de Kate mientras ella no mira, me bebo lo que le queda de tres sorbitos intentando no respirar, y la alzo en el aire con una cara de asco espantosa.

—¡Que corra el ron! —grito.

Cojo la jarra y veo que está vacía.

—¡Más bebida, Ortiga! —grita Kate.

—Voy a buscar una jarra para todos —anuncio poniéndome dramáticamente en pie, y tengo que sujetarme al respaldo de la silla porque tengo la cara tan caliente que casi me da vueltas la cabeza.

Kate es fuerte como un toro, creo que nadie que no la conozca se daría cuenta de que no ha parado de beber desde que hemos llegado. Bueno, a eso hay que restarle la quizá media copa en total que he conseguido robarle de a poquitos sin que se dé cuenta. Lo cierto es que le querría haber robado más, porque me preocupa que esté bebiendo demasiado, pero mi estómago sencillamente no puede aceptar el alcohol, es demasiado repugnante.

Ha pasado el brazo por los hombros de un compañero que conocemos de la clase de inglés, su fotógrafo habitual en la revista de la facultad, que ha dejado de hacer fotos de los borrachos que lo rodean para comérsela a ella con los ojos (¿quién coño sale de fiesta con una cámara y hace fotos a borrachos?). Ahora solo tiene ojos para Kate, que se ha puesto un top minúsculo, vaqueros ajustados y tacones altos. Está increíblemente artificial así vestida y con toda la cara embadurnada, pero tiene que haber gente para todo.

Me dirijo a la barra, pero a medio camino se me ocurre una brillante idea. Si relleno la jarra con agua del grifo, quizá nadie se dé cuenta. Es un plan infalible.

Me abro camino entre el gentío tambaleándome ligeramente. Por supuesto hay cola, pero al menos el pasillo está tranquilo y fresquito, lo cual se agradece.

Saco el móvil de un bolsillo mientras intento abanicarme con la mano, todo esto haciendo equilibrios con la jarra debajo del brazo. Realmente estoy acalorada.

¿Cuál ha sido mi última llamada? ¿A José? Me pregunto para qué le llamaría. Antes hay un número que no sé de quién es. Ah, sí. Grey. Al menos creo que es su número. Me río. No tengo ni idea de la hora que es. Quizá lo despierte. Quizá pueda explicarme por qué me ha mandado esos libros y el mensaje raro. O de dónde cojones se ha sacado mi dirección, ya puestos a preguntar.

Ya sé. Hace mucho que no llamo a Zarza.

Reprimo una sonrisa de borracha y pulso el botón de llamar. Contesta a la segunda señal.

—¿Urtica?

—¿Zarza? —Me aparto el teléfono de la oreja un momento y lo miró interrogativamente—. Qué voz tan grave tienes.

—Urtica, soy Christian Grey.

—¿Qué haces tú con Zarza?

Oh, no. ¡También la ha encontrado a ella!

—Debes de haberte confundido al marcar.

—Ah —suspiro con una sonrisa de felicidad—. Eso me deja más tranquila. ¡Espera! ¿Cómo has sabido que era yo? —le pregunto arrastrando las palabras—. No, espera otra vez, esa no es la pregunta que quería hacer, ¿de dónde has sacado mi dirección?

Y la de Zarza.

—Urtica, ¿estás bien? Tienes una voz rara —me dice en tono muy preocupado.

Tú también, Zarza. Ah, no, espera.

—La rara no soy yo, sino tú —le digo animada por el sueño—. Eres un stalker, ¿lo sabías? —me río.

—Urtica, ¿has bebido?

—¿A ti qué te importa?

—Tengo… curiosidad. ¿Dónde estás?

—En un bar.

—¿En qué bar? —me pregunta nervioso.

—Un bar de Portland. —Subo y bajo las cejas, luego me acuerdo de que él no puede verme—. ¿Qué pasa? ¿También me vas a mandar libros aquí?

—¿Cómo vas a volver a casa?

—Ya me las apañaré.

La conversación no está yendo como esperaba. Supongo que principalmente porque no estoy hablando con Zarza.

—¿En qué bar estás?

—¿Cómo has averiguado mi dirección, Christian?

—Urtica, ¿dónde estás? Dímelo ahora mismo.

Ya está otra vez dando órdenes.

—Siempre tan mandón —le digo riéndome—. Te imagino con el látigo. ¡Ksss! Total.

Se hace un silencio.

—Urtica, contéstame: ¿dónde cojones estás?

Christian Grey diciendo palabrotas. Vuelvo a reírme.

—En Portland. Bastante lejos de Seattle.

Creo.

—¿Dónde exactamente?

—Buenas noches, Christian.

—¡Urtica!

Cuelgo. Vaya, al final no me ha dicho cómo ha conseguido mi dirección. Frunzo el ceño. Misión no cumplida. Además yo estaba llamando a Zarza. Otra misión no cumplida. Estoy demasiado borracha, necesito mi cama. Tengo tanto calor que la cabeza me da vueltas mientras avanzo en la cola. Intento soplarme el flequillo pero lo tengo empapado y pegado a la frente. Me froto los ojos con una mano. Qué incómodo.

La cola avanza y ya me toca. Aprovecho ya que estoy aquí para pasar a uno de los cubículos. Dejo la jarra en el suelo y me quedo embobada mirando el póster de la puerta, que ensalza las virtudes del sexo seguro.

Maldita sea, ¿acabo de llamar a Christian Grey? Mierda. Esto no va a quedar nada bien en mi denuncia si finalmente me veo obligada a ponerle una orden de alejamiento.

Me suena el teléfono, pego un salto y grito del susto.

—¿Hola? —digo en voz baja.

Es su número. No había previsto que me llamara.

—Voy a buscarte —me dice.

Y cuelga.

Miro el teléfono con incomprensión.

—Buenas noches, Christian.

Espera.

Abro mucho los ojos.

Oh, no. Oh, no.

Me subo los pantalones. El corazón me late a toda prisa. ¿Viene a buscarme? ¿Cómo que viene a buscarme?

Pánico.

Espera. Me estoy montando una película. No le he dicho dónde estaba. No puede encontrarme.

Estoy a salvo.

Pero averiguó dónde vivo. Quizá sí pueda encontrarme después de todo.

Pánico.

No, a ver. Tardaría horas en llegar desde Seattle, y para entonces haría mucho que nos

habríamos marchado. Espero.

Sí. Eso.

Intento tranquilizarme. Me lavo las manos y doy saltitos para mirarme en el espejo por encima de las cabezas de todas las chicas que están retocándose el rímel. Estoy completamente roja y sofocada. Me echo un poco de agua en la cara, pero me alivia tirando a poco. Noto el estómago revuelto. Demasiados saltos. Creo que he puesto excesivo empeño esta vez en salvar a Kate de una borrachera.

Cuando por fin vuelvo a la mesa me doy cuenta de que he perdido mi jarra. Pero mis compañeros ya han conseguido otra inmensa de cerveza, así que parece que mi periplo no era necesario después de todo.

—Has tardado un siglo —me riñe Kate—. ¿Dónde estabas?

—Haciendo cola para el baño.

Veo cómo Kate le da un larguísimo trago a su bebida y sé que mi estómago ya no va a aceptar más buenas intenciones esta noche.

Aquí hace más calor. Creo que me estoy agobiando.

—Kate, creo que saldré un momento a tomar el aire —le grito, intentando hacerme oír por encima de la música.

—Ortiga, no aguantas nada.

—Solo cinco minutos.

Vuelvo a abrirme camino entre el gentío. Mi borrachera psicológica feliz está dando finalmente paso a simple sueño y un dolor punzante en las sienes. Por no mencionar que empiezo a tener náuseas y me siento inestable.

Cuando por fin consigo salir agradezco el fresco de la noche sobre la cara. Me apoyo contra la pared, buscando un punto de equilibrio que no vaya a traicionarme.

La próxima vez que Kate decida que quiere emborracharse no seré yo quien se lo impida.

—Ortiga, ¿estás bien?

José ha salido del bar y se ha acercado a mí.

—Sí, sólo un poco revuelta. Creo que he bebido de más —le contesto con los ojos medio cerrados.

Exactamente media copa de más. Cuantísima repugnancia.

—Yo también —murmura. Me mira fijamente—. ¿Te echo una mano? —me pregunta avanzando hasta mí y rodeándome con sus brazos.

—No hace falta. Ya tengo la pared.

Intento apartarlo sin demasiada energía. Tengo tanto sueño. Sólo quiero dormir a ver si mañana se me ha pasado el asco.

—Ortiga, por favor —me susurra.

Me agarra y me acerca a él. Y de pronto ya no estoy dormida en absoluto.

—José, ¿qué estás haciendo? —le espeto.

—Sabes que me gustas, Ortiga. Por favor.

Por favor ¿qué cojones?

Le pongo una mano en el pecho para mantenerle a distancia, pero él me coge por la muñeca y con la otra mano me abarca la barbilla.

Separo las piernas para ganar estabilidad y meto el brazo libre entre ambos para hacer presión con mi codo sobre su pecho. Sacudo la cabeza.

—Suéltame —gruño—. No te lo voy a repetir.

La mano que tenía en mi barbilla pasa a mi nuca y me sujeta por la raíz del pelo.

—Por favor, Ortiga, cariño —me susurra con los labios muy cerca de los míos.

Su aliento dulzón no le hace ningún bien a mi estómago ya revuelto. Creo que voy a vomitar.

Desde la oscuridad llega una voz tranquila.

—Creo que la señorita ha dicho…

La mitad de la frase queda ahogada por mi propia voz.

—¡¡TU PUTA MADRE!!

Hundo de golpe la barbilla contra mi pecho, propinándole un cabezazo en la nariz a mi agresor. El pulso me late como un rugido en los oídos.

—¡AAH! —Se lleva una mano a la cara, probablemente más por la sorpresa que por el dolor, pero con eso me basta.

Ahora con un brazo libre, le arreo un golpe con todas mis fuerzas en la sien, con la palma abierta, cosa que lo desestabiliza lo suficiente como para terminar de sacármelo de encima. Se tambalea dos pasos hacia la izquierda. Está demasiado borracho como para poder mantener el equilibrio.

Antes de que yo tenga tiempo de volver a levantar la mano, un segundo cuerpo ocupa todo mi campo de visión. Bueno, más bien un pecho, porque no hay distancia suficiente como para tener más perspectiva.

Por acto reflejo, intento saltar hacia atrás, pero se me olvida que tengo la pared justo a mi espalda así que sólo consigo golpearme yo sola la cabeza contra el muro. Sin embargo, estoy tan saturada de adrenalina que ni siquiera me duele, no es más que una sensación brusca e incómoda de rebote.

Estoy a punto de echar a correr hacia un lateral, pero de alguna manera una voz se abre camino hasta mi cerebro acelerado.

—Urtica.

Consigo enfocarle. Christian Grey se ha agachado para que nuestros rostros queden a la misma altura y tiene las manos levantadas con las palmas hacia mí.

—Ya está. Está bien. Tranquila.

En ese momento me doy cuenta de que tiemblo entera.

¿Ya está?

Ni siquiera se me ocurre preguntarme qué hace aquí. Le miro fijamente durante un instante. Algo se afloja en el fondo de mi garganta. Me inclino hacia un lado y vomito.

Grey me pone una mano cálida en la frente y me conduce por el codo hasta un parterre. José ha huido.

—Si vas a volver a vomitar, hazlo aquí. Yo te agarro.

En otras circunstancias eso hubiera bastando para hacerme retroceder tres pasos, pero en estos momentos no suena como una oferta tan horrible. Ha pasado un brazo por encima de mis hombros, y con la otra mano sigue sujetándome la frente.

Ya tengo el estómago más que vacío, pero me sigue temblando violentamente todo el cuerpo, no solo por las arcadas.

Apoyo las manos en el parterre, pero apenas me sujetan.

Vomitar es una de las cosas más repugnantes de este mundo, casi tanto como el alcohol. Grey me suelta y me ofrece un pañuelo. Solo él podría tener un pañuelo de lino recién lavado y con sus iniciales bordadas para ofrecerme en un momento así.

Me limpio la boca.

—¿Dónde está ese desgraciado hijo de puta? —intento gruñir, aunque mi voz sale más como un sollozo estrangulado que otra cosa.

Todavía parece que me hayan metido en una centrifugadora, pero al menos mi estómago se ha calmado.

—¿Dónde está? —jadeo de nuevo.

Grey me observa fijamente con semblante sereno, inexpresivo.

—Se ha ido.

Lo mataré. Lo desollaré. Lo haré cachitos y se lo daré de comer a los cerdos.

Parpadeo con rabia.

Me siento sobre el borde del parterre, la cabeza entre las manos. Por entre los dedos puedo ver los zapatos de Grey.

—Lo siento —susurro entonces, sin apartar las manos.

—¿Qué sientes, Urtica?

Me está tuteando.

—Le he manchado los zapatos —le hago notar.

—A todos nos ha pasado alguna vez —me contesta secamente—, quizá no de manera tan dramática como a ti. Es cuestión de saber cuáles son tus límites. Bueno, a mí me gusta traspasar los límites, pero la verdad es que esto es demasiado. ¿Sueles comportarte así?

Ahora sí le miro. ¿Qué narices? Parece un hombre maduro riñéndome como si fuera una cría descarriada.

—No —le espeto—. Pero la verdad es que tampoco estoy acostumbrada a que tíos borrachos intenten agredirme.

Por lo menos se sonroja.

—No pretendía…

—¿Cuál es tu puto problema? —Estoy alzando la voz—. Siento haberte llamado y si te he molestado, no era mi intención, pero no tienes derecho a venir aquí a regañarme como si tuviera cinco años. No soy tu hija.

Está a punto de añadir algo, pero una vez más no le doy tiempo.

—Y estaría bien verte un poco más cabreado por lo que de hecho casi acaba de pasar. Aunque solo fuera por empatía. ¿Sabes? —Ya estoy oficialmente gritando.

Me pongo en pie para marcharme antes de que me dé por ponerme a llorar también, pero al levantarme tan deprisa la cabeza empieza a darme vueltas de nuevo. Puede que el golpe que me he dado antes yo sola tenga algo que ver. Él se da cuenta y me agarra antes de que me caiga, me levanta y me apoya contra su pecho.

—Vamos, te llevaré a casa —murmura.

Vuelvo a estar en sus brazos y tengo la cara contra su camisa.

—Deja de darme órdenes —sollozo—. No quiero ir contigo… a ningún lado.

Estoy llorando.

Mierda.

Y tirito, no sé si de frío o todavía de adrenalina, quizá de ambas. Él me pone su chaqueta sobre los hombros y una de sus enormes manos sobre la cabeza, y por algún motivo eso me hace sentir un poco menos mal, así que sigo llorando contra su camisa sin dejar de temblar. Puede que esté en estado de shock.

Este sí que está siendo un mes de mierda.

—Mañana si quieres te acompañaré a comisaría a poder una denuncia —dice finalmente, cuando por fin dejo de llorar. Me aparta un poco para dirigirme una mirada seria—. Pero ahora ¿puedes por favor dejarme que te lleve a casa?

Lo peor es que sabe dónde vivo.

Realmente quiero ir a casa, pero Kate no está en condiciones de conducir después de todo lo que ha bebido. Tampoco me siento lo bastante segura después de lo que ha pasado como para coger un taxi. Estoy tan cansada, es como si mis pensamientos tuvieran que avanzar entre gel espeso.

¿La policía me llevaría a mi casa? Pero entonces tendría que contar lo que ha pasado ahora mismo, y la verdad es que preferiría poder esperar a que sea al menos de día y no me duela tantísimo la cabeza.

Meterme en un coche con Christian Grey no me parece, ni de lejos, la opción más segura de este universo, pero a pesar de ser un jodido stalker ahora mismo se está comportando. Y realmente, realmente quiero irme a casa.

Al menos esta vez no lo ha hecho sonar como una orden.

Asiento levemente con la cabeza.

—Pero tengo que decírselo a Kate —añado.

No pienso meterme en el coche de nadie sin que haya testigos que sepan a dónde y con quién voy.

—Puede decírselo mi hermano —contesta él.

—¿Qué?

—Mi hermano Elliot está hablando con la señorita Kavanagh.

—¿Cómo?

No lo entiendo.

—Estaba conmigo cuando me has llamado.

—¿En Seattle? —le pregunto confundida.

—No. Estoy en el Heathman.

¿Todavía? ¿Por qué?

—¿Cómo me has encontrado?

—He rastreado la localización de tu móvil, Urtica.

De repente, mi urgencia por ir a casa aumenta en la misma medida en que disminuyen las ganas de que sea él quien me lleve.

—¿Eso es legal siquiera? —susurro con un hilo de voz.

—Hay aplicaciones que permiten hacerlo.

Eso no responde a mi pregunta.

Cierro los ojos con fuerza. Creo que el pánico debe de verse reflejado en mi cara, porque añade rápidamente:

—Está bien. Está bien. Te prometo que no volveré a hacerlo a menos que sea absolutamen…

—No —le corto con voz aguda, abriendo desmesuradamente los ojos—. No volverás a hacerlo nunca. Bajo ninguna circunstancia. ¿Quién te crees que…?

Mañana van a tener que ser dos denuncias.

—Está bien —zanja, la mandíbula tensa—. ¿Podemos irnos ya?… ¿Por favor?

Lo miro durante tres segundos más antes de dejar caer la cabeza y asentir débilmente.

—¿Has traído chaqueta o bolso?

—Abrigo. Y tengo que decírselo a Kate, de verdad. —No pienso ir contigo a ningún lado sin asegurarme personalmente de que alguien sabe que me estoy yendo contigo—. Se preocupará.

Aprieta los labios y suspira ruidosamente.

—Si no hay más remedio.

Me suelta, me coge de la mano y se dirige hacia el bar. Me siento débil y, conforme nos acercamos a la puerta y el volumen de la música va subiendo, mi determinación huye. No quiero volver ahí dentro. Demasiada gente, demasiado ruido. No creo que ni mi cabeza ni yo podamos soportarlo.

Aun con mi mano atrapada en la suya, me voy quedando rezagada. Él se da la vuelta para lanzarme una mirada interrogativa. Se para junto a la entrada.

—¿Has cambiado de idea?

Sigo necesitando el abrigo. Las llaves están dentro.

Me quedo callada.

—¿Es por el fotógrafo? —me pregunta, de pronto su voz suena muy dura.

Niego con la cabeza. Debería ser capaz de proporcionar una respuesta articulada y satisfactoria, pero de pronto me siento como si tuviera tres años y lo único que sé es que ni por todas las chuches del mundo quiero tener que volver a entrar en ese bar.

Grey se pasa la mano por el pelo rebelde. Parece nervioso, enfadado.

—¿Cómo es tu abrigo? —pregunta, de nuevo autoritario—. Iré a buscarlo.

Mi instinto de manada se siente aliviado de que al menos haya alguien que todavía está en condiciones de mantener la compostura y manejar la situación, dado que yo claramente no lo estoy en estos momentos. Aunque el resto de mí no se fía ni medio pelo. Por desgracia es la única persona que tengo a mano en estos momentos, así que me temo que tendrá que servir. De alguna manera.

Meto la mano en un bolsillo y le tiendo la ficha con el número para el guardarropa.

—Gracias —susurro, tan bajo que tal vez ni siquiera me oye.

—Te llevaré al coche primero. No me fío de que no vayas a caerte mientras no estoy —dice con esa voz que no admite réplica mientras coge la ficha.

Me doy cuenta de que sigo llevando su chaqueta sobre los hombros, me pican los ojos y yo misma no estoy segura de que mis propias rodillas puedan sostenerme. Rebatirle en estas circunstancias realmente no parece muy razonable.

Mientras caminamos por la acera saco el móvil y dejo un mensaje de voz en el buzón de Kate.

«Kate, cuando escuches esto, me he ido a casa. No me encuentro muy bien. Christian Grey se ha ofrecido a llevarme». Hago una pausa. Esto debería valer, ¿no? Nombre completo y todo, quiero decir. «Hasta mañana». Cuelgo.

Cerca de nosotros, un reluciente cochazo negro parpadea en respuesta al mando de mi acompañante. Como era de esperar, Grey se adelanta y me abre la puerta para que pase. Pero no entro. Él me mira.

—¿Vamos a volver a discutir por el tema de las puertas, Urtica? —pregunta, entre divertido y exasperado.

Yo no me río.

—Vas a llevarme a casa —digo.

—Sí. —Se pone serio—. Voy a llevarte a casa.

—A *mi* casa —insisto.

—No tengo intención de secuestrarte, si eso es lo que me estás preguntando. —Ahora suena profundamente irritado, y puede que algo herido—. ¿Tan poco te fías de mí, Urtica?

Sí.

—No te conozco —contesto precavidamente, pero con voz firme. Todo lo firme que me permiten el cansancio y la jaqueca, al menos.

—Voy a llevarte a tu casa —finaliza. A continuación sonríe con sorna—. Además, me gusta mi nariz como está.

Vuelve a invitarme con un gesto para que entre al coche. Yo me quito su chaqueta y se la tiendo antes de dejarme caer sin fuerzas sobre el asiento del copiloto.

—Voy a cerrar. No tardaré —me informa con voz firme, plegándose la chaqueta sobre un brazo—. Te traeré una botella de agua.

—No estoy borracha —murmuro.

Él me mira alzando una ceja.

—De verdad —insisto—, cuando te llamé por error sólo tenía sueño: no he bebido.

—Bien —concluye—. Le diré a Elliot que avise a la señorita Kavanagh de que revise sus mensajes.


Cierra la puerta y el seguro lanza dos pitidos al activarse. Se me cierran los ojos.


Cincuenta Malas Hierbas de Grey - Capítulo 5

$
0
0
Sí, queridos hierbajos: Zarza me ha dejado a mi suerte, la muy furcia. Y aquí vuelvo yo con un capítulo nuevo de esta abominación.

A partir de este punto, esto ya se despega de la historia original. Como os podréis imaginar, no había manera humana que mi personaje se fuese a despertar a la mañana siguiente en la habitación de hotel de él sin saber cómo ha llegado hasta allí, y encima sin pantalones. Lo siguiente hubiese sido un largo proceso judicial que no tendría ninguna gracia.

Como ya os avisé, no prometo que vaya a haber más entregas, así que ¡disfrutadlo mientras dura!


5

Me despierto sobresaltada cuando oigo abrirse la puerta de nuevo. Debo de haberme quedado dormida, pero no pueden haber pasado más de cinco minutos.

—Ah —gimo cuando el respaldo me presiona la parte de atrás de la cabeza, donde me di el golpe contra la pared.

Me llevo la mano de manera instintiva a la zona dolorida, pero eso solo lo hace peor.

—Uuuuuh… —Me inclino hacia adelante.

—¿Urtica, qué sucede? —Grey, ya sentado en el asiento del conductor, se inclina hacia mí sobre el freno de mano.

Su voz suena como un trueno en mi cabeza y lo hace todo aún peor. Vuelvo a gemir lastimeramente.

—No tan alto —suplico.

Supongo que se fija en dónde tengo las manos, porque lo siguiente que noto es que me las está apartando con delicadeza.

—Déjame ver —susurra, pero suena igual de autoritario que siempre. Y masculla—. Mierda, Ortiga.

Palpa con los dedos la zona hinchada, apartándome el pelo con delicadeza. Yo me muerdo el labio inferior para no hacer ningún ruido. Tengo la frente casi sobre el salpicadero.

—¿Por qué no me has dicho que te habías golpeado tan fuerte? —Sigue susurrando, pero de todas formas suena muy enfadado—. Podrías tener una conmoción. ¿Sientes rigidez en el cuello?

Intento centrarme en lo que me dice para sacarle sentido. La verdad es que estoy tan agarrotada en general que es difícil de saber.

—Creo… que no —decido al cabo de un momento.

Sus manos abandonan por fin mi cabeza y saca el teléfono.

—Sí. Sé que es tarde —dice—. Tengo que hacerte una consulta. No, Elliot y yo estamos bien.

Cruzo los brazos sobre el salpicadero y apoyo definitivamente la frente.

—Un golpe en la parte posterior de la cabeza. La zona está inflamada, pero no hay sangre. No, está consciente. No. Sí. Una vez. Sí. ¿Y en un hospital…? —Se sucede un largo silencio de explicaciones al otro lado de la línea—. Muy bien. Muy bien. Gracias.

Cuelga.

Noto su mano sobre la nuca.

—¿Urtica?

Gimo débilmente para demostrar que sigo despierta.

—Necesito que te incorpores para poder ponerte el cinturón.

—No quiero… un hospital —me quejo.

—Voy a llevarte a casa, pero primero necesito ponerte el cinturón —dice una vez más, con paciencia—. ¿Sabes dónde estás?

Me incorporo con cuidado, el ceño fruncido para intentar mantener la jaqueca bajo control.

—¿Dónde estoy? —repito sin comprender.

—Sí. Quiero que me digas dónde estás.

—¿En tu coche? —musito.

—¿Me lo estás preguntando? —Me mira muy seriamente.

—Estoy en tu coche —digo con algo más de seguridad.

—¿Tienes Paracetamol?

—En casa.

—Bien.

Hace ademán de inclinarse sobre mí para alcanzar el cinturón, pero me adelanto y lo cojo yo misma. Le oigo resoplar y retirarse hacia su propio asiento.

Palpo a ciegas con la mano izquierda en busca de dónde abrochar la hebilla, pero no lo encuentro.

Quiero cortarme la cabeza.

Le oigo resoplar una segunda vez.

—¿Podrías no ser tan cabezota durante cinco minutos y dejar que me ocupe de ti?

No espera mi respuesta antes de apartar mis manos, sin brusquedad pero con firmeza, y abrochar el cinturón él mismo. Tras comprobar que lo tengo bien ajustado, cierra la puerta de su lado y se abrocha el suyo.

Pone la llave en el contacto y hunde el freno de mano. El rugido del motor me arranca una mueca. Fijo la vista en su mano izquierda crispada sobre el volante mientras empieza a dar marcha atrás.

—Si fueras mía —gruñe— me aseguraría de enseñarte cuándo ceder.

Es mucho más fácil encontrar el enganche cuando puedo seguir la banda del cinturón con la mano. Un pitido empieza a sonar en cuanto lo desabrocho.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta alarmado, deteniendo el coche en el acto.

Paso la mano por la puerta y por un milagro logro localizar el tirador con los ojos entrecerrados.

—¿Dónde vas?

—¡Voy a coger un taxi! —Mi propia voz me atraviesa el cerebro como un sacacorchos.

—No —contesta simplemente, y su torso ocupa mi reducido campo de visión cuando se inclina sobre mí y vuelve a cerrar de un portazo.

El seguro lanza un chasquido al bloquearse la puerta. Doy un puñetazo contra el plástico. Y me hago daño.

—Déjame salir —exijo.

—No vas a ir a ninguna parte en el estado en el que estás.

—¡Y deja de darme órdenes! —le grito.

Tengo que cogerme la cabeza con ambas manos para intentar mantener la compostura.

—Urtica, estás siendo poco razonable —dice con dureza.

—Y tú estás extralimitándote. —Giro el cuello para poder mirarle—. «Si fueras mía te enseñaría…». No soy un puto perro, no te atrevas a hablarme de esa manera.

Estoy muy alterada, el corazón me bombea a toda velocidad y eso no le hace ningún bien a mi cabeza. Aprieto los párpados, y las manos contra las sienes.

—Urtica, si no te calmas voy a tener que… —Casi puedo oírle rechinar los dientes—. Si no te calmas sí va a hacer falta que te lleve a un hospital.

Respiro hondo.

—Deja que te lleve a casa —dice con más suavidad, y al cabo de un instante añade—. Por favor.

—Abre la puerta.

El pitido que avisa de que mi cinturón está desabrochado sigue clavándoseme en las sienes.

—¿Vas a salir? —pregunta, pero suena más preocupado que autoritario ahora.

—Eso es decisión mía.

Pasan tres pitidos más antes de que se oiga el chasquido del seguro.

Respiro hondo otra vez y me incorporo con cuidado. Con una mano agarro el cinturón y esta vez sí consigo abrocharlo. El pitido por fin cesa.

Grey deja escapar por la boca todo el aire que había estado reteniendo y el coche vuelve a ponerse en marcha. Ninguno decimos nada.

—————————

—Urtica.

Noto una mano en el hombro. Me dolerían las uñas si tuvieran terminaciones nerviosas. Gracias a Dios de nuevo porque no soy un perro.

—Urtica —repite la voz mientras me sacude suavemente.

Por todo el oro del mundo no sería capaz de abrir los ojos. ¿Cuánto he dormido? ¿Sigo en el coche? No puede ser: estoy tumbada. ¿Qué hora es?

—Nos vamos al hospital ahora mismo.

Abro los ojos de golpe al tiempo que noto cómo un brazo se desliza bajo mi cabeza.

—¡Estoy despierta! —casi grito con la voz áspera de sueño.

Aún es de noche. Reconozco mi habitación bajo la luz suave que se filtra por la ventana. Christian Grey está inclinado sobre mi cama, a punto de quitarme las sábanas con la mano que aún le queda libre.

—Estoy despierta —repito, y empujo con una mano el brazo que me ha pasado por debajo del cuello.

Él cede.

—¿Sabes dónde estás?

—En mi apartamento —murmuro resignada, haciéndome un ovillo aún más pequeño sobre la cama.

—¿Cómo me llamo?

Quizá debería haberle pedido que me llevase al hospital después de todo. Aunque supongo que allí también me hubieran hecho esto. Hay un método de tortura que consiste en no permitir que el prisionero duerma. Siempre me pareció una cosa terriblemente cruel.

—¿Dónde está Kate? —gimo, girando la cabeza para enterrar la cara en la almohada—. Dijiste que te quedarías solo hasta que regresase Kate —continúo contra la tela.

—Conociendo a mi hermano, me temo que la señorita Kavanagh probablemente no regrese hasta el mediodía. Ni siquiera creo que haya visto tus llamadas perdidas.

Mis doce llamadas perdidas. No estoy exagerando.

Gimo de nuevo. Él me aprieta el hombro con suavidad.

—Urtica, dime cómo me llamo y así ambos podremos dormir un poco más.

Suena de verdad cansado. Desentierro la cara para poder mirarle compasivamente.

—Te prometo que esto no es necesario —le aseguro—. Me encuentro bien. ¿Por qué nos torturas a ambos?

—Ya te he dicho que encontrarte bien no es garantía de nada. Un golpe en la cabeza puede ser serio. ¿Cómo me llamo? Nombre y apellido.

Le miro con atención. ¿Por qué está aquí? No me conoce de nada. Y se está comportando de manera sorprendentemente equilibrada y razonable teniendo en cuenta antecedentes.

—Christian Grey.

Me suelta el hombro y se incorpora.

—Volveré dentro de otras tres horas.

Se encamina hacia la puerta y la abre.

—Christian —le llamo antes de que salga. Su cara se vuelve hacia mí a contraluz—. Gracias.

—Duerme. —Puedo oír la sonrisa en su voz.

Demasiado comedido había estado.

Cuando la puerta se cierra, por fin puedo volver a cerrar los ojos.

———————

Entre el momento en el que me despierto y el que reúno el valor, o la determinación, para apartar las sábanas e incorporarme pasa más de media hora. Aun con todo, me siento de un sorprendente buen humor teniendo en cuenta que siento el cuerpo como si alguien me hubiese troceado y luego recosido los cachos con poco acierto.

Bajo los pies al suelo y arrugo la nariz. Algo apesta. Y con «algo» quiero decir yo. Humo, alcohol, vómito y prefiero no saber qué más.

—Ropa y ducha, ropa y ducha, ropa y ducha —canturreo en voz baja mientras saco unas cuantas cosas de un cajón.

Saco precavidamente la cabeza al pasillo y compruebo que no hay moros en la costa antes de deslizarme hasta el baño y correr el pestillo. Dejo la ropa sobre una silla.

—¡Coño! —exclamo del susto cuando mi reflejo en el espejo capta mi atención.

Me llevo las manos con precaución al enorme moretón que tengo en mitad de la frente. Entonces veo los moratones de la mano derecha: uno sobre el canto de la mano, otro sobre la palma y otro como la sombra casi perfecta de unos dedos sobre la muñeca.

Suspiro.

—Joder. Ni que fueras de porcelana, querida.

A continuación me palpo con delicadeza el inmenso chichón que tengo en la parte de atrás de la cabeza. Quizá y solo quizá me atreva a lavarme el pelo. Tiro de un mechón para intentar olerlo, pero lo tengo demasiado corto y no llego.

—No, no. Tenemos que lavarnos el pelo. Qué asco.

Apoyo las manos sobre el lavabo con gesto dramático.

— Ortiga, no es por deprimirte, pero pareces una mujer maltratada —le confieso a mi reflejo—. Bueno. ¡Vamos!

Doy una palmada con determinación. Y me hago daño.

—¡Ayyyy! —lloriqueo lastimeramente yo sola.

Veinte minutos más tarde, ya vestida y con el pelo mojado, abro la puerta del baño. Sostengo el pijama sucio en una mano y me encamino de vuelta a mi habitación: abro la ventana, quito las sábanas de la cama y las junto con el pijama y la ropa vomitada de la noche, lo meto todo en el cesto de la ropa sucia y lo dejo junto a la puerta antes de volver a salir del cuarto. Tendré que bajar a hacer hoy la colada.

En el salón, el sillón está vacío. Las sábanas y la almohada de invitados están pulcramente dobladas y colocadas sobre el respaldo. Están tan lisas y perfectas que me dan ganas de pasar la mano por encima. Kate no es tan ordenada.

Me lo encuentro sentado a la mesa de la cocina leyendo el periódico.

—Buenos días —saluda. Lleva la ropa de la noche anterior, claro.

—Buenos días.

Me lo quedo mirando parada en el vano de la puerta. Le veo fruncir el ceño ante mi pelo mojado. Su mirada baja por mi cara y a continuación se fija en mi brazo derecho. Su semblante se va poniendo más y más oscuro.

—¿Cómo te encuentras?

—Mejor. ¿De dónde has sacado ese periódico?

¿Cómo ha hecho para salir y volver a entrar en la casa sin llaves? ¡¿No tendrá llaves?!

—He mandado a Taylor a hacer algunos recados —contesta.

Estoy segura de que mi suspiro mental de alivio es audible.

—¿Qué tal está tu cabeza?

—Duele menos.

Pliega el periódico y lo deja sobre la mesa antes de levantarse y venir hasta mí. Retrocedería, pero esta vez opto por quedarme plantada en el sitio con propósito desafiante (aunque sospecho que a él no le queda muy claro). Me coge la mano magullada con delicadeza y la levanta para poder verla mejor.

—No es tan malo como parece —le digo mientras me rasco distraídamente la nuca, renunciando a mi breve intento intimidatorio.

Creo que tendré que crecer unos centímetros más si quiero resultar más amenazante. Unos veinte deberían ser suficientes.

Le veo levantar un ceja.

—¿Qué hay de esto? —rebate levantando una de sus grandes manos y pasándome el pulgar por el cardenal de la frente.

Retrocedo un poco, pero mi brazo no es muy largo. Por suerte él no insiste.

—Bueno, técnicamente, ese me lo hice yo.

Contra la nariz de cierto gilipollas.

—Pero este no —agrega bajando de nuevo la vista a mi mano, la marca de los dedos es bien visible sobre la muñeca.

—No me di cuenta de que me estaba apretando tan fuerte —admito—, pero también es cierto que a mí me salen cardenales con mirarme, así que puede que de hecho no me estuviese apretando tan fuerte. En todo caso, sin duda esto va a hacer mi denuncia mucho más sencilla.

Recupero mi brazo con cuidado y rodeo a Grey para poder ir a abrir la nevera.

—Bueno, la próxima vez que no te apriete tan fuerte quizá alguien debería enseñarle modales.

¿Te refieres a intentar romperle la nariz de un cabezazo y luego por poco liarse a puñetazo limpio con él? Probablemente ya se hace una idea. Si no, tengo la esperanza de que la policía se lo termine de dejar claro.

—Parece que eres muy partidario de la disciplina. —Me giro de nuevo hacia él con un cartón de leche en la mano.

—Oh, Urtica, no sabes cuánto.

Cierra un poco los ojos y se ríe.

—Ah, yo también —contesto con una sonrisa sincera. Me mira y de repente se le corta la risa, parece casi abochornado—. ¿Qué pasa?

Para una cosa en la que coincido con él.

Saco un vaso y me siento a la mesa. Entonces caigo en la cuenta de que no estoy siendo una buena anfitriona.

—Perdona, ¿quieres algo?

—Me gustaría ducharme primero.

—Oh, claro. —Me pongo en pie—. Ven, te daré una toalla.

—No es necesario. —Se inclina sobre el borde de la mesa y levanta un bolsa—. Tengo todo lo que necesito.

—Tu chófer.

Asiente con la cabeza.

—Entonces… ya sabes dónde está el baño —afirmo mientras vierto algo de leche.

Le veo desaparecer por el pasillo y oigo cerrarse la puerta del baño. Suspiro.

¿Dónde está Kate?

Me bebo la leche fría a sorbitos sosteniendo el vaso con ambas manos.

Entonces me fijo en el paquete con los libros que me llegaron ayer está sobre la encimera, al lado de la pila. Me acerco y abro el envoltorio de nuevo con una mano.

—Se los tengo que devolver.

Suena el timbre y del susto termino con ambos brazos cubiertos de leche. Los carísimos libros, gracias al cielo, se salvan por los pelos.

—¡Mierda!

Dejo el vaso en la pila y agarro rápidamente un par de servilletas para secarme. Me acerco cautelosamente a la puerta de entrada.

Los telefonillos son como los hermanos cabrones de los teléfonos.

—Yo no estoy esperando a nadie —mascullo con recelo.

Aprieto el botón del intercomunicador.

—¿Sí?

Una voz muy animada dice una frase muy rápida de la que sólo entiendo las palabras «entrega» y «café».

—Creo que se ha equi…

—Suba —ordena Grey, su cabeza por encima de la mía, y aprieta el botón para abrir el portal, el brazo aún brillante de humedad.

Casi se me para el corazón. Me llevo una mano al pecho. No le había oído acercarse. Está justo detrás de mí como si se hubiera materializado. Mojado.

Miro por encima de mi hombro.

En toalla.

Salgo del hueco en el que me ha encajonado entre su cuerpo y la pared.

—¿Es necesario que te pasees desnudo por mi casa? —le pregunto, tapándome los ojos con una mano.

Esta vez sí puedo notar la cara ardiéndome de vergüenza (ajena y propia). Le oigo reírse con su voz grave.

—Hablo en serio.

—Aparentemente sí es necesario. Estabas a punto de devolver nuestro desayuno.

—¿Nuestro desayuno?

Se hace un silencio. Cuando entreabro los dedos para ver qué está pasando él ha desaparecido, pero regresa al cabo de diez segundos abrochándose la camisa sobre el pecho.

—Ya puedes mirar, Urtica —se regodea.

Aprovecho para fulminarle con la mirada.

Suena el timbre de la puerta y abre él mismo. Saca del bolsillo trasero su cartera y despacha al repartidor con su despiadada eficiencia habitual. Ni por favor ni gracias.

—Hablando de modales —rezongo de vuelta hacia la cocina.

Oigo cerrarse la puerta principal y Grey sigue mis pasos. Lleva una bandeja con dos vasos de cartón cubiertos y una bolsa grande de papel.

—Esta está siendo una visita muy divertida —dice. Sigue riéndose de mí, el muy imbécil—. Tardaré en olvidarla.

Deja el desayuno sobre la mesa.

—Aunque a juzgar por los productos masculinos que la señorita Kavanagh tiene en el baño —Está intentando sonar casual, pero no le sale— hubiera esperado que estuvieras más acostumbrada a ver hombres recién duchados caminando por la casa, Urtica.

—No entiendo. — Le miro.

Hay algo acusador en su voz, aunque no estoy segura de hacia qué sujeto. Empieza a sacar cosas de la enorme bolsa de papel.

—El champú y el desodorante de hombre que hay en el cuarto de baño.

—Ah, eso. Son míos.

Me mira con los ojos entrecerrados un instante. Un músculo se tensa en su mandíbula, pero sigue sacando cajas y repartiéndolas por la mesa.

—¿Traes muchos hombres a tu apartamento? —pregunta al cabo de un instante.

Oh. Decir que sí sería tan tentador en este caso. Solo por joder (no literalmente).

—No. —Pero en mi caso decir la verdad suele ser infinitamente más divertido—. El champú y el desodorante son *míos* —insisto—. *Yo* los uso.

Entonces sí detiene su movimiento. Clava sus ojos en los míos. Su cara requiere una foto, pero no tengo cámara.

¿Ortiga?: no te rías.

—Tuyos.

—Sí.

Puedo ver que está luchando por mantener los papeles y una cara de poker.

—¿Por qué?

—Los desodorantes para mujer tienen la inquietante manía de oler a fruta y cosas dulces —contesto con serenidad. Me acerco a la mesa y me siento—. Me hacen sentir como que soy el postre.

Le oigo tomar aire por la nariz.

Varias de las cajas huelen muy fuerte a chocolate. Yo también lo noto. Y las quiero.

—Vamos a desayunar —ataja él, la voz súbitamente grave.

Pero no se mueve. Me está mirando fijamente con ojos oscuros. Tiene la cabeza ladeada y esta vez no sonríe.

¿Qué le pasa ahora?

Le devuelvo una mirada interrogativa y finalmente él se pasa una mano por la cara.

—Realmente no te das cuenta de las cosas que dices, Urtica.

Creo que me he perdido algo.

¿Esto significa que no vamos a desayunar?

Por fin él vuelve su atención hacia las cajas cerradas. Agarra la más cercana y la abre. Tras un momento de duda, yo sigo su ejemplo.

—No sabía lo que te gusta, así que he pedido un poco de todo. —Me dedica una media sonrisa a modo de disculpa.

—Eres un despilfarrador —murmuro.

Hay tantas cosas que no sé dónde mirar. Y el olor a chocolate me desconcentra.

—Lo soy —dice en tono culpable.

Me pone delante un vaso humeante.

¡Leche!

—Cásate conmigo —me declaro, muy seria.

Él me mira con sorpresa.

Oh.

—¿Lo he dicho en voz alta? —Me río—. Lo siento, hablaba con la leche.

Cojo el vaso con ambas manos, lo destapo y hundo la nariz. Suspiro de gusto.

Él se ríe, por una vez con una risa claramente sincera.

—Eres una mujer fácil de contentar, Urtica.

—Lo soy —confirmo con una sonrisa feliz, y le doy un sorbito a la leche.

Me pone delante una magdalena con arándanos.

¡Magdalena!

Él se ha pedido un café.

—Tienes el pelo muy mojado —dice entonces.

—Precisamente lo llevo corto para no tener que secármelo.

—No deberías habértelo lavado. Con la cabeza como la tienes, ha sido una imprudencia.

Bufo.

—¿Ya vas a empezar a echarme la bronca otra vez? Pensé que esto lo habíamos dejado claro.

Cuando menos te lo esperes, te regalaré un perro.

Muerdo mi magdalena.

Todos seremos mucho más felices. Afortunadamente, incluido el perro.

Grey aprieta los labios, pero no dice nada más. Yo sigo masticando felizmente.

—Gracias por el desayuno, por cierto —le digo cuando trago.

Definitivamente, soy una anfitriona espantosa. Incluso Sheldon Cooper me echaría la bronca.

—Es un placer, Urtica. Me gusta verte sonreír.

Oh, pues… Mierda.

Me quedo mirando la magdalena mordida. Ese tipo de frases no suelen presagiar nada bueno. ¿Qué se supone que debo contestar?

—¿Sabes? Deberías aprender a encajar los piropos —me dice en tono fustigador.

O no.

—Debería darte algo de dinero por el desayuno —cambio indolentemente de tema.

Me mira como si estuviera ofendiéndolo. Sigo hablando, no sea que se dé cuenta de mi estratagema.

—Los libros te los tengo que devolver. Están ahí en la encimera. Pero la comida, al menos, déjame que pague mi parte.

—Los libros son tuyos y no voy a permitir que pagues el desayuno. Urtica, puedo permitírmelo, créeme.

—Ya sé que puede permitírtelo. Pero yo también estoy comiendo. ¿Por qué tienes que pagar tú todo?

—Porque puedo.

Sus ojos despiden un destello malicioso.

—Porque quieres.

Porque parece ser que lo necesitas patológicamente. Cosa que deberías hacerte mirar, en mi humilde opinión.

—Porque quiero —confirma.

No sé muy bien por qué, pero de repente me da la sensación de que estamos hablando de otra cosa y no sé de qué.

—¿Por qué me mandaste los libros, Christian? —procuro reencauzar la conversación.

Deja su café sobre la mesa y me mira fijamente.

—Bueno, cuando casi te atropelló el ciclista… y yo te sujetaba entre mis brazos y

me mirabas diciéndome: «Bésame, bésame, Christian»…

Y, en ese preciso instante, le baño. Literalmente.

Toda la leche que tenía en la boca en ese momento acaba sobre su cara y la parte superior de su camisa. Mientras él se queda en shock, yo empiezo a toser descontroladamente, los ojos empañados en lágrimas de lo mucho que pica el líquido en la nariz.

Para empeorarlo todo, la risa no ayuda.

—Que yo… dije… Ah… —jadeo entre toses, buscando a ciegas una servilleta. Las carcajadas se me mezclan con estertores—. Que yo… dije…

Empujo la silla hacia atrás para poder doblarme hacia adelante. Casi no consigo tomar aire, así que la situación pierde rápido toda la gracia mientras intento desesperadamente hacer que el aire vuelva a entrar en mis pulmones y el líquido salga. Por un momento, con la cabeza casi entre las rodillas, creo que me ahogaré.

Para cuando consigo volver a incorporarme, todavía respirando trabajosamente y sofocada, él se ha secado la cara y tiene ambas manos crispadas sobre el tablero de la mesa. Su antes perfectamente planchada camisa blanca muestra ahora una constelación de gotas por todo el pecho y los hombros.

Algo dentro de mí se encoje cuando veo la mirada de la que soy destinataria, podría cortarme en dos. Está lívido, tiene la mandíbula tan tensa que por un momento tengo la sensación de que se le partirá el tendón como la cuerda de una guitarra. Está usando todo su obsesivo autocontrol para contenerse, y la forma en que le vibra el pulso sobre la clavícula me dice que no me iba a gustar averiguar lo que pasaría si se dejase ir.

—¿Has terminado? —pregunta con voz suave, afilada.

Trago saliva.

Modo salvar el pellejo: activado.

Se me ponen los ojos muy redondos y parpadeo despacio, la boca pequeña y baja.

—Lo siento —me disculpo, la voz suave y sólo muy ligeramente más aguda de lo normal.

Nada en él cambia, pero su mandíbula deja de tensarse.

Soy una maestra de este arte. De todas formas, sólo por precaución, no he vuelto a arrimar la silla a la mesa por si acaso aún tengo que salir corriendo. Con estas cosas es mejor no correr riesgos.

—Lo siento —repito—. No he debido reírme. Eso ha sido terriblemente maleducado por mi parte. Perdóname, no era mi intención.

Le veo entornar los ojos mientras se le afila una leve sonrisa en las comisuras. Le divierto, pero también hay algo definitivamente peligroso en la forma en la que me sigue mirando. Su enfado no ha bajado ni un latido y su expresión parece ahora más oscura.

Se ha dado cuenta.

Mierda. ¿Ahora qué?

Esto nunca me había pasado.

Coloca los codos sobre la mesa y apoya la barbilla en sus largos y finos dedos. El silencio se alarga, y eso es malo, porque si se alarga demasiado comenzaré a reírme de nuevo y entonces sí que la voy a terminar de liar parda.

Este tipo tiene dinero suficiente para salir impune por mi asesinato.

Ortiga, di algo, por Dios.

—Algo —me respondo a mí misma antes de darme cuenta de lo que estoy haciendo.

Él alza una ceja.

Oh, mierda.

—¿Puedo hacer *algo* por ti? —sugiero rápidamente—. Puedo mirar si Kate tiene alguna camisa de hombre en su armario.

Más silencio. Cada vez más tenso.

Me muerdo las mejillas por dentro a la desesperada.

—Se me ocurren muchas cosas que podrías hacer por mí para compensar tu falta de respeto, Urtica —La voz grave y oscura desde lo profundo de la garganta. No sonríe—. Y unas cuantas más que me gustaría hacerte yo a ti. Pero una camisa limpia puede ser un buen comienzo.

Lo dice todo de corrido y sin que le tiemble la voz. Con dos cojones.

Se me abre la boca.

Ya está. Te has quedado sin perro.

Me pongo en pie y él me imita con un movimiento fluido.

—Me gustaría que te marchases —anuncio, firme—. Ahora.

—Sí —contesta sin apartar la mirada—, creo que será lo mejor.

Sin más preámbulos, me encamino hacia la entrada y le abro la puerta para que pase.

—Señorita Dioica —murmura a modo de despedida.

—Adiós, señor Grey —replico yo sosteniéndole la mirada con los labios fruncidos.

Cierro la puerta con fuerza tras él.

—¡Puto desquiciado!


El Hardin de las Malas Hierbas, After - La fiesshta II

$
0
0
Bu.

He vuelto. Con otra fiesshhta.



Capítulo 13

El resto del fin de semana me dedico a hacer la compra y a responder emails de Ortiga. Aparentemente le ha salido un acosador de lujo que se dedica a proponerle extravagantes ofertas laborales y a presentarse en la ferretería donde trabaja (a unas cuantas horas de distancia en coche de donde él vive) bajo la excusa de que «pasaba por allí».

Steph de vez en cuando aparece por el cuarto y me mira con cara rara cuando me encuentra riéndome como una psicótica delante de la pantalla del portátil.

«Dioses, Ortiga, me muero. Es evidente que es la primera vez que stalkea a alguien. Es hilarious. Es… hasta tierno. Como un tiranosaurio dando sus primeros pasos. 

Eso sí, asegúrate de librarte de él antes de que crezca».

También hago un esfuerzo por vencer mi hastío social y convencerme de que debo poner una queja contra Hardin en el centro de estudiantes de la universidad esa misma tarde. Mi pereza natural contraataca con otro esfuerzo por convencerme de que, de hecho, lo mejor que puedo hacer es dejarlo para el lunes, antes de las clases.

Lo cual es, evidentemente, un plan abocado al fracaso porque para ello debo llevar a cabo una hazaña inconquistable: madrugar.

En mi defensa tengo que decir que pongo el despertador y todo, pero mi cerebro es creativo, y se dedica a buscar causas improbables para la alarma y excusas aún más improbables para ignorarla.

Shhhh. Estás soñando, no es real. Continúa durmiendo para poder levantarte temprano e ir a poner la queja por la mañana.

Agh. Es Hardin, que quiere hacerte la vida imposible impidiéndote descansar. Lo mejor es que lo ignores y sigas durmiendo.


¡Es la alerta anti dinosaurios! Pero no tienes que preocuparte. Los velocirraptores son tus amigos de la infancia.

Vale, sí, es la alarma, ¡pero hoy es tu cumpleaños! Nadie debería madrugar el día de su cumpleaños.

Está bien, es la alarma y no es tu cumpleaños, pero ¿no te acuerdas? La pusiste con dos horas de antelación. Aún puedes dormir cuatro horas más.

Ya sé que la alarma sigue sonando, pero hoy es tu no-cumpleaños. Nadie debería madrugar el día de su no-cumpleaños. Sabes que es cierto.

Al final me espabilo con el despertador de Steph y me doy cuenta de que el mío sigue intentando, incansable, despertar a las dos estudiantes en coma de esta habitación. Criatura.

Anoche me duché a las tres de la mañana, aprovechando que no había nadie, y caminé a oscuras por los pasillos, descalza y en pijama. Las sábanas estaban fresquitas y me olía el pelo a campo y a mi colonia favorita. Una ocasión para disfrutar de pequeños placeres y un plan razonable y previsor, teniendo en cuenta que el despertador de mi compañera de cuarto suena con solo quince minutos de margen para llegar a clase.

En cinco minutos me he vestido y me he lavado los dientes, y solo cuando me estoy acercando al edificio de las aulas me doy cuenta de que llevo una bota de cada. Oh, bueno.

Tendré que ir a poner la queja después de clase.

Ahora que lo pienso Steph no se ha despertado. La llamo por teléfono, pero me cuelga. Uhm. Quizás se ha puesto el despertador con mucha antelación para su primera clase y aún le queda tiempo. Quizás es su cumpleaños. O quizás… no. En fin. Puesto que parece que ambas tenemos el mismo problema, deberíamos hacer una especie de alianza para sacarnos de la cama. Se lo propondré también esta tarde.

Resulta que el edificio junto al que me encuentro no es donde tengo mi primera clase. No me he perdido, que no cunda el pánico. Solo tengo que sacar el mapa del campus de mi mochila.
Bah. Quizás debería volver a mi cuarto y seguir durmiendo.

No, Zarza, no. Vas a ir a clase, van a hablar de libros, seguro que te lo pasas bien. Seguro que no haces amigos ni tienes que aguantar a gente insoportable. Todo. Va. A. Salir. Bien. ¡Adventurous Zarza!

Consigo llegar mágicamente al aula correcta y me doy cuenta de que solo hay una persona aparte de mí, sentada en la primera fila. Me siento yo también en primera fila, pero lo más lejos posible. El tipo me sonríe y se sienta a mi lado.

Sabía que tenía que haberme vuelto a dormir.

—Landon Gibson —me dice con una sonrisa radiante.

Uh. Es de esos.

No respondas James Bond. Por favor.

—Ah. Yo me llamo Zarza —le contesto con cautela.

Odio a la gente que dice su nombre y apellido así a las bravas. Y odio el hecho de que sean capaces de hacerlo sin reírse. Me da tanta vergüenza ajena que me entran ganas de golpearles la cara con algo contundente.

Durante el tiempo previo a la clase, el tipo se dedica a ignorar mis intentos por mirar al frente y se dedica a contarme su vida: estudia Filología Inglesa y tiene una novia que se llama Dakota. Lamentablemente no tengo ningún pin a mano. Ni tampoco un libro. Con el que golpearle la cara contundentemente.

La gente va llegando al aula y el friki este se acerca al profesor cuando entra para presentarse formalmente. Rápido, Zarza, este es el momento de cambiar de asiento, antes de que vuelva. Desafortunadamente no quedan huecos libres en primera fila.

El día pasa sin pena ni gloria, y llego a la última clase del día con el tiempo justo. Me siento en uno de los pocos sitios libres cerca de la pizarra con un suspiro.

—Hola de nuevo —dice Landon con una sonrisa mientras me acomodo.

Socorro.

Mientras el profesor nos explica nuestras listas de lecturas, la puerta del aula se abre y Hardin entra en clase.

—Tsk. Genial —digo entre dientes.

—¿Conoces a Hardin? —pregunta Landon.

—Es amigo de mi compañera de cuarto. No es que nos llevemos muy bien —digo.

Y, al hacerlo, los ojos verdes de Hardin miran fijamente los míos.

Miro a Landon y le pregunto:

—¿De qué lo conoces tú?

—Es... —Se detiene y se vuelve ligeramente para mirar por detrás de nosotros.

Levanto la vista y veo a Hardin sentándose a mi lado. Landon permanece callado durante el resto de la clase, sin apartar la vista del profesor ni un segundo. Me alegro.

Lamentablemente para que uno se calle, el otro tiene que estar presente. Yo así no hago nada.

En cuanto acaba la clase recojo mis cosas y salgo, antes de que me dé un ataque de angustia social y vuelva a posponer la queja en el centro de estudiantes.

Landon se pega a mí y me habla mientras salimos, pero no es el único. Me doy cuenta de que Hardin camina a mi derecha y doy un respingo.

—Eh, ¿querías algo?

—Nada. Nada. Es sólo que me alegro tanto de que coincidamos en una clase —dice en tono burlón antes de llevarse las manos al pelo, agitarlo y dejarlo caer sobre su frente.

Err… Hay perritos a los que les ponen kikis para que esto no les ocurra.

—Nos vemos luego, Zarza —dice Landon antes de marcharse.

—Tenías que hacerte amiga del chico más soso de la clase —suelta Hardin mientras observa cómo se aleja.

¿Amiga? Dios, espero que no.

—No como tú, que eres el que mola más fuerte de nuestro campus —Sonrío y pestañeo.

Se vuelve de nuevo hacia mí.

—Cada vez que hablamos te vuelves más beligerante, Zarzarilla.

—Tú en cambio sigues igual de cargante, Hardincillo —Él se echa a reír.

Supongo que físicamente es un chico salado, pero está para encerrar.

Echo a andar hacia mi residencia (me parece un tanto incómodo poner la queja con él delante) y él sigue caminando junto a mí. No habremos dado ni veinte pasos cuando de pronto me grita:

—¡Deja de mirarme!

Coño.

Brote psicótico a las tres en punto.

Hardin dobla una esquina y desaparece por un pasillo.

Yo vuelvo sobre mis pasos. Esa queja ha esperado demasiado.

-----

Capítulo 14

Pasa una semana de clases y a Steph y a mí nos va razonablemente bien con nuestro pacto para ayudarnos a madrugar. Me las apaño para no faltar y llevar las cosas al día. Me siento absurdamente orgullosa de mí misma.

Es viernes y estoy en la cola de la cafetería para pedir un chai latte y un bollo como premio.

—Eres Zarza, ¿verdad? —dice una voz femenina que tengo detrás.

Al volverme veo a Mon Cheri, observándome con una expresión amable.

¿Es su gemela bondadosa? ¿La doctora Jekyll?

—Sí —respondo, y me vuelvo de nuevo hacia el mostrador en un intento de evitar establecer más conversación.

—¿Vas a venir esta noche a la fiesta? —pregunta.

Me doy la vuelta para decirle que no, cuando añade:

—Deberías. Va a ser genial.

Oh, bueno. En ese caso.

Pongo los ojos en blanco y contesto:

—Lo siento, tengo planes.

—Vaya. Sé que Zed quería verte. —Ese era Flower Power, ¿verdad? Levanto las cejas, pero ella sólo sonríe—. ¿Qué? Justo ayer estuvo hablando de ti.

—Ahm, okay... pero, aunque así fuera, tengo novio —Aún. Nota mental: dejar a Noah este fin de semana. La sonrisa de Mon Cheri se intensifica.

—Qué pena, podríamos haber tenido una doble cita —responde. Pone cara de lástima.

—Ah… No, gracias. Tú me caes bien, pero tu otra personalidad es una borde.

Le doy la espalda para pedir mi té y mi bollo. Y me largo de allí. No pienso comer delante de ella.

En clase de literatura británica, Landon y Hardin se me sientan uno a cada lado y yo ya paso de intentar disimular mi cara de hastío. Afortunadamente Landon sale media hora antes de clase porque se va a visitar a su novia. El profesor anuncia que la próxima semana empezaremos con Orgullo y prejuicio. Pongo los ojos en blanco.

Al salir de clase, Hardin camina junto a mí, y estoy muy tentada de gritarle algo absurdo y acusador para que sepa de primera mano lo divertido que es cuando alguien tiene un brote psicótico en tus inmediaciones.

—Deja que lo adivine —dice—: estás perdidamente enamorada del señor Darcy.

—Eres consciente de que es un personaje literario y no existe, ¿no?—contesto sin mirarlo a los ojos.

—Ya, bueno —Se ríe, y continúa siguiéndome por la bulliciosa acera—. Todas las mujeres que han leído la novela lo están.

—De acuerdo, replanteemos mi comentario de antes. Eres consciente de que soy consciente de que Darcy es un personaje literario y no existe, ¿no? —replico.

Me viene a la cabeza el recuerdo de la inmensa colección de novelas que tiene Hardin en su habitación. A lo mejor es a él al que le gusta Darcy y quiere hablar sobre lo estupendo que es.

—Pero, piénsalo, ¿un hombre rudo e insufrible convertido en un héroe romántico? —continúa él a su rollo—. Es absurdo. Si Elizabeth tuviese algo de sentido común, lo habría mandado a la mierda desde el principio.

Cada loco con su tema. Me sonrío.

—De hecho… Eso es justo lo que hace, ¿no? Al principio le rechaza.

Al levantar la vista veo que Hardin me está sonriendo y tiene hoyuelos.

—¿No estás de acuerdo en que Elizabeth es una estúpida? —Enarca una ceja.

—Es un poco pánfila —digo encogiéndome de hombros.

Él se echa a reír de nuevo, pero al cabo de unos segundos, al sorprenderse riéndose a gusto conmigo, para de repente y sus risas se disipan. Algo destella en sus ojos.

—Ya nos veremos, Zarza —dice, y a continuación da media vuelta y desaparece en la dirección por la que hemos venido.

Da. Fuq.

Al menos no se ha gritado a sí mismo «¡Deja de reírte!» antes de desaparecer abruptamente. Parece que no, pero yo estas cosas las agradezco.

De pronto mi móvil empieza a sonar, y cuando lo cojo resulta ser mi novio.

—Hola, Zarza. No me llamaste —dice Noah con la voz entrecortada y algo distante.

—Anda, se me olvidó. Además, he estado yendo a clase. Menos mal que ya es viernes.

—¿Vas a ir a otra fiesta? Tu madre aún está decepcionada.

Lo sabía. Maldito cretino.

—Hemos terminado —digo.

Y cuelgo.

Cuando llego a la habitación Steph me suplica que la acompañe a otra fiesta (supongo que se refiere a la que me mencionó la amable doctora Jekyll). Aún no he acabado el relato que empecé y me gustaría reunir algo más de material, así que hacemos otro trato: yo voy y ella se dedica a darme información. Trucos de profesores, preguntas de exámenes, trabajos y todo aquello que me ayude a sobrevivir a la universidad y llegue a sus oídos.

Salgo ganando por goleada.

---

Capítulo 15

Mientras nos arreglamos, Steph se dedica a hablarme de la reputación de Hardin de terror de las nenas y de que Mon Cheri está saliendo esta semana con Flower Power.

Me he negado a pintarme. Esta vez llevo unos vaqueros nuevos que me quedan apretadísimos (a´´un no he hecho la colada y no tengo otros) y una camiseta beige con los hombros de encaje. Y no un cuaderno, sino dos, además de mis provisiones habituales.

Una vez en la fiesta, me pongo cómoda en el sofá y me dedico a leer a Joseph Conrad.

De pronto, aparece Hardin.

—Estás... diferente —dice después de una breve pausa. Recorre mi cuerpo de arriba abajo con la mirada y vuelve a subirla y a fijarla en mi rostro. Ni siquiera se esfuerza en hacerlo con algo de disimulo. Yo permanezco con las cejas enarcadas hasta que sus ojos se encuentran con los míos—. Esta noche llevas ropa de tu talla.

Eso es discutible.

Pongo los ojos en blanco.

—Me sorprende verte aquí —dice.

—Ya, el mundo es un pañuelo —replico, y sigo leyendo.

Unas horas después, Steph está borracha de nuevo. Como todos los demás. No ha pasado nada interesante para mi relato y empiezo a tener sueño. No creo que me quede mucho más.

—¡Juguemos a Verdad o Desafío! —balbucea Zed, y su pequeño grupo de amigos se reúne alrededor del sofá.

O a los tazos, por qué no.

Mon Cheri le pasa una botella de alcohol transparente a Nate, y él le da un trago.

Yo estoy bebiendo de mi botella de agua mientras leo. La tengo a mis pies, junto a la mochila. Si no estuviera tan cómoda aquí sentada me marcharía. Ugh, gente.

—Tú también deberías jugar, Zarza—sugiere la señora Hyde con una sonrisa malévola.

—No me interesa —replico.

—Para jugar tendría que dejar de ser una mojigata durante cinco minutos —señala Hardin, y todos se echan a reír excepto Steph.

—O volver a tener once años —respondo mientras paso la página— Dejadme adivinar: también jugáis mucho a Botella.

Soy más o menos consciente de que el juego avanza a mi alrededor. Mon Cheri enseña un pecho, Hardin se quita la camiseta, Steph confiesa que tiene un piercing en un pezón, Zed se bebe una lata de cerveza de un trago, y yo leo sobre un corazón en tinieblas preguntándome hasta qué punto se puede hablar del mal y hasta qué punto se puede hablar de estupidez.

---

Capítulo 16

—Hardin, ¿verdad o desafío? —pregunta Mon Cheri.

Él responde desafío, cómo no.

—¿A que no te atreves... a besar a Zarza? —dice ella, y le regala una falsa sonrisa.

Hardin abre unos ojos como platos.

Sigue soñando.

—No, gracias —replico, y todos se ríen a mi alrededor.

—¿Qué más da? Es sólo un juego. Tú hazlo —dice Mon Cheri, presionándome.

—Es sólo un juego en el que no estoy participando —les recuerdo— Pídele que bese a otra persona que sí esté interesada.

Hardin no me mira, sino que se limita a dar un sorbo a la bebida que tiene en el vaso.

Voy a beber yo también de mi botella y durante un momento todos me miran expectantes. Después de dar un trago larguísimo del líquido transparente entiendo por qué. Esto no es agua. Los muy zumbados me han dado el cambiazo con vodka.

Me arde la garganta. Toso mientras a mi alrededor todos se ríen como desquiciados.

Mon Cheri me echa una mirada triunfante y maliciosa y agita la botella de vodka vacía que se han estado pasando durante todo el juego.

—Nunca digas de esta agua no beberé —me sugiere, riéndose.

Me incorporo de golpe y de pronto me doy cuenta de que la he duchado con el alcohol de mi botella. A nuestro alrededor se hace el silencio.

Mon Cheri está temblando de rabia, pero al ver que todos la miran borra su mueca de asco y sonríe entrecerrando los ojos. Se lleva dos dedos al escote para recoger algo de alcohol. Se los chupa, sacando la lengua y enroscándola en torno a ellos. Le guiña un ojo a Zed y los chicos silban.

—¿Contenta? —me pregunta.

—Sí —le espeto—. Ahora es más fácil prenderte fuego.

Agarro mis cosas y desaparezco entre la multitud, dejando atrás silencio y miradas atónitas.

Acabo en el baño, sentada en el suelo.

Se me ha ido la cabeza. Hacía tiempo que no me pasaba.

Estoy temblando y me abrazo las piernas. Apoyo la frente contra las rótulas, intentando absurdamente contener el vértigo. El alcohol siempre se me sube demasiado rápido. Quiero irme a casa, a un lugar que sea solo mío, pero en esta historia no existe ninguno.

Si vomitara dejaría de sentirme así. Eliminaría el alcohol, podría pensar con claridad.

Si vomitara.

Sería tan fácil.

Me clavo las uñas cerca de los tobillos. El dolor es casi delicioso, punzante contra el hueso. No, no, no voy a vomitar. Nadie va a vomitar. Me miro los pies y tengo la piel del empeine salpicada de medias lunas.

La solución es caminar, y eso es lo que hago, de lado a lado del baño. Caminar, caminar, caminar. Hasta que alguien llama a la puerta y, aunque intento hacerme invisible, sigue llamando, no deja de golpear la puerta hasta que salgo. Sigo caminando por el corredor, pero no soporto estar en el pasillo. Tengo la sensación de que en cualquier momento aparecerá alguien. Aunque vaya a la residencia sigo compartiendo cuarto con Steph, y Hardin y cualquiera de sus amigos puede entrar cuando le venga en gana. ¿Cuánto tarda en procesarse una de esas quejas contra estudiantes?

Si pudiera encontrar la habitación donde dormimos Steph y yo, podría buscar un sitio donde esconderme. Quizás haya uno de esos armarios/vestidores que tienen en Estados Unidos, y pueda refugiarme allí. No me atrevo a volver al campus.

Voy probando puertas hasta que acabo en una habitación que me resulta familiar. Tiene un armario convencional, así que me siento en el suelo con las piernas apretadas contra el pecho.

Bueno, Zarza, cambia esa cara. Pensándolo bien, el juego de Verdad o Atrevimiento es una adquisición decente para el relato. Sobre todo si voy a hablar de inocencia y fragilidad. Deja ya de ser tan ridícula. Nadie tiene un ataque de pánico por una tontería como esta.

Lleno uno de los cuadernos de anotaciones inquietas, más o menos incoherentes. Las palabras parecen deshilachadas e inconexas sobre el papel. Ni siquiera me doy cuenta de que alguien ha entrado en la habitación hasta que no habla.

—¿Qué parte de que «Nadie entra en mi habitación» no has entendido? —ruge Hardin. Su expresión iracunda me estremece y lo miro con ojos llenos de pánico. Creo que me han empezado a temblar las manos. Se me cae el cuaderno.

Debo de estar poniendo una cara de terror extremo, porque frunce el ceño y no dice nada.

Dios, qué vergüenza. Sólo me falta ponerme a llorar.

—Ya, ya, lo siento. El ala oeste está prohibida —digo poniendo los ojos en blanco. Me río.

Mucho mejor.

—Largo —dice con los dientes apretados.

Me recuerda a mi hermana, aquella vez que… Sólo que en este universo no tengo hermana. Me río aún más.

—¡No tienes por qué ser tan capullo! —le espeto como si ladrara. Sigo sonriendo y me noto los dientes afilados, salvajes, y el corazón como el de un pájaro u otra criatura pequeña.

—Estás en mi cuarto, otra vez, después de que te dijera que no entraras. ¡Lárgate! —me grita acercándose a mí.

Me doy cuenta de que estoy llorando y, entonces ya sí, rompo a reír como si me ahogara.

---

Capítulo 17

Hardin me mira. Su mirada se ha vuelto vacilante.

—Oye, ¿estás bien?

—Buena pregunta —digo, entre risas. Me restriego las mejillas bruscamente, pero sin arañarme—. Todo esto es tan ridículo. Sois los amigos de mi compañera de cuarto, ¿por qué es tan difícil que mantengamos una relación de civilizada indiferencia? Ni siquiera estoy diciendo que seamos amigos.

—¿Nosotros? ¿Amigos? —Se echa a reír y levanta las manos—. ¿Acaso no es evidente por qué no podemos ser amigos?

Se me ocurren varios motivos, pero no me había parado a pensar en cómo debe de ser desde su punto de vista.

—No.

—Pues… Mira, para empezar, eres una estirada. Seguramente te habrás criado en la típica casita perfecta de revista, idéntica al resto de las viviendas del vecindario. Tus padres te compraban todo lo que querías y nunca tuviste que anhelar nada. Con tu estúpida ropa de monja..., en serio, ¿quién se viste así con dieciocho años?

Se me corta la risa en seco. Le miro con las cejas enarcadas y la cabeza levemente inclinada hacia un lado.

—Así que has decidido por tu cuenta qué tipo de vida he llevado, y eso te parece un motivo razonable para tratarme mal —Sonrío un poco—. Una vida perfecta. ¿Existe siquiera algo así? ¿Hay una sola persona en este mundo que no haya anhelado nunca nada? ¿Y desde cuándo que tus padres te compren todo lo que quieres es un parámetro sólido para medir la felicidad? No sabes nada de mí, pero no importa, ¿verdad? No. No me compraban todo lo que quería. ¿Has visto a mi madre? Está loca de atar. Tengo un padre alcohólico del que no sé nada. Y puede que mi ropa te parezca estúpida, pero a la que le tiene que gustar es a mí.

Veo que sus manos forman puños. Como si le cabrease lo que acabo de contarle.

—¿Sabes qué? No tengo ni idea de qué tipo de vida has llevado tú, aunque a veces pienso que ha tenido que ser una muy jodida. De todas maneras, yo tampoco tengo ningún interés en ser amiga tuya, Hardin —le digo, y alargo el brazo hacia el pomo de la puerta.

—¿Adónde vas? —pregunta él entonces.

—A la parada del autobús para volver a la residencia.

—Es demasiado tarde para coger el autobús sola.

Me vuelvo de nuevo para mirarlo.

—Ya, bueno. Dudo mucho que nadie vaya a acompañarme.

—No he dicho... Sólo te lo estoy advirtiendo. Es una mala idea.

—Bueno, Hardin, No tengo muchas opciones. Todo el mundo está borracho, incluida yo.

—¿Siempre lloras en las fiestas? —pregunta ladeando la cabeza, aunque sonríe ligeramente.

—Yo no lloro nunca.

Alargo la mano hacia el pomo de nuevo y abro la puerta.
—Zarzarilla... —dice en un tono tan suave que apenas si lo oigo. Su expresión es difícil de interpretar. La habitación me da vueltas y me agarro al armario que tengo a mi lado—. ¿Estás bien? —pregunta.

Vuelvo a reírme.

—Buena pregunta —repito.

—¿Por qué no descansas aquí unos minutos y luego vas a la parada del autobús?

—Pero… ¡Esta prohibido! —digo, con ojos desmesuradamente abiertos. Sonrío de medio lado al sentarme en el suelo y apoyo la cabeza contra el armario.

—Creo que sólo necesito un poco de agua —añado, y me dispongo a levantarme.

—Toma —dice apoyándome una mano en el hombro para que no me levante y pasándome su vaso rojo.

Pongo los ojos en blanco y lo aparto.

—He dicho agua, no cerveza.

—Es agua. Yo no bebo —replica.

Yo a este tío lo mato.

—Y teniendo tan particulares principios, ¿no se te ocurrió que podría no hacerme gracia que me cambiarais el agua por vodka? —le pregunto, la voz helada.

Una parte de mí no deja de gritarme, porque ha sido una broma estúpida, pero he bajado la guardia lo suficiente como para dejar que suceda. Y quién sabe qué otras cosas podrían haber sucedido.

—Sacas lo peor de mí —farfulla.

—Vaya, qué halago —le respondo.

Se aleja y se sienta en la cama con las piernas en lo alto.

Cojo el vaso de agua y le doy un trago. Al hacerlo, advierto un ligero sabor a menta. El agua impacta 
contra el alcohol que tengo en el estómago y ya no siento tanto calor.

Al cabo de unos minutos de silencio, Hardin dice:

—¿Puedo hacerte una pregunta?

La mirada en su rostro me indica que debería responderle que no, pero la habitación todavía no está del todo estable, así que pienso que hablar a lo mejor ayuda.

—Claro, aunque no te aseguro que vaya a responder —digo.

—¿Qué quieres hacer después de la universidad?

Lo miro, esta vez con nuevos ojos. Eso es, literalmente, lo último que esperaba que me preguntara. Bueno, mentira: hay otras cosas que me esperaba menos. Pero esto me ha pillado de sorpresa.

—Quiero ser escritora y trabajar como profesora de bachillerato.

Él no responde, sólo asiente, pensativo.

—¿Esos libros son tuyos? —pregunto, como si nada.

—Sí —farfulla.

Ah, ya sabía yo que le daba corte.

—¿Cuál es tu favorito?

El Hardin secreto. Me río yo sola.

—No tengo favoritos —contesta.

—Ah. Puedo entender eso.

Suspiro y tiro de un hilito de mis vaqueros.

—¿Sabe el señor Perfecto que estás en una fiesta otra vez?

—¿El señor Perfecto? —repito. Lo miro de nuevo.

—Tu novio. Menudo pringado.

—Ya no es mi novio, pero, vamos, no es mala gente —Me encojo de hombros.

Hardin pone cara de sorpresa y despliega una de sus sonrisas con hoyuelos. Luego se echa a reír, y yo me levanto para estirar las piernas.

—¿Que no es mala gente? ¿Es eso lo primero que te viene a la cabeza al hablar de tu novio? Ese es el  eufemismo que utilizas para no llamarlo aburrido.

—No lo conoces.

Pensándolo bien, yo tampoco.

—Ya, pero sé que es aburrido. Salta a la vista, con esa chaqueta de punto y esos mocasines...

Hardin inclina la cabeza hacia atrás muerto de la risa.

—¿Qué problema tienes con la ropa de la gente? —replico. Cojo el agua y bebo otro sorbo—. De todos modos, aburrido es un concepto que depende de los intereses de la persona. Para mí el epítome de lo aburrido son vuestros juegos de patio de colegio.

—Mira, ha estado saliendo dos años contigo y no te ha follado todavía, me lo ha dicho Steph. Eso es todo lo que necesito saber.

Hasta luego.

Hardin tiene una sonrisa cruel.

Me levanto como puedo agarrándome a la estantería con los libros para estabilizarme.

—¿Que no me ha foll…? Mira, ni él es un perro en celo, ni yo soy la pata de un mueble. El sexo es una cosa recíproca, no algo a lo que la mujer deba ser coaccionada, ni algo que tenga que aguantar estoicamente. Ya deberías saberlo, Casanova.

Un par de libros se caen al suelo cuando me agacho a coger mi mochila y salgo de la habitación. Me tambaleo por la escalera y me abro paso a través de la multitud en dirección a la cocina.

Siento tanto asco.

Me encuentro con Flower Power y le pregunto por mi compañera de cuarto, pero me dice que se ha ido con un tal Tristan.

Vaya perra. En fin.

—¿Sabes si hay autobuses toda la noche? —le pregunto también.

Flower Power se encoge de hombros, y justo entonces la melena rizada de Hardin aparece delante de mí.

—¿Zed y tú...? —dice en un tono que soy incapaz de descifrar.

Me levanto y lo empujo para pasar, pero él me agarra del brazo.

—Esta conversación ya la hemos tenido, Hardin.

—Sólo me estaba preguntando por el autobús — aclara Zed.

—Relájate... Son las tres de la mañana. No hay autobuses. Tu recién estrenado estilo de vida ha hecho que te quedes aquí tirada otra vez. —El brillo en los ojos de Hardin al decir eso es tan socarrón que me dan ganas de pegarle—. A no ser que quieras irte a casa con Zed...

Cuando me suelta el brazo, vuelvo al sofá con Zed para preguntarle por los taxis. Hardin se queda donde está, asiente por un momento y da media vuelta indignado.

No tengo ni idea de qué está ocurriendo.

Flower Power no sabe nada de los taxis, pero me promete ayudarme a buscar la habitación donde dormimos Steph y yo la otra vez.

---

Capítulo 18

Encontramos la habitación, y en la penumbra parece que está libre.

Zed me sonríe.

—Yo voy a volver andando a casa; si te apetece venir... Tengo un sofá en el que puedes dormir —propone.

Soy incapaz de dilucidar si me está tirando los trastos o no, y no quiero correr riesgos.

—Creo que voy a quedarme aquí —contesto.

Su rostro refleja una ligera decepción, pero me ofrece una sonrisa comprensiva. O sea, sí, me estaba tirando los trastos. Me dice que tenga cuidado y me da un abrazo de despedida. Cierra la puerta al marcharse y yo cierro el pestillo.

Me tumbo. Estoy medio amodorrada cuando oigo un ruido en la otra cama.

—No te había visto nunca por aquí —balbucea una voz grave en mi oreja.

Mierda.

Doy un brinco y su cabeza me golpea en la barbilla.

Tiene la mano apoyada sobre la cama, a tan sólo unos centímetros de mis muslos. Su respiración es pesada, y huele a vómito y a alcohol.

—¿Cómo te llamas, encanto? —exhala, y a mí me dan arcadas.

Socorro. Justo a esto me refería cuando hablaba de las fiestas de fraternidad.

Levanto un brazo para empujarlo y alejarlo de mí, pero no funciona.

Él se echa a reír.

—No voy a hacerte daño... Sólo vamos a divertirnos un poco —dice, y se relame los labios, dejando un hilo de saliva colgando sobre su barbilla.

Socorrosocorrosocorrrosocorro.

Se me revuelve el estómago y lo único que se me ocurre es propinarle un rodillazo en los testículos con toda la fuerza de la que me veo capaz. Se agarra la entrepierna y retrocede como puede. Yo aprovecho la oportunidad y salgo disparada. Mis dedos temblorosos abren el pestillo. Corro por el pasillo, donde varias personas me miran como si fuera un bicho raro.

—¡Vamos, vuelve aquí! —Oigo que grita con su voz desagradable no muy lejos de mí.

Sí, espera, que voy.

Por extraño que suene, a nadie parece sorprenderle que un tipo persiga a una chica por el pasillo.

—¡Gracias por la ayuda, cabrones! —les grito, sin dejar de correr.

Se encuentra a tan sólo unos metros de distancia, pero por suerte está tan borracho que no para de tambalearse contra la pared. Mis pies se mueven a su libre albedrío, y me llevan por el pasillo hasta el único lugar que conozco en esta maldita casa. El baño.

Intento girar el pomo bloqueado y aporreo la puerta. Quien quiera que esté dentro me va a oír cuando salga.

—¡Joder! —grito de nuevo, y entonces la puerta se abre.

Y es Hardin.

—Esto no es el baño —le digo.

Me he vuelto a desorientar.

—¿Zarza? —pregunta confundido mientras se frota los ojos con la mano.

Sólo lleva puesto un bóxer negro, y tiene el pelo todo revuelto.

—Aceptamos pulpo —afirmo, asintiendo categóricamente con la cabeza—. Hardin, ¿puedo pasar, por favor? Ese tipo... —digo, y miro a mis espaldas.

Él me aparta y mira por el pasillo. Ve a mi perseguidor, y éste, al instante, pasa de dar miedo a parecer asustado. Me mira una vez más antes de dar media vuelta y volver por el pasillo.

—¿Lo conoces? —pregunto con el ceño fruncido.

—Sí, pasa —dice él, y tira de mi brazo hacia el interior del cuarto.

En la espalda no lleva ningún tatuaje, lo cual es algo extraño, ya que tiene el torso, los brazos y el abdomen repletos. Se frota los ojos de nuevo.

—¿Estás bien? —Su voz suena más ronca de lo habitual.

—Sí..., sí. Siento haber venido aquí y haberte despertado. Ninguno de los capullos de ahí fuera quería ayudarme.

—No te preocupes. —Se pasa la mano por el pelo alborotado y suspira—. ¿Te ha tocado? —pregunta sin rastro de sarcasmo ni de socarronería.

—Lo ha intentado. No me había dado cuenta de que estaba en el cuarto.

Tengo ganas de llorar otra vez. Esto es absurdamente inconveniente.

—No ha sido culpa tuya que haya hecho eso. No estás acostumbrada a este tipo de... situación. —Su tono es amable y totalmente distinto del habitual.

Él golpetea el colchón y yo me siento en la cama con las manos sobre el regazo.

—Claro que no ha sido culpa mía. Ni pienso acostumbrarme. Ningún ser humano debería estar acostumbrado a un intento de violación. No tengo ninguna intención de acostumbrarme —repito.

—No llores, Zarza —susurra Hardin.

Por Dios, no, otra vez no. No me digas que he vuelto a llorar. Vaya noche de mierda.

Él levanta la mano y casi me aparto de un modo reflejo, pero entonces la yema de su pulgar atrapa la lágrima que rueda por mi mejilla.

Levanto la vista y observo cómo se le dilatan las pupilas.

—No me había dado cuenta de lo amarillos que son tus ojos —dice en un tono tan leve que tengo que acercarme para oírlo.

¿En serio, Caperucita?

—Oh. Bueno, a veces sí. La mayor parte del tiempo son marrones… Pero hacen lo que quieren —respondo, encogiéndome de hombros.

Su mano continúa en mi rostro. Honestamente, no sé cuánto tiempo pretende dejarla ahí.

Atrapa el aro que perfora su labio inferior con los dientes y desliza la vista hacia abajo.

Uhh… Mala señal.

Hardin aparta la mano despacio, y decido que es el momento perfecto para marcharme de esta casa de locos. Me incorporo, y de pronto no entiendo nada, y mucho menos qué hacen sus labios impactando contra los míos.

---

Capítulo 19

La boca le sabe a menta. Eso es lo único que consigo procesar al principio, por estúpido que parezca.

El tipo me besa con ganas. Levanta las manos y recoge entre ellas mis mejillas antes de bajar las palmas hacia mis caderas. Entonces se aparta un poco y me da un leve beso en los labios.

—Zarza —exhala, y vuelve a pegar rápidamente la boca contra la mía y a introducir su lengua en ella.

Ostras. Pero en qué entuerto me he metido yo ahora.

Hardin tira de mis caderas para acercarme a él e intenta tumbarse sobre la cama sin interrumpir nuestro beso. Este sería un buen momento para detener lo quiera que esté pasando aquí.

Despegarse de él es tan difícil como tirar de una ventosa, pero al final lo consigo.

—Hardin..., para —digo. Tengo la voz grave y noto la boca rara.

No se detiene.

—¡Hardin! —repito, esta vez con voz clara y firme, y entonces me suelta el pelo. ¿En qué momento me ha agarrado el pelo? Cuando lo miro a los ojos, veo que están más oscuros, aunque ahora parecen más cálidos, y sus labios están más rosados e hinchados de besarme—. He bebido —le recuerdo.

Se queda quieto. Tiene la mandíbula apretada y está ruborizado, pero asiente. Se aparta de mí y se acerca al armario, del que saca una camiseta negra.

Se me ocurre que Mon Cheri ya me odia, y no es ese un fuego al que quiera echar más leña.

—Oye, ¿te importaría no comentar nada de esto?

Veo que su espalda se queda rígida con la camiseta a medio poner. Termina de bajarse la tela y se gira hacia mí.

—Créeme, yo tampoco quiero que nadie se entere —me espeta—. Deja de hablar de ello.

—Por favor, deja tú de ponerte a la defensiva, no van por ahí los tiros —replico, poniendo los ojos en blanco—. Simplemente prefiero mantener mi privacidad. Dios… Ahora mismo todo me resulta muy confuso.

—Pues no te confundas —me increpa, cruzándose de brazos y subiendo la voz—. No vayas a pensar que porque me has besado, básicamente en contra de mi voluntad, ahora tenemos alguna especie de vínculo.

Joder.

Me paso la mano por la cara. No sé quién ha dejado una taladradora en mi sien, pero me gustaría que se la llevara.

—Tú y yo sabemos que eso no es verdad, pero incluso si fuera cierto… ¿En serio, Hardin? Hace menos de cinco minutos que un tío ha intentado forzarme. ¿De verdad quieres ir por ahí? Pues, oye, enhorabuena. Cada día te superas. Nunca se me hubiera ocurrido que podrías llegar a ese nivel de hijoputismo.

Me levanto, cojo mi mochila y me dirijo hacia la puerta.

Veo la duda en la cara de Hardin. Frunce el ceño.

—Puedes pasar aquí la noche, ya que no tienes adónde ir —dice en voz baja, pero yo niego con la cabeza.

—No, gracias —replico, y me marcho.

Cuando llego a la escalera, me parece oírlo gritar mi nombre, pero sigo avanzando. Fuera, mi piel agradece notar la fresca brisa. Me siento en el pequeño muro de piedra y enciendo el móvil de nuevo. Son casi las cuatro de la mañana.

Con algunos rezagados deambulando alrededor, y sin saber qué hacer, miro el teléfono y veo que tengo varios mensajes, de Noah y de mi madre. Lo que me faltaba.


Cielos, qué noche más horrible.

--

Y hasta aquí por hoy.

¿Os hemos dicho que la universidad de Ortiga en su fanfic y la mía en este están como a tres horas? Se avecina un cameo.

No os quiere,

Z.

Cincuenta Malas Hierbas de Grey - capítulo 6

$
0
0


6



Paso la mayor parte del resto de ese día en comisaría y haciéndome un molesto y terriblemente violento chequeo que añadir a la denuncia contra José. Pero lo peor, casi peor que llevar mi ropa vomitada de ayer en una bolsa de plástico por si me la piden, es que tengo que admitir que hubo un testigo visual de la agresión y señalar quién era con nombre y apellido, lo cual quiere decir que todavía no voy a poder librarme de cierta persona, parece ser. Lo bueno es que, como recompensa por mi esfuerzo, tengo desayuno gratis para varios días esperándome de vuelta en casa y eso me hace muy feliz. Así que intento centrarme en la parte positiva y olvidar el resto.


Me gustaría poder decir que vuelvo a casa sin incidentes y que, una vez allí, realizo un ritual satánico con la bolsa de ropa que Grey ha dejado olvidada en mi baño. Luego hago mi propia colada y le mando un mensaje a Zarza con instrucciones para la reventa de los carísimos libros que siguen sobre la encimera de mi cocina. Y que soy feliz y como muchas magdalenas y los perturbados dejan de acosarme. FIN.

Sin embargo, cuando finalmente me liberan de comisaría, exhausta, de nuevo con jaqueca y sintiéndome francamente sucia e incómoda en mi piel después de tanta pregunta y pruebas médicas, lo que realmente sucede es que alguien me está esperando en la puerta. Y no es Kate.

Me quedo rígida.

—¿Cómo me has encontrado? —pregunto, con la voz mucho más temblorosa de lo que me gustaría.

Malditas aplicaciones espía de internet. ¿Realmente voy a tener que poner otra denuncia hoy? Estoy demasiado cansada para esto. ¿Es que el día no se va a acabar nunca?

Creo que lloraré.

El llanto inminente se me debe de notar en la cara, porque él se apresura a contestar:

—No te he seguido —Está esperando con la espalda apoyada contra el lateral de su coche, las manos cruzadas sobre el pecho, ahora vestido de nuevo con traje y camisa limpios—. Me han llamado para tomarme declaración.

—Ah. —Dudo un momento—. Bueno, gracias por la ayuda, entonces.

Paso por su lado sin añadir nada más y sigo caminando por la acera. Oigo sonar su teléfono mientras me alejo.

—Grey —contesta bruscamente—. Bien. Mándemela por e-mail. ¿Algo más?

No oigo que se despida, pero ya ha colgado cuando su figura vuelve a entrar en mi campo de visión, acompasando su paso al mío.

—¿A dónde vas?

Frunzo el ceño.

—A mi casa, ¿a dónde crees que voy a ir?

—¿Piensas volver andando?

—Sí. Locomoción bípeda, ya sabes: fue un gran invento en la historia de la evolución.

El teléfono vuelve a interrumpirle.

—Grey. —Pausa—. Bien. Eso es todo, Andrea. —Corta la llamada y se vuelve una vez más hacia mí como si nada hubiese pasado.

Ni adiós ni gracias.

Qué encanto.

—Vives a cinco manzanas de aquí —señala, como si fuera una idea impensable—. Ven, Taylor nos acercará en el coche.

¿Nos? Ni de coña.

En ese momento reparo en que el coche negro nos sigue rodando a velocidad de colisión paralelo a la acera.

—No es necesario —Acelero el paso—: me gusta caminar.

No le da tiempo a contestar antes de que vuelva a sonarle el teléfono.

¿En esto consiste toda su vida?

Ugh. Teléfonos. Me suicidaría.

—Grey —dice bruscamente.

Yo aprovecho para sacarle algo de ventaja, pero eso no me impide esta vez oír la voz que truena desde el otro lado de la línea

—Hola, Christian. ¿Has echado un polvo?

Se me enciende la cara como un semáforo, todo el cuerpo se me pone rígido.

No quiero oír este tipo de conversaciones. Dios. Vergüenza.

Más distancia, necesito más distancia.

—Hola, Elliot. —Grey suspira y vuelve a ponerse a mi altura gracias a sus zancadas considerablemente más largas que las mías—. Te agradecería que no hablases tan alto: conseguirás que mi acompañante salga corriendo.

—No me estás acompañando, ¡me estás persiguiendo! —le grito.

—¿Quién va contigo? —La otra voz no parece tener más que un volumen de interacción.

Grey mueve la cabeza.

—Urtica Dioica.

—¡Hola, Ortiga! —dice el desconocido, todavía más alto que antes.

Bien, tiene dos volúmenes de interacción: grito y ultrasonido.

Un momento. ¡¿Ortiga?!

Me paro, mirando con los ojos muy abiertos el teléfono que sigue contra la oreja de mi acosador particular más empedernido.

Y ¿este quién es?

—Me han hablado mucho de ti —continúa Elliot, su voz es ronca.

Grey frunce el ceño. Ahora sí le miro a él, cada vez más descolocada.

—Así que supongo que Christian se habrá quedado con las ganas —sigue la voz del teléfono.

Se me abre la boca.

—¿Qué coj…?

¿Quién coño es este colg…?

¿Qué significa esa…?

—Estoy llevando a Urtica a su casa —me corta Grey recalcando mi nombre—. ¿Quieres que te recoja?

—Claro.

—Hasta ahora.

Cuelga.

Seguimos parados. Y yo sigo con la boca abierta.

—Urtica, ¿te encuentras bien? —Suena preocupado.

Por si la cabeza no me dolía ya bastante.

Por si tener que pasar el día en comisaría y pasando un examen médico no fuese lo bastante humillante.

Como si tratar con *toda esa gente* no fuese suficiente contacto social por un maldito día.

Y si digo que no ya no podré despegármelo de encima *nunca*. Y tendré que deshacer mis pasos y rellenar una segunda denuncia.

—¿Por qué te empeñas en llamarme Urtica? —Si no puedes mentir, cambia de tema como si no hubiera mañana.

—Porque es tu nombre.

—Todo el mundo me llama Ortiga.

—¿De verdad?

El coche negro también está parado junto a la acera, a nuestro lado.

—Urtica… —me dice pensativo.

Sacudo la cabeza y me limito a reanudar la marcha, ignorándole someramente. Pero no se queda atrás.

—Lo que ha pasado esta mañana en tu apartamento… no volverá a pasar. Bueno, a menos que sea premeditado —dice, serio.

Por poco tropiezo con mis propios pies.

Eso no es una disculpa.

¿Cómo que premeditado? ¿Qué coño quiere decir eso?

Esto no puede ir en serio.

Tomo aire.

—Si no te subes ahora mismo a tu coche y dejas de seguirme, te juro que doy media vuelta y vuelvo a comisaría a pedir una orden de alejamiento.

Por fin le dejo atrás.

——————————————

Llego a la puerta de mi casa, benditamente sola, y me detengo a sacar las llaves. Entonces me acuerdo.

—¡Ah! —Levando el índice derecho hacia la madera—. Claro: Elliot es su hermano.

La puerta se abre antes de que pueda meter la llave en la cerradura y un borrón de pelo se me lanza encima.

—¡Ortiga! —Reconozco a Kate por el olor de su colonia—. ¿Qué ha pasado? He oído tu último mensaje. ¡¿A comisaría?! ¡¿Qué ha pasado?! ¡¿Estás bien?! ¡Lo siento tanto! —No respira.

Se separa de mí con las manos en mis hombros y me recorre la cara con la mirada.

—¡Oh, dios mío! ¡Tu cara!

Sin darme tiempo a abrir siquiera la boca, me arrastra hacia el interior del apartamento y cierra la puerta. La persona que nos espera en la cocina me hace clavar los talones en el suelo y detenerme.

—¡¡Tú!! —Le señalo acusadoramente.

Entonces todo se vuelve muy confuso. Más de lo normal, quiero decir.

Un segundo tipo muy grande y al que juraría que no conozco (lo cual es mi caso no es garantía de nada) se pone en pie junto a la mesa del desayuno, a caballo entre la sorpresa y la actitud defensiva. Kate lanza un grito y me arrastra detrás de su cuerpo con brusquedad.

—¡¿Has sido tú?! —Mi compañera de piso alterna entre mirar a las dos montañas humanas al otro lado de la cocina y a mí—. ¡¿Ha sido él?! ¡¿Él te ha hecho esos cardenales?!

—¡NO! —gritamos Grey y yo al mismo tiempo.

—¡Pero acabas de decir…!

—¡No! —insisto, saliendo de detrás de su cuerpo—. Ha sido José.

Se hace una pausa durante la que Kate me mira sin comprender.

—¿José? —susurra—. Pero…

—Ajá. Un encanto, ¿verdad? —Le dedico una sonrisa torcida al tiempo que levanto el brazo de los cardenales para que lo vea—. Por eso he ido a comisaría.

—Pero… —Sigue sin reaccionar.

Me vuelvo hacia Grey mientras Kate sigue procesando.

—Y tú ¿qué demonios estás haciendo aquí?

Él se limita a levantar una ceja, divertido.

Te voy a arrancar la cara. A mordiscos.

Estoy demasiado cansada para lidiar con esto.

—Solo he venido a recoger a Elliot —Señala al segundo mostrenco que hay de pie en mi cocina.

Así que ese es el tal Elliot.

—Hola, Ortiga.

Sonríe y sus ojos azules brillan mientras rodea la mesa para venir a envolverme en un abrazo de oso.

Y yo que pensaba que me había librado de esto cuando salí de España. Puerros.

—Eh… Hola —balbuceo cuando por fin me veo libre.

—Elliot, tenemos que irnos —dice Christian en tono suave.

—Claro.

El aludido se gira hacia Kate, la abraza y le da un beso interminable.

La casa tiene habitaciones. De verdad.

Mientras estoy intentando no mirar a la pareja me fijo en que Grey ha recuperado la bolsa con su ropa que se había quedado en el baño.

Esta es mi oportunidad.

Sorteo la mesa y cojo el paquete con los libros que sigue sobre la encimera. Se los tiendo a mi acosador.

—Toma —le digo—, tus libros. No te los dejes.

Él se limita a sostenerme la mirada, una ceja arqueada y la sonrisa empezando a ensanchársele una vez más.

Elliot sigue besando a Kate, la empuja hacia atrás y la hace doblarse de forma tan teatral que el pelo casi le toca el suelo.

—Nos vemos luego, nena —le dice sonriente.

Kate se derrite.

Yo les ignoro y vuelvo a agitar el paquete de libros delante de las narices de Grey, que resopla y me mira con expresión impenetrable.

—No se devuelven los regalos, Urtica.

Se da media vuelta, sale al rellano y abre la puerta de la calle. Elliot lo sigue, pero se vuelve y le lanza otro beso a Kate. Ella se queda apoyada contra la marquesina de la puerta viéndoles marchar.

Con un suspiro, dejo el paquete de libros una vez más sobre la encimera y saco el móvil.

«Furcia, han caído en mis manos unos libros muy viejos por los que cualquier Wannabe mataría. ¿Quieres que nos saquemos una pasta?». Hago una pausa y me pienso si mencionar lo que pasó ayer. «Tenemos que hablar con calma. Tengo muchas cosas que contarte: hoy he puesto mi segunda denuncia».

Pulso enviar.

Oigo cerrarse la puerta de entrada y Kate aparece a mi espalda. Tiene el gesto indeciso.

—Entonces ¿seguro que estás bien?

Intento sonreírle a pesar del agotamiento.

—Sí, no te preocupes.

—Pero…

—El muy imbécil estaba borracho. Me lo tuve que quitar de encima de un cabezazo. Pero por suerte la cosa quedó en eso.

Más o menos.

Eso parece resolver sus dudas. Y entonces su cara cambia.

—Y… —Me lo veo venir cuando la veo abrir la boca y poner morritos—, ¿con Grey…?

—No —contesto bruscamente, con la esperanza de que eso impida que siga preguntándome—. Pero es evidente que tú sí —le digo.

Y funciona.

—He quedado con él esta noche.

—Me alegro —le digo, y se queda en la cocina dando saltos como una niña pequeña.

El móvil vibra en mi pantalón. Zarza.

«Sabes que siempre estoy dispuesta para la pasta. Sea del tipo que sea.

Y tendrás que contarme lo de la denuncia. Puede que yo también necesite poner una».

Lo que necesito ahora mismo es mi cama.

José llama esa noche, pero Kate me arranca el teléfono de las manos antes de que yo pueda contestar y empieza a gritarle todo tipo de barbaridades. De todas formas, le oigo gritar a él también al otro lado de la línea, algo de que soy una puta desquiciada y que he sacado las cosas de contexto. Así que termino por recuperar mi teléfono de las manos de Kate.

—No vuelvas a llamarme —le digo, elevando la voz con rotundidad por encima de sus improperios—. La próxima vez que me llames, grabaré la conversación y la llevaré a comisaria.

Cuelgo.

No, si encima tiene el cretino los huevos de enfardarse. No te jode.

Sigo necesitando mi cama.

—————————————

Paso el domingo acurrucada en el sillón hablando con Zarza por Skype. Planeamos qué hacer con nuestras futuras riquezas de la reventa de libros mientras como helado de uno de esos cubos-tarrina americanos, esos que seguramente los descuartizadores usan para almacenar a sus víctimas en los congeladores de los sótanos de sus casas, porque tienen el tamaño apropiado para meter una cabeza humana entera. Lo cierto es que no me gusta tanto el helado, pero lo acompaño con todos los bollos que Grey compró para desayunar el sábado y entra divinamente.

Kate comienza a empaquetar sus cosas para la inminente mudanza. Yo le echo cuento a mi cabeza y aprovecho mi día libre en el trabajo. Tendré que hacerlo durante la semana, pero realmente necesito un descanso.

El lunes sí hago cajas y voy a trabajar.

Las horas pasan muy lentas hasta que por fin todos los clientes se marchan. Como estamos en plena temporada de verano, tengo que pasar dos horas reponiendo las estanterías después de haber cerrado la tienda. Es un trabajo mecánico que me deja tiempo para pensar. Me dedico a tararear mientras recorro los pasillos. Hay un motivo y solo uno por el que me gusta que me toque cerrar: estoy sola.

Me he tenido que maquillar. Yo. Kate me ha prestado base para que pudiera taparme el inmenso moratón de la frente. Para que nadie haga preguntas que no me apetece responder. Los cardenales del brazo al menos los he podido tapar con una camisa de manga larga. Me cago en todos los muertos de José, el calor que tengo. Estoy sudando. Pero a pesar de todo me alegro de que sea verano, me gusta que todavía sea de día cuando salgo del trabajo, por tarde que sea

Termino lo que estoy haciendo, recojo mi mochila y me encamino hacia la puerta. Entonces me empieza a sonar el móvil. Kate.

—¡Ortiga! ¿Dónde estás? ¿Ha pasado algo? ¡Ya deberías estar en casa!

Me miro el reloj.

—Lo siento. He tenido que quedarme reponiendo.

Meto el brazo en la mochila para intentar encontrar las llaves, y casi la cabeza también, el teléfono presionado entre la oreja y el hombro.

—Ah, aquí estáis —suspiro, notando por fin el tintineo del llavero en las puntas de los dedos.

—¡Estaba empezando a preocuparme! —sigue mi compañera de piso—. Después de lo que te pasó el viernes y todo…

Pobre. Si de verdad es un encanto.

—¡Hola, Ortiga! —se oye una voz ultrasónica de fondo.

—Uhm… hola… Elliot —mascullo. Voy hacia la puerta y descorro el pestillo para salir—. Escucha. Lo siento. Gracias por preocuparte. No ha pasado nada. Ya voy para casa, ¿vale?

—Vale, sí.

Vuelvo a coger el teléfono con la mano y levanto por fin la cabeza. Me quedo rígida.

—¿Qué coño haces aquí?

—¿Ortiga? —duda la voz de Kate en mi oído. Todavía no ha colgado.

José carga hacia mí con paso decidido, obligándome a retroceder de nuevo hacia el interior de la tienda para evitar que me arrolle. No tengo espacio para cerrarle la puerta en las narices.

Se me hace un vacío en el estómago.

—Ortiga, ¿pasa algo? ¿Sigues ahí?…

—¿Qué coño estás haciendo aquí, José? —repito, esta vez con más fuerza.

—¡Ortiga!

José me mira con la peor cara de malas pulgas que le he visto nunca. Tiene un morado entre los ojos y sobre la nariz lleva una de esas tiritas que yo pensaba que sólo existían en las películas.

—¿Estás hablando con tu querido Grey? —me pregunta, a medio camino entre la burla y el rencor.

Aprieto los labios. Las palmas de las manos me hormiguean.

—Tengo que colgar —le digo a Kate, la voz aguda—. Llama a…

Pero José me arranca el teléfono de la mano y lo tira al suelo con violencia. Oigo perfectamente el crujido de la carcasa.

—¡¿Cuál es tu puto problema?! —Mi voz resuena por toda la tienda vacía.

Mierda. Mierda. Mierda.

Tienes que mantener la calma, Ortiga. Calma.

Separo las piernas, las rodillas un poco flexionadas. Le placaré si tengo que hacerlo. Todavía tengo las llaves en la mano.

—¿Cuál es MI puto problema? ¡¿Cuál es TU puto problema?! —me grita, dando un paso más hacia mí, hinchándose. Somos casi de la misma estatura, pero él tiene mucho más peso a su favor—. ¿Cómo has podido denunciarme a la policía? ¿Quieres joderme la vida? ¡Pensaba que éramos amigos!

—¿Así es como haces tú amigos, intentando violarlos?

—Yo no te… No iba a… —Se le abren los ojos y le veo ponerse rojo mientras lucha con las palabras, la sien palpitándole—. ¡Estaba borracho!

—¿Y ahora? —le lanzo. Me alegro de comprobar que soy capaz de hacer que la voz no me tiemble, y de no estar gritando—. ¿Cuál es la excusa ahora?

Parece que se atraganta, pero eso sólo contribuye a alimentar su enfado.

—Esto, ahora mismo —insisto—, se llama intimidación. Y acoso.

—¡¿Acoso?! ¡Se supone que somos amigos! —Gesticula con violencia frente a mi cara—. ¡Estoy intentando razonar contigo!

¡Razonar! ¡Será hijo'puta!

Aguanto mi terreno. Aprieto los puños.

—¿Venir a buscarme a mi puesto de trabajo a gritarme? ¿Usar tu superioridad física para intentar intimidarme? —Mierda, ya me estoy poniendo pedante. «Acorralarme», Ortiga, tendrías que haber dicho «acorralarme». Estoy perdiendo los papeles—. ¡*Eso* es acoso!

—¡Deja de manipularlo todo!

Todavía es capaz de subir más la voz. Tiene la cara tan roja que parece que le vaya a dar un infarto en cualquier momento. En cualquier momento. Y este sería uno tan bueno como cualquier otro, la verdad.

—¡ESTABA BORRACHO! ¡VAS A DESTROZARME LA VIDA SOLO PORQUE COMETÍ UN JODIDO ERROR!

—¡ESE NO ES MI PUTO PROBLEMA! —Estoy chillando. Odio chillar.

¿Cómo de lejos está la puerta? Las llaves se me clavan en la palma de la mano.

Mierda. Mierda. Mierda.

—¡VAS A QUITAR LA DENUNCIA!

Le tengo encima. Sin pararme a pensarlo le clavo un rodillazo en la entrepierna, girando la cadera para darme más impulso.

—¡QUÍTATE DE EN MEDIO, SUBNORMAL! —Chillar es sorprendentemente liberador. Nunca me había dado cuenta. Debería hacerlo más a menudo. O quizá la patada tenga algo que ver. Supongo que nunca lo averiguaremos.

José deja escapar un ruido ahogado desde la garganta, agudo, sorprendentemente alto en el repentino y delicioso silencio. Se le doblan las rodillas, las manos agarrándose la zona afectada. La cara se le queda amarilla.

Yo me hago a un lado cuando le veo inclinarse peligrosamente hacia adelante y lo dejo caer de boca contra el suelo. Me lanzo hacia la puerta y salgo del tirón. Las manos me tiemblan tanto que no consigo meter la llave en la cerradura.

Mierda. Mierda. Mierda.

Por fin atino, la llave entra y la giro hasta el fondo, dejando encerrado dentro al tembloroso montón que sigue tirado boca abajo en el suelo. Doy un paso y medio hacia atrás, las llaves todavía colgando de la cerradura.

Siento la cabeza como si la tuviera llena de aire. Y me he hecho daño en la rodilla.

—Mierda —jadeo, recuperando la voz—. Mierda. Mierda. Mierda.

Inventario.

Piernas, dos. Brazos, dos. Cabeza, en su sitio. La mochila, dentro, en el suelo. Mi móvil, también dentro. Me apoyo con una mano contra el escaparate, el codo recto. Dejo caer la cabeza hacia adelante.

—Bien, bien —Respiro—, podría ser peor.

Un repentino chirrido de frenos a mi espalda por poco hace que me deje caer al suelo del susto.

—¡URTICA!

Oh. Mierda.

Casi me placa, sus manos inmensas rodeando mis hombros y girándome tan rápido que podría marearme. Lleva el pelo completamente despeinado y parece que se haya dejado la compostura en otro traje. Me mira con los ojos tan abiertos como los míos.

—¿Qué hac…? —Sacudo la cabeza. Cambio de idea—. Estoy bien —digo simplemente.

Me mira durante tres respiraciones más, sus dedos clavándoseme en la piel a través de la tela de la camisa. Sus ojos recorren mi cara.

—De verdad. Estoy bien —insisto. Pongo una mano sobre su brazo—. No ha pasado nada.

Parpadea y por fin afloja un poco la presión de su agarre. Se pasa una mano por la cara y cuando la baja por lo menos ya no parece que acabe de ver una abducción extraterrestre.

Sigo notando la cabeza muy ligera.

—Creo que me ha roto el móvil —digo entonces. Giro la cabeza hacia el cristal del escaparate, al rectángulo negro que hay tirado en el suelo.

—Eso no es importante. Te compraré otro —ataja.

Le miro como si lo que está diciendo no tuviese ningún sentido. No tiene nada que ver.

—Me ha roto el móvil —repito.

Es importante.

Él sigue sosteniéndome por los hombros. Se aparta un poco más para poder abarcarme entera con la mirada.

—¿Te ha tocado?

Le sigo mirando.

—Ortiga. ¿Te ha tocado? —insiste, la voz peligrosamente contenida.

—No —contesto—. Le he tocado yo.

Sus dedos se me clavan otra vez.

—¿Qué? —jadea.

—Sí —Parpadeo—, en los huevos.

Vuelvo a mirar el interior de la tienda. José todavía no se ha movido, la cara contra el suelo.

—¡¿QUÉ?!

———————————————

Kate me pone una taza caliente en las manos y yo me quedo simplemente en esa posición, los antebrazos sobre la mesa, la leche humeando. Estamos en nuestra cocina, llevo una manta áspera sobre los hombros, no sé de dónde ha salido. Tengo frío, aunque no sé por qué. Se escucha un rumor bajo y grave de voces desde el salón.

El muy cabrón me ha roto el móvil.

Mi compañera ha estado un buen rato paseando de un lado a otro de la habitación, moviendo los brazos sobre la cabeza y despotricando contra José e imaginando desalentadores escenarios en los que ella no me llamaba por teléfono y no llegaba a enterarse de que me había pasado algo otra vez. Por suerte para todos, el escenario real es ese en el que ella y Elliot lo primero que hicieron fue llamar a la policía (y a Grey, que por algún motivo incomprensible parece haberse afincado en el hotel de Portland).

Finalmente, Kate me arrima otra silla y se sienta a mi lado, lo bastante cerca como para rodearme con los brazos sobre la áspera manta y apoyar la cabeza en mi hombro. La pobre se debe de haber llevado también un susto de muerte.

—Tía —murmuro, la vista fija al frente—, me ha roto el móvil.

Ella levanta la cabeza otra vez y me mira con preocupación, como si estuviera preguntándose si el móvil se ha roto contra mi cabeza.

—Quiero decir —Me giro para mirarla yo también—, ha *conseguido* romperme el móvil. Era un ladrillo indestructible…

Me quedo pensativa un momento. Tengo sentimientos encontrados al respecto.

En mitad de nuestro silencio puedo oír cómo se hace una pausa en el ruido de voces que llegan desde la otra habitación. Grey aparece en el vano de la puerta, la cabeza de Elliot asomando sobre su hombro. Entran.

—El tema del abogado está solucionado —dice con su voz de eficiencia, mirándome directamente a los ojos—. No tendrás que preocuparte por nada.

Oh, claro, porque parece ser que le he reventado un testículo. A José, digo. El abogado está a salvo. De momento.

Espera.

—Un abogado —Abro la boca. La cierro. Trago saliva—. ¿Cuánto me va a costar? —pregunto con un hilo de voz.

Maldito dinero. Odio el dinero. Casi tanto como los teléfonos. Mañana tendré que comprarme un teléfono.

—Urtica —pronuncia mi nombre muy despacio.

Se me abre la boca, viéndomelo venir.

—No. —Esto soy yo.

Es una broma. Tiene que ser una broma.

Elliot le hace un precavido gesto con la cabeza a Kate y ella se levanta de su silla.

Grey tiene la mandíbula tensa.

—Urtica —repite. Una nota de advertencia.

Yo niego con la cabeza.

—No, no, no, no. —Muy rápido.

De repente, nos hemos quedado inadvertidamente solos en la cocina.

Se pasa una mano por la cara y retira la silla que hay frente a mí, al otro lado de la mesa. Se sienta y pasea la mirada por la habitación un instante hasta detener los ojos en mi taza.

—¿Has comido? —me pregunta, seco.

—No.

—Tienes que comer.

Le miro y chasqueo la lengua. Él suelta un suspiro.

—¿Tan difícil te resulta dejarte ayudar, Urtica? —Su voz suena recriminatoria, pero también dolida—. ¿O soy yo en particular quien no quieres que te ayude?

—¡Pero es muchísimo dinero!

Porque… estamos hablando de lo del abogado, ¿no?, no de comida.

Seguro que ha buscado el gabinete más ridículamente caro que la sociedad estadounidense sea capaz de producir. Uno de esos que cobran tres mil dólares la hora.

Aprieto las manos sobre la taza ya templada.

—Pensé que ya habíamos establecido que el dinero no es un problema para mí.

—Pero… —Lucho conmigo misma por encontrar algo que decir—. ¡No es justo!

Él se limita a enarcar una ceja. Y parece que se le está agotando la paciencia que había reunido.

Estoy siendo desagradecida. Soy consciente de ello.

Maldita sea.

—Lo siento —Clavo la vista en la leche, profundamente mortificada—. Te agradezco de verdad que te estés tomando tantas molestias, pero…

Me muerdo la lengua.

—¿Pero? —pregunta, de nuevo calmado, la voz suave.

Pero no nos conocemos lo suficiente como para que esto esté justificado.

No confío en ti lo suficiente como para aceptar sin más tu dinero, mucho menos *tanto* dinero.

Dudo que te hayas hecho rico regalando por ahí tus millones.

No sé qué es lo que quieres de mí.

¿Qué coño quieres de mí?

¡Contesta a la pregunta!

—No me gusta deberle dinero a la gente —atajo.

—Eres consciente, confío, de que esto no es un préstamo. Es un regalo.

Vuelvo a mirarle.

Eso es precisamente lo que me preocupa.

—Los regalos implican una cierta reciprocidad. No está bien que me hagas un regalo al que no puedo corresponder. No es justo.

Se le relajan los músculos del cuello.

—Muy bien. En ese caso, ¿le resultaría más equitativo si hiciésemos un trato, señorita Dioica? —La sonrisa se le está empezando a afilar por la comisura izquierda, divertido.

Oh. Mierda.

—¿Qué tipo de trato? —titubeo.

Su sonrisa se ensancha.

Oh. Mierda.

—Digamos que establecemos una unidad de valor para la cual ambos tengamos el mismo poder adquisitivo —comienza. Enseña mucho los dientes al sonreír y sus ojos no se apartan de los míos—: el tiempo. Los abogados cobran una tarifa por horas, al fin y al cabo. Usted podría devolverme esa inversión con su propio tiempo: una hora por una hora. ¿Le parece más razonable?

—Te pagaría… en tiempo —Frunzo los labios.

—El tiempo es oro, señorita Dioica.

Está intentando comprarme. Está intentando hacerme sentir que puedo negociar, que tengo algo de control sobre la situación. Está dándome una salida por la que a mi enorme ego no le duela tanto pasar. Porque los dos sabemos que voy a necesitar un abogado, uno bueno, que los americanos están mu' locos, y algo me dice que ni siquiera con el dinero que vaya a sacar con la reventa de los libros voy a tener suficiente si las cosas se tuercen.

¿En qué momento este hombre me ha calado de esta manera?

Mierda.

Parpadeo frente a su cara casi con estupefacción. De alguna forma, me doy cuenta de que sabe lo que estoy pensando.

—Eres un capullo mucho más listo de lo que pareces —musito.

Los ojos se le afilan durante un instante, pero a continuación suelta una carcajada.

—Ese lenguaje —casi ronronea—. Pero me lo tomaré como un cumplido. Entonces, ¿cerramos el trato?

Extiende uno de sus largos brazos por encima de la mesa, ofreciéndome su mano. Yo me retiro hacia atrás sobre la mesa arrastrando conmigo mi taza de leche intacta.

La leche no forma parte del trato.

Entorno los ojos.

No soy imbécil, ¿sabes?

Él sonríe con sus dientes afilados ante mi mirada.

Deja de leerme el pensamiento, capullo. Todavía estoy a tiempo de comprarte ese perro que te prometí.

¿No preferirías un perro a cambio del abogado? Son muy fieles.

Sacudo la cabeza.

Céntrate, Ortiga. Esto es serio.

—¿Qué condiciones tiene ese trato? Una hora por una hora… ¿dónde?, ¿haciendo qué?

Hubiera pensado que esto le ensancharía todavía más la sonrisa de lobo que me está dedicando. Así que me quedo un poco desarmada cuando le veo dudar, las comisuras de la boca temblándole ligeramente. Retira la mano despacio.

—Realmente debes de tener una pésima impresión de mí, Urtica —Ya no es una broma, ha recuperado su voz seria de negociador por defecto. Y suena definitivamente dolido.

Algo muy frío me pasa por la boca del estómago.

—No es nada personal —murmuro—. Lo siento, de verdad. Quiero decir que, bueno, es cierto que no me fío de ti. Pero no es nada contra ti en concreto —Giro la taza entre mis manos—. No me fío de nadie.

Él se limita a asentir.

—Me entristece oír eso, Urtica, pero puedo aceptarlo —Se pasa una mano por el pelo—. Volviendo a las condiciones de nuestro trato: sólo pretendo disfrutar de tu compañía, dado que estás resultando ser una persona tan… —Esboza una media sonrisa, menos afilada que las anteriores— esquiva. Tú misma puedes escoger dónde nos reuniríamos y qué haríamos con ese tiempo. Tú decides. Elliot me cuenta que la señorita Kavanah y tú os mudaréis la semana que viene a Seatle. Eso facilitará las cosas. —Se levanta de la silla apoyando las dos manos sobre el tablero de la mesa—. Piénsatelo. Si prefieres que despida al abogado —Aprieta los labios un instante, la mandíbula tensa—, le diré que sus servicios finalmente no son necesarios. Me pondré en contacto contigo para saber tu respuesta. —Se encamina hacia la puerta—. Y, Urtica, come algo. Por favor.

—Christian —Le paro antes de que salga de la cocina—. ¿Seguro que no prefieres un perro?


El Hardin de las Malas Hierbas, After - Podrás huir...

$
0
0
Fanart *-*

Hey.

Vuelvo con otro capítulo de esta cosa. Disfrutadlo, o lo que sea.

[Solo quiero dejar claro que me desentiendo de toda responsabilidad por las situaciones surrealistas de este capítulo, ya que son todas idea de la autora. Y, como dicen los entendidos, a situaciones surrealistas, medidas surrealistas].


Capítulo 20

A una manzana de la casa de la fraternidad, las calles están oscuras y silenciosas. Las demás casas de fraternidades no son tan grandes como la de Hardin, pero no me acerco lo suficiente como para asegurarme. Miro constantemente a mi alrededor y me oculto en cuanto oigo algo.

Como ese coche. Juraría que es la quinta vez que pasa por aquí.

Dentro de unos años me reiré al recordarlo, seguro. Mantente positiva, Zarza. No es la primera vez que huyes de una fiesta, pero esta vez nadie te persigue. La mejora es innegable.

Ahora que lo pienso, tendré que poner una denuncia. Hardin conocía al tipo, así que quizás pueda echarme una mano. Otra cosa es que quiera. En fin, siempre puedo poner a parir a Lizzy Bennet para congraciarme un poco con él.

Al cabo de una hora y media de caminar consultando el GPS de mi móvil como una posesa, por fin llego al campus. Aun así, no pienso bajar la guardia hasta que no esté en mi cuarto.

Entro en el 7-Eleven a por un slurpee azul, porque después de una noche como esta me merezco tener la lengua como un chow chow. En cuanto llegue a mi habitación pienso dormir como si no hubiera mañana y encargar una pizza al despertarme. Y luego volver a dormir.

Cuando llego a la puerta de mi cuarto, tengo las manos heladas del slurpee y el cerebro congelado, así que apoyo la cabeza en la puerta mientras me sujeto el tabique de la nariz entre los dedos. Se me pasa un poco y suspiro de alivio cuando giro el pomo.

Casi me da un ataque al corazón cuando veo que Hardin está sentado en mi cama.

—¡Oh, venga ya! —digo medio gritando cuando por fin recupero la compostura.

—¿Dónde estabas? —pregunta—. He estado dando vueltas con el coche intentando encontrarte durante casi dos horas.

Bueno. No estoy tan paranoica como pensaba.

—¿Qué?

—Es que no me parece buena idea que andes por ahí de noche, sola.

Se me escapa una risa como un bufido. Estoy tan cansada.

Hardin me mira con el ceño fruncido, y eso hace que me ría más fuerte aún. Le enseño mi flamante lengua azul y juro que en este momento tiene todo el sentido del mundo hacer una cosa así.

Ha sido una noche tan larga.

—Anda, Hardin, vete a casa. Te lo he dicho, ya sabes lo que pasa con el ala oeste —añado, extendiendo los brazos como para abarcar mi habitación.

Él me mira y se pasa las manos por el pelo, incómodo.

—Zarza, yo... —empieza, pero unos terribles golpes en la puerta y unos gritos interrumpen sus palabras.

—¡Zarza! ¡Zarza Roja, abre la puerta ahora mismo!

Mi madre. Es la loca de mi madre. A las seis de la mañana. Yo no he firmado para esto.

—Éramos pocos… Agh. Dónde está la capa invisible cuando la necesitas—susurro apretándome el slurpee contra la frente. Miro a Hardin y le extiendo el vaso—. ¿Quieres?

Él me mira con expresión divertida.

—Tienes dieciocho años. No le debes ninguna explicación.

—Tú lo sabes, yo lo sé. La verdadera cuestión es… ¿Lo sabe ella?

Gruño con frustración cuando mi madre golpea la puerta otra vez. Hardin se ha cruzado de brazos y adopta una postura desafiante. Yo le doy otro sorbo al slurpee.

Compongo una mirada de odio feroz y abro la puerta. Veo que mi madre no ha venido sola. Noah está a su lado, y decido aquí y ahora que voy a matarlo. Ella parece furiosa, y él parece... ¿preocupado? ¿Dolido? Será imbécil.

—Largo.

Y les cierro la puerta en las narices.

Puedo disfrutar de unos diez segundos de silencio antes de que vuelvan los golpes en la puerta con más fuerza que nunca.

—Permíteme recomendarte un ariete —le grito a mi madre desde dentro de mi cuarto—. Porque va a ser la única forma de que consigas abrir esta puerta.

Hardin me mira desde la cama, con los ojos como platos y la boca entreabierta.

—¡Bienvenido a mi vida perfecta! —exclamo, extendiendo los brazos. Después añado, más seria—: ¿Ves factible que huyamos por la ventana?

Él se asoma, estirando la barbilla. Sonríe un poco.

—Lo dudo.

—Entonces tendremos que resistir —le digo riéndome, las cejas arqueadas.

Los golpes se detienen de repente, y Hardin y yo nos miramos.

—Eso… ha sido más rápido de lo que pensaba —comenta él.

Asiento. Entonces oigo la voz de mi madre al otro lado de la puerta. Suena tensa, como si le estuvieran rechinando los dientes.

—Zarza, haz el favor de abrir. Estamos preocupados.

—No tenéis por qué, estoy perfectamente —replico, sentándome en la cama de Steph­—. Por cierto. La preocupación no hace justificable que intentéis echarme la puerta abajo a las seis de la mañana.

—Zarza, abre la puerta.

—Uhm. No sé, ¿quiere decir eso que vais a empezar a comportaros como personas y no como una multitud con antorchas? —He aprovechado para tumbarme, y saco uno de mis cuadernos de apuntes para ojearlo.

Silencio.

—Sí —responde ella al final. Su voz suena ahogada.

Me levanto. Entreabro la puerta cautelosamente.

—Muy bien, si no es mucha curiosidad… ¿Qué diablos hacéis aquí?—les pregunto despacio, con los dientes apretados, pero mi madre me aparta y va directa hacia Hardin.

What the freaking fuck.

Noah se cuela en silencio en la habitación, dejando que ella vaya primero. Le fulmino con la mirada.

—¿Ésta es la razón por la que no contestabas al teléfono? ¡¿Porque tienes a este... a este... —grita mi madre mientras hace aspavientos con los brazos en su dirección— este macarra tatuado metido en tu habitación a las seis de la mañana?!

Se me escapa una carcajada.

—Cuando una persona no contesta de madrugada suele ser porque está durmiendo —sugiero, con una sonrisa afilada.

Por su parte, Noah se limita a quedarse ahí plantado, mirando mal a Hardin.

Necesito unas cuantas órdenes de alejamiento.

—¡Durmiendo! ¿Crees que no sé lo de las fiestas? ¿Es esto lo que haces en la universidad, jovencita? ¿Pasarte la noche en vela y traer a los chicos a tu habitación? El pobre Noah estaba preocupadísimo por ti, y hemos conducido hasta aquí para sorprenderte relacionándote con estos extraños —dice, y Noah sofoca un grito.

Yo ya no sé si volverme a reír como una salvaje o hacer directamente una locura.

—En realidad, acabo de llegar. Y Zarza no estaba haciendo nada malo —interviene Hardin. Criatura. No tiene ni idea de dónde se está metiendo, pero yo le agradezco la intención.

El rostro de mi madre se vuelve iracundo.

—¿Disculpa? No estaba hablando contigo. Ni siquiera sé qué hace alguien como tú cerca de mi hija.

Hardin absorbe el golpe en silencio y simplemente permanece ahí de pie, mirándola.

—Mamá, eres una maleducada —digo. Doy un sorbo al slurpee. Queda poco y hace ruido. Ah, fina ironía—. Me das hasta vergüenza ajena. Sal ahora mismo de mi cuarto.

Noah me mira, después mira a Hardin, y a continuación me mira a mí de nuevo.

—¡Zarza! Estás descontrolada. Puedo oler el alcohol en tu aliento desde aquí, e imagino que eso ha sido gracias a la influencia de tu encantadora compañera de habitación y de éste—dice mi madre señalándolo con un dedo acusador.

—Y… sigues siendo una maleducada. No quiero tener que repetírtelo. Sal ahora mismo de mi cuarto. Y llévate las antorchas. Y a mi ex —añado, haciendo un gesto con la cabeza hacia Noah.

Mi madre abre la boca y boquea como un pez antes de cerrarla. Frunce los labios y el ceño. Se vuelve hacia Hardin para decirle:

—Joven, ¿te importaría dejarnos a solas un minuto?

Él me mira como preguntándome si estaré bien. Pongo los ojos en blanco.

—Sálvate tú, que puedes.

Hardin me mira entonces con determinación.

—Me quedo —declara.

Oh. Qué conmovedor despliegue de lealtad.

Me quedo observándolo unos segundos. Las cejas fruncidas, la cabeza ladeada. ¿Estará roto?

Mi madre pone el grito en el cielo. Extiende un brazo tembloroso, vuelve a apuntar a Hardin con el dedo. Su voz anuncia terribles calamidades.

—¡Tú! ¡Tú eres el que está pervirtiendo a mi hija! ¡Con tus tatuajes, y esos… esos pelos de loco! Y te niegas a abandonar su cuarto para que pueda salvarla de tus garras. Voy… ¡Voy a llamar a la policía! ¿Me oyes? ¡Macarra! ¡Delincuente!

Ahora que lo dices, sí que es verdad que este tipo se suele negar a abandonar mi cuarto. Eso que tenéis en común.

Hardin se ruboriza. Tiene el ceño fruncido y se levanta de la cama, girando el cuerpo de forma que queda entre mi madre y yo. Al principio parece que no va a responder nada, que se va a limitar a permanecer callado y desafiante entre nosotros, pero entonces abre la boca:

—No he hecho nada malo, y su hija tampoco —dice, con voz lenta y grave. Tiene los ojos clavados en la loca de la colina que es mi madre, y ella resopla, incrédula—. Mire, si ella me lo pide, me voy. Pero es usted la que se ha presentado aquí y ha exigido entrar de malos modos. Es usted la que no ha hecho caso a lo único que le ha pedido Zarza. Creo que es usted la que debería marcharse.

Noah le está mirando con cara agria y los ojos tan entrecerrados que parece una anciana de noventa intentando enhebrar una aguja.

Mi madre parece estar teniendo un ataque de ansiedad.

—Esa… es la cosa… —jadea. Tiene una mano apoyada en el pecho—… más impertinente… que nadie me ha dicho… nunca.

Vaya vil mentira. Ese honor me corresponde a mí, todo el mundo lo sabe. Cómo osas.

—Mamá —intervengo, cruzándome de brazos—. Creo que es mejor que os vayáis.

Y no volváis nunca.

Ella toma aire profundamente y se le pone una voz estridente. Parece que se esté ahogando. Sólo puedo pensar que ojalá sea rápido.

—¿¡Crees que voy a irme sin decirte cuatro cosas!?

La esperanza es lo último que se pierde.

Suspiro y le pongo la mano en el hombro.

—De acuerdo. Pero entonces vayamos a un lugar un poco más privado, porque estamos en la universidad y son las seis de la mañana de un sábado. Vamos a despertar a todo el mundo.

Mi madre niega con la cabeza, como incrédula. Aprieta los labios.

—¿Y de quién es la culpa, Zarza? —me espeta con cara de triste decepción.

Tuya. Maldito cuervo pasivo-agresivo.

—Zarza —musita Hardin, extendiendo un brazo hacia mí. No llega a tocarme, pero mi madre y mi ex miran ese brazo como si fuera una pitón.

—Nos vamos —le explico, como si no hubiera estado presente todo este tiempo—. Creo que es lo mejor.

La cara de perro apaleado que tiene Hardin en estos momentos es como para ponerla en un anuncio de una ONG. Asiente varias veces, como contestando a un pregunta que se ha hecho sí mismo. Parece vulnerable y dolido. Me da hasta pena.

Noah le sonríe con cara de satisfacción. Me da hasta pena no darle una patada.

—Supongo que tendrás que ordenar un poco esto y cambiarte de ropa antes de que nos vayamos—sugiere mi madre acercándose a la puerta, echando un mirada de desdén a su alrededor.

Perra.

—Ah, ya. Claro, supongo —Abro la puerta de par en par para que vayan saliendo de mi cuarto de uno en uno.

Una vez que están todos fuera, cierro y echo el pestillo antes de meterme en la cama sin ni siquiera cambiarme de ropa.

—¡Buenas noches, pringados!

Ah. Pobres ingenuos.

--

Capítulo 21


Por supuesto, era demasiado bonito para ser verdad, y mi madre no se contenta con que la saque de mi cuarto con artimañas. Os lo voy a resumir porque no es agradable: hay gritos, hay golpes y yo sólo consigo dormir una hora durante todo el estruendo. El mundo es un lugar muy cruel.

Algún alma caritativa acaba por llamar a la policía del campus, cuyos agentes se ven obligados a contener a mi madre antes de poder hacerme las preguntas pertinentes. Finalmente, se llevan a Noah y a la loca quién sabe dónde. También me programan, así, motu proprio, una sesión para esa misma semana con una orientadora del campus para hablar de maltrato. Admito que me siento ¿irritada? ¿Sorprendida? ¿Agotada? Algo. Ya que los agentes han tenido el detalle de acercarse, aprovecho para poner una denuncia por el intento de violación de anoche, con la ayuda y el testimonio de Hardin, que, por algún motivo, todavía no se ha ido a su casa. No me voy a quejar demasiado, porque ni siquiera tengo que hablar mal de Elizabeth Bennet para que colabore con el tema de la denuncia, y teniendo en cuenta todo el papeleo y la cantidad de interacciones sociales que tengo acumuladas desde ayer, estoy exhausta y sé apreciar estos pequeños milagros.

Le doy las gracias, un abrazo y media tableta de chocolate a Hardin, porque de verdad creo que necesita ingentes cantidades de refuerzo positivo.

Después le echo de mi cuarto y el resto del día lo dedico a dormir. Gloriosa, ininterrumpidamente.

--

Capítulo 22


El domingo construyo un fuerte de mantas alrededor de mi cama. A mi fiesta pijama invito a cojines, peluches, luces de navidad y extiendo un pase VIP para una tarrina gigante de helado. Me acurruco dentro y llamo a Ortiga por Skype. Me trenzo el pelo, porque está siendo uno de esos días que yo llamo de pestañas blancas y leí una vez que la tristeza hay que trenzarla. Sólo salgo de mi nido para pagar al repartidor de pizza.

El lunes Landon vuelve a sentarse a mi lado en clase, pero parece que Hardin no va a aparecer y yo le doy gracias al cielo, porque el descanso del domingo me ha sabido a poco.

El profesor habla de Orgullo y prejuicio durante toda la hora, refiriéndose a él como “un libro mágico que todo el mundo debería leerse”. Si pongo los ojos más en blanco se me saldrán disparados por la nuca.

Al salir de clase oigo una voz junto a mí que dice:

—Hoy llevas una trenza, Zarza.

—Qué curioso. No lo había notado.

Por cierto, es Hardin (por algún motivo está sonriendo). Los milagros son efímeros y esquivos, después de todo.

Landon y él se dedican a mirarse mal durante unos segundos y yo, a ignorarles con mucha habilidad.

—¿Qué tal el fin de semana? —me pregunta Hardin.

Me encojo de hombros. Me apetece encerrarme en mi cuarto y pintar alpacas con bufanda.

—Meehhh.

Hay mucha gente a nuestro alrededor, y cuando me quiero dar cuenta una de mis dos lapas personales ha desaparecido. En concreto, la de los tatuajes. No es que me queje.

Frunzo el ceño. Hay demasiada gente.

—Al menos no tienes que verlo mucho —comenta Landon.

¿Eh?

—¿A Hardin?

Si tú supieras.

De pronto se detiene, y la corriente de gente empieza a empujarnos desde todas partes.

—No iba a decirte nada porque no quería que me asociases con él, pero —sonríe algo nervioso— el padre de Hardin está saliendo con mi madre.

—Anda, creía que era inglés. No sabía que su padre vivía aquí.

Landon parece incómodo, y reanuda el paso.

—Sí, es de Londres; su padre y mi madre viven cerca del campus, pero Hardin y su padre no tienen una buena relación. Así que, por favor, no le cuentes nada de esto. Ya nos llevamos bastante mal de por sí.

—Oh. Si va a suponer un problema, quizás no deberías habérmelo dicho.

Él aprieta los labios, pero no dice nada.

Cuando por fin llego a mi cuarto, me pongo la alarma del móvil para dentro de veinte minutos y me echo a dormir. No han pasado ni cinco antes de que alguien llame a la puerta. Dios, quién osa. Odio, ooooodio que me despierten. Bufo, y espero que la persona que esté fuera me oiga y me tema. Si es Steph, la voy a matar. Supongo que se le habrá olvidado la llave, pero la voy a matar igual.

Sólo que no es ella. Es Hardin.

—¿Puedo pasar?

Oh, esto es nuevo.

—No.

Hardin se muerde los labios, pero permanece quieto en el umbral. Agh, cielos.

—Está bien, pasa. Pero Steph aún no ha vuelto —digo, y vuelvo a la cama dejando la puerta abierta.

Me sorprende que se haya molestado en llamar, porque sé que Steph le dio una llave por si ella se la dejaba. Tendré que hablar con mi compañera de cuarto al respecto.

—Puedo esperar —dice, y se deja caer sobre la otra cama.

—Como quieras —gruño, y paso por alto su risita mientras me cubro con la manta y cierro los ojos.

No voy a dormirme sabiendo que Hardin está en mi habitación, pero no me apetece hablar con nadie. Al menos esa es mi intención. Sin embargo, para cuando suena la alarma del móvil ya me he quedado amodorrada. Lo odio todo.

—¿Vas a alguna parte? —pregunta él.

—No, quería descansar veinte minutos —le digo, y me incorporo.

—¿Te pones la alarma para asegurarte de que sólo te echas veinte minutos de siesta? —dice en tono divertido.

—Sí —Cojo mis libros y apilo los apuntes correspondientes encima de cada uno de ellos. Este es mi orden de toda la semana.

—¿Tienes un trastorno obsesivo-compulsivo o algo así?

Sí, justo.

—No, lo que tengo es una media de siesta de seis horas. Si no me pongo el despertador seguiré durmiendo hasta la noche, o hasta mañana —le contesto, encogiéndome de hombros.

Y, por supuesto, él se echa a reír. Veo por el rabillo del ojo que se levanta de la cama.

Se coloca delante de mí, mirando hacia el lugar donde yo estoy sentada sobre mi cama. Coge mis apuntes de literatura y les da la vuelta un par de veces, exagerando como si estuviera ante un extraño artefacto. Intento cogerlos pero, como el capullo irritante que es, levanta más el brazo, de modo que me pongo en pie para quitárselos. Entonces, Hardin los suelta en el aire y éstos caen al suelo desordenados.

Me quedo mirándolo con los ojos de susto que pone el dinosaurio de Google cuando se choca con un cactus.

Y habíamos empezado tan bien hoy.

—Te voy a partir las putas piernas —me oigo decir.

Él me mira con una sonrisa maliciosa y dice:

—Vale, vale. Ya los recojo.

Pero a continuación coge mis apuntes de sociología y hace lo mismo con ellos.

Veo que se acerca al siguiente montón. Y le placo.

Rodamos por el suelo como dos arañas patilargas a las que cortan el hilo, todo codos y rodillas. Hardin se da un golpe en la cabeza contra la pata de la cama de Steph. Y me alegro.

—¡Estás enfermo! Estás tan malditamente roto que ni siquiera sabes cuándo parar —le espeto, clavándole el antebrazo en la garganta para inmovilizarlo—. ¡Odio ordenar! ¡Lo odio con toda mi alma, capullo! Y tú odias que toquen tus cosas, así que explícame por qué tienes la necesidad patológica de hacer conmigo todo aquello que odias.

Sólo quiero estar sola durante una semana. ¿Es tanto pedir?

No estoy llevando esto como me gustaría. En absoluto. No estoy diciendo que pelearme con este cretino no tenga cierto punto de satisfacción, porque sería mentira. Es muy liberador. Sólo digo que no lo estoy llevando con demasiada elegancia. Si pudiera volver atrás creo simplemente arquearía las cejas y le diría con voz mortalmente seria: ¿Has terminado? Me alegro. Ahora largo de mi habitación.

Y no le volvería dirigir la palabra. Porque este tipo está claramente loco.

La cuestión es que, mientras sueño despierta con lo que pudo haber sido, Hardin se las ha apañado para volver las tornas y me sujeta las muñecas contra el suelo.

—¡No soy el único! Tú entraste el otro día en mi habitación, a pesar de todo eso que dijiste sobre los límites, y sobre ser consecuentes con nuestros actos —me grita.

—¡Ni siquiera me había dado cuenta de que era tu habitación! ¡Pon un cartel o algo!

De pronto me doy cuenta de que ha dejado de gritar y me está mirando raro. Como si estuviera a punto de desplomarse contra el suelo. Los ojos lánguidos, y la boca laxa. Esto no tiene buena pinta.

—Pero tienes razón —rectifico rápidamente. ¿Podría desequilibrarle si inclinara la cadera? Ya casi no recuerdo mis clases de judo—. No estuvo bien y te dije que lo sentía. Ahora suéltame, pídeme perdón y ordena mis apuntes.

Intento girar el cuerpo y me doy cuenta de que el pecho del tipo este se agita como un fuelle, y de que tengo su cara cada vez más cerca.

Oh, oh. Esto cada vez pinta peor.

Hardin está tan pegado a mí que para mirarlo tengo que ponerme bizca, pero eso no me detiene. De hecho, espero que le detenga a él.

—Oye…

No me da tiempo a decir nada más antes de que me bese como haciendo vacío, como si tuviera una ventosa gigante de pulpo en la boca. Ni siquiera puedo hablar. Supongo que visto desde fuera debe de parecerse al anuncio aquel de Royal en el que el niño se come la gelatina directamente del plato.

A lo mejor es el vodka hablando por mí, pero el del otro día estuvo mejor.

Empiezo a estar un poco harta de todo esto. De cría les daba la vuelta a la cabeza a los cefalópodos y los atizaba contra las rocas para que estuvieran menos duros al comer, no me quedaba tomando el sol mientras me pegaban los tentáculos. Yo diría que es hora de volver a las viejas costumbres.

Como si me hubiera leído el pensamiento, Hardin se separa de mí. Yuju.

Y entonces dice:

—Eres muy sexy, Zarza.

Ostrás.

Ostras, por lo que más quieras, no te rías. No te rías, que te estoy viendo. Y él también. Recuerda que es un loco peligroso.

¿La gente de verdad dice estas cosas? ¿Con cara seria? Jamás me había pasado, y era más feliz antes de que me ocurriera.

De pronto se oye girar el pomo de la puerta y Steph entra por ella. Se detiene de golpe al vernos a Hardin y a mí en el suelo.

Cuando asimila la escena que tiene delante, su boca forma una «O» enorme.

Sé que tengo las mejillas coloradas de puro cabreo.

—¿Qué coño me he perdido? —espeta mirándonos a los dos con una enorme sonrisa. Tiene pinta de estar a punto de hacernos la ola.

—Ni idea, pero cuando te enteres ponme al día —sugiero. Me vuelvo hacia Hardin—. Y tú empieza a ordenar de una vez mis apuntes si no quieres tener un conocimiento íntimo y cercano de mi rodilla.

Él se levanta de un salto.

Así me gusta.

Mira a Steph y luego a mí. Tiene las manos como si no supiera qué hacer con ellas. Amontona caóticamente los papeles y los deja sobre mi cama. Sale de forma abrupta sin decir adiós.

Lo voy a matar.

Y además sin remordimientos, porque después de su salida dramática Steph se dedica a contarme pormenorizadamente las idas y venidas de Hardin como terror de las nenas. Y, por supuesto, a advertirme de que no me cuelgue por él porque me va a romper el corazón. Me da la sensación de que sabe algo que yo no sé.

--

Capítulo 23


Hoy, martes, es el último día que hablaremos de Orgullo y prejuicio en clase, o eso nos ha asegurado el profesor. Siento que esta noticia hace el día bastante prometedor.

Para celebrarlo, nuestro profesor propone un profundo debate.

—Espero que hayan disfrutado de esta gran novela y, puesto que todos han leído el final, creo conveniente dedicar el debate de hoy al uso de la anticipación de Austen. Díganme, como lectores, ¿esperaban que Darcy y ella acabasen siendo pareja al final?

Varias personas murmuran, y se ponen a rebuscar en sus libros como si éstos fuesen a proporcionarles una respuesta inmediata, pero sólo Landon levanta la mano, como siempre.

—Señorita Zarza Roja —me da la palabra el profesor, sonriente.

La mano en el aire pertenece al tipo que tengo al lado. Yo no me he ofrecido a hablar. Yo estaba muy feliz pintarrajeando en los márgenes de mis tristes apuntes desordenados.

—Me parece que estaba bastante claro que eso era lo que iba a suceder —respondo, cruzándome de brazos.

Landon frunce el ceño ante mi respuesta, y yo sonrío.

—¡Exacto! —dice entonces una voz interrumpiendo el silencio. El espontáneo es Hardin, y hay algo extraño en su tono. Si tuviera que describirlo diría que es una especie de arista metálica. No creo que lo que estoy pensando tenga mucho sentido.

—¿Señor Scott? ¿Le gustaría añadir algo? —pregunta el profesor, claramente sorprendido ante su participación.

—Claro. Las mujeres desean lo que no pueden tener. La actitud grosera del señor Darcy es lo que hace que Elizabeth se sienta atraída hacia él, de modo que era evidente que acabarían juntos —dice Hardin, y empieza a limpiarse las uñas como si este debate no le interesara lo más mínimo.

¿Así que cuando Hardincillo está siendo un capullo es solo su manera de ligar? Preocupante información.

Por otro lado, este muchacho realmente le tiene una manía descontrolada al personaje de Lizzy. Es casi peor que Ortiga con las wannabes.

—No creo que eso sea cierto —intervengo, pensativa. La verdad es que no me he vuelto a leer el libro para clase y estoy tirando un poco de memoria­—. Para empezar, los momentos de la novela en los que el personaje de Elizabeth siente rechazo por Darcy coinciden cuando este se está comportando de una manera que a ella no le parece apropiada. Y sólo cuando él le ofrece explicaciones y ayuda con la fuga de su hermana empieza ella a considerarlo una opción. Ni siquiera me atrevería a decir que Darcy es maleducado: el comentario que hace sobre Elizabeth en el baile era una opinión privada, y los comentarios sobre la familia de ella son bastante acertados. Simplemente parece una persona un poco torpe, socialmente hablando.

Hardin exhala.

—No sé con qué clase de tíos te has relacionado, pero opino que, si él la amara, no habría sido mezquino con ella. O torpe, o lo que quieras. La única razón por la que acabó pidiendo su mano en matrimonio fue porque ella no paraba de lanzarse a sus brazos —responde con énfasis.

Se me escapa una carcajada.

—¿En qué universo? —¿Será Orgullo y prejuicio un libro diferente en esta historia? Es una duda legítima—. Ella le rechaza de una forma bastante tajante. Es él el que suele moverse para buscarla.

Hardin está rojo de furia, y entiendo que la literatura victoriana debe de ser un tema delicado para él, por algún motivo. Pero yo aun así estoy alucinando.

—¿Qué? Léetelo otra vez, ella es..., quiero decir, que ella estaba tan aburrida con su vida que tenía que buscar emociones en alguna parte, de modo que sí, ¡se lanzaba a sus brazos! ¡Si no, no habría ido a su habitación!—grita en respuesta, agarrándose al pupitre con fuerza.

Espera un momento. No estamos hablando de Orgullo y prejuicio, ¿verdad?

En cuanto esas palabras abandonan la boca de Hardin sé que el resto de la clase también se ha dado cuenta, y empiezan a oírse risitas y gritos sofocados de sorpresa.

—A su casa. Quiero decir que fue a verle a su casa. A Pemberley —intenta rectificar Hardin.

—Bien, es una discusión muy agitada. Creo que ya hemos hablado suficientemente del tema por hoy... —empieza a decir el profesor, pero yo cojo mi bolsa y salgo del aula.

¿Qué narices acaba de pasar?

Desde alguna parte por detrás de mí en los pasillos, oigo la voz furiosa de Hardin, chillando:

—¡No vas a huir esta vez, Zarza!

Uy, que no. En cualquier caso… Hora de poner pies en polvorosa.

En ese momento una mano intenta agarrarme del brazo, pero me suelto de un tirón.

Echo a correr, esta vez con todas mis fuerzas, como corro cuando estoy en el bosque. Consigo darle esquinazo en otro de los edificios de clases y me meto en un aula que no es la mía. La profesora me mira raro, pero la ignoro. Con el móvil por debajo de la mesa me dedico a teclear furiosamente para mandarle un mensaje a Ortiga y sacarme unos billetes de autobús para esta misma tarde.

----

Y fin, por ahora.

En este libro todo el mundo está como un cencerro, y yo no voy a ser menos :D



No os quiere,

Z.



Recopilación de imágenes #50MalasHierbasdeGrey

$
0
0

Para los que no nos seguís por Twitter, aquí tenéis una recopilación de las tonterías que hemos estado posteando en nuestras redes sociales. Ciertamente, las cosas serían muy distintas si las malas hierbas estuviéramos en 50 sombras de Grey en lugar de Bella Anastasia.



















































Recopilación de imágenes #ElHardindelasMalasHierbas

$
0
0
Bu.

Y... Volvemos con las recopilaciones de imágenes para aquellos de vosotros que no tengáis Twitter. 














Conociendo a Edward Cullen

$
0
0

Bueno, vamos a ello. Os advierto que soy la única mala hierba que no escribe, así que no esperéis
grandes cosas. Ortiga y Zarza me han pedido que conteste a algunas idas de olla frases de Edward Cullen como si fueran dirigidas hacia mí (ahora que por fin he cogido plaza MIR y vuelvo a dormir…para que veáis que son malas con todos). Esto es aún más divertido porque yo no he leído ninguno de los libros de Crepúsculo. Sí que sé de qué van, porque, hasta ahora, vivo en la Tierra, pero no me los he leído. Diréis que podría leérmelos ahora. Tendréis razón. Pero es que estoy con “La ciudad de los prodigios” de Mendoza y, la verdad, pasando, que luego Mendoza se enfada y dice cosas muy feas de la literatura actual.

Así que voy a hacerme con un recopilatorio de frases del susodicho (sorprendentemente hay varias webs peleándose por el título de mejor colección de frases de Edward) e intentaré responderlas inventando imaginando el contexto. Comencemos:





TWILIGHT

“No hay culpa sin sangre”. Capítulo 3:El prodigio.
Esta me da mucho repelús porque me recuerda de alguna manera al clásico “dicho” repugnante español “Si hay pelito no hay delito”, lo cual es muy apropiado dadas las edades de los personajes. ¿Que esto no es una respuesta? Ya, bueno.

“Ya me he cansado de alejarme de ti”. Capítulo 4: Las invitaciones.
Pues yo cada día amanezco con energías renovadas. Tú quédate quieto y descansa, que ya corro yo.

“Sí, ya dejé de intentar ser bueno. Ahora voy a hacer lo que quiero, y que pase lo que tenga que pasar”.Capítulo 5: Grupo Sanguíneo.
Si con intentar ser bueno te refieres al tema de alejarte, el asunto ya está zanjado. Por otra parte, me angustia el título del capítulo y me pregunto de quién será la culpa si aquí sí hay sangre.


“Lo cierto es que he visto cadáveres con mejor aspecto. Me preocupaba que tuviera que vengar tu asesinato”. Capítulo 5: Grupo Sanguíneo.
Qué quieres que te diga, chico, aprecio tu sinceridad, pero es que he estado estudiando el MIR. Puestos a vengar nada, podrías haberte desecho de unos cuantos rivales para mi plaza, pero llegas tarde.¡Buuuh!

“¿Harías algo por mí este fin de semana? No te ofendas, pero pareces una de esas personas que atraen los accidentes como un imán. Así que…intenta no caerte al océano, dejar que te atropellen ni nada por el estilo… ¿De acuerdo?”. Capítulo 5: Grupo Sanguíneo.
Quizá si no tuviera que estar huyendo porque alguien se ha cansado de alejarse y me ha dejado a mi todo el trabajo sería más fácil. No prometo nada.

“Yo oigo voces en la cabeza y es a ti a quien le preocupa ser un bicho raro”. Capítulo 9:Teoría.
Hombre, ahora que lo comentas, igual eso me preocupa un poco más. Esto… ¿por algún casual te han resurgido las ganas de alejarte?

“Prefiero saber qué piensas, incluso cuando lo que piensas sea una locura”.Capítulo 9:Teoría.
Francamente, entre tus pensamientos y tus voces, creo que ya tienes suficientes locuras en la cabeza. No veo necesidad de compartir las mías.


“El estar lejos de ti me pone…ansioso”.Capítulo 9:Teoría.
Ya, bueno, mira, yo tenía un profesor de fisiología que decía que la ausencia total de estrés es la muerte. Para todo lo demás, diazepam.

“De todas las cosas por las que debería asustarte, a ti te preocupa mi forma de conducir”.Capítulo 10: Interrogatorios.
Esto sólo me deja la duda de cómo debe de conducir el tipo.

“Sí, tú eres exactamente mi marca de heroína”.Capítulo 13: Confesiones.
Vaya, pues al final sí que va a ser imposible lo nuestro, ¿eh? Yo es que no soporto a los pijos, lo siento, me viene de la adolescencia.

“A ti no te preocupa dirigirte al encuentro de una casa llena de vampiros, lo que te preocupa es conseguir su aprobación, ¿Me equivoco?".Capítulo 15: Los Cullen.
Sí.

“-Lamento que se haya producido algún tipo de malentendido, pero Bella no está disponible esta noche -el tono de su voz cambió, y la amenaza de repente se hizo más evidente mientras seguía hablando-. Para serte totalmente sincero, ella no va a estar disponible ninguna noche para cualquier otra persona que no sea yo”.Epílogo: Una Ocasión Especial.

016 teléfono de ayuda contra el maltrato. No deja rastro en la factura. Aprovecho para dejarte este video genial en el que explican cómo dar por normales este tipo de comentarios está desquiciando aún más las ya jodidas de por sí relaciones adolescentes.

NEW MOON

“No te preocupes. Eres humana y tu memoria es un auténtico colador. A ustedes, el tiempo les cura todas las heridas”. Capítulo 3: El Final.
Vale, o sea que tú sí recuerdas todo. Básicamente, eres un tipo de cientos de años en el cuerpo de un adolescente. ¿Alguien puede explicarme por qué a nadie le rechina esta relación mientras que a todos nos saltarían las alarmas si alguien de 40 “sedujera” a una de 15? ¿Es porque es guapete?

"Deberías saber que en este preciso momento me estoy saltando las reglas, aunque no técnicamente, claro, ya que él me dijo que no volviera a traspasar su puerta, y he entrado por la ventana...".Capítulo 23: La verdad.
Oh, veo que todos estos años de experiencia te han servido para desarrollar una astucia incomparable. ¿Cómo escapar de tu ingenio? Además de huir aprovechando tu cansancio, quiero decir.

“No creo que vuelva a criticar nunca más a Romeo”. Capítulo 23: La verdad.
Lo sé, es tu tipo de relación. Un amor adolescente que dura tres días y acaba con seis muertos.

“Pensé que ya te lo había explicado antes con claridad. Bella, yo no puedo vivir en un mundo donde tú no existas”.Capítulo 23: La verdad.
Esta inquietante frase se la suelta cuando ha fracasado lo de alejarse, ¿verdad? Porque da puto miedo.

“Hieres mi ego, Bella. Te pido que te cases conmigo y tú piensas que es un chiste”.Capítulo 24: La votación.
¿Chiste? No, ¡yo pienso que es una amenaza!

ECLIPSE

“Las prefiero morenas”.Capítulo 9: Genio.
Nunca he estado tan contenta de ser pelirroja . Por otra parte, que esta sea una de tus mejores frases no te deja en un buen lugar como conversador…

“Tú eres la única que me ha llegado al corazón. Siempre seré tuyo. Duerme, mi único amor”. Capítulo 9: Genio.
Yo es que soy de sueño delicado. Cualquier cosa me mantiene en vela: un rayo de sol, el tic-tac de un reloj, la perturbadora mirada de un acosador… cualquier cosa.


“Me haces sentir como el malo de la película, que se retuerce el bigote mientras trata de arrebatarle la virginidad a la pobre protagonista”.Capítulo 21: Compromiso.
¡Qué curioso! Yo también te siento así. Y no, compartir UNA idea no nos hace almas gemelas, echa el freno, que te veo venir, cursi.

“No te salgas de la agradable. «Treinta monjes y un abad no pueden hacer beber a un asno contra su voluntad»”.Capítulo 18: Pacto.
¡Refranes! ¡Me gustan! Mira, yo prefiero este “Boda en igualdad, hasta en la edad”.

“Duermes como si estuvieras muerta, Bella. No has dicho una sola palabra en sueños desde que llegamos aquí. Si no fuera por los ronquidos, habría temido que hubieras entrado en coma”.Capítulo 6: Distracciones.
No sé si es por el vampirismo o algo, pero tienes unas expectativas un poco extrañas de lo que es el sueño. No hablar es, de hecho, lo habitual. Si en el pasado me has oído largas conversaciones en sueños, quizá me hacía la dormida mientras hablaba por teléfono, por aquello de no aguantarte. Ups. Mi coartada.

"Hum...Aro, ¿tendrías la amabilidad de pedirle a Jane que dejara de atacar a mi esposa?. Todavía estamos discutiendo las pruebas". Capítulo 38: Poder.
Es que la relación vertical y dominante con ella ya la establezco yo, que para algo soy su marido. Y por algo esto se titula “Poder”

“Quizás sea más considerado si esperamos hasta que estemos solos. Puede que tú no te des cuenta cuando me pongo a destrozar muebles, pero probablemente ellos se asustarían”.Capítulo 6: Distracciones.
En serio, teléfono 016. Cuando has dejado de dar importancia a que alguien destroce los muebles, ya es tarde. Incluso si es la primera vez que lo hace.

¡¡Ortiga ha vuelto!! Quiero decir… err… ¡¡Se acabó el evento!!

$
0
0
Sí, queridos hierbajos, después de dos meses un tanto incomunicada por diversos motivos, he regresado. Temed.

A esto se le suma que Zarza sigue siendo una furcia y hace como diez días que dijo que cerraría oficialmente el evento [¡te miro acusadoramente! O.O]. Y aquí estamos. Pero bueno, la dejé aquí plantada y sola como una pobre margarita a cortar el césped, así que tampoco nos vamos a poder exquisitos.

El caso es que el evento Pon una Mala Hierba en tu libro debería haberse cerrado hace mucho, mucho tiempo. Ninguna de nosotras tenía pensado alargar tanto esta tortura en particular, pero una serie de circunstancias se confabularon para truncar nuestras benéficas intenciones [incluso cuando no queremos ser malas, el universo nos obliga a mantener el equilibrio cósmico. ¡Pensad en la de catástrofes que podrían acaecer de lo contrario! De nada].

Así pues, el evento queda oficialmente clausurado. Por fin.

Zarza no sé, pero al menos yo tengo la intención de (quizá) continuar mi fic, porque me he viciado. Sin embargo, no sé cuándo tendrá lugar esta hazaña, y llegado el momento ya me pensaría si lo cuelgo o no en el blog [¡os quedáis con las ganas, pringados! MUAJAJA].

Como no quiero que esto siga eternizándose y es mi intención regresar a mi ritmo de vida normal ahora que vuelvo a tener conexión de internet en casa, voy a ser una Mala Hierba diligente y mañana mismo subiré nuevos materiales. ¡Resañas, resañas everywhere![o algo por el estilo].

Ale, con Dios, hierbajos.


Fdo.
O.

Zelic, de Raiza Revelles y Sebastián Arango

$
0
0
Título: Zelic [Zarza: o lo que le pasa a un cani cuando es alérgico al gluten]
Autores: Raiza Revelles y Sebastián Arango
«Siete responde al nombre de "ciudadano Y017713937"[Ortiga: ¡ahí es nada! Como para llamarle por la calle…], vive en Hutrón [Ortiga: cada vez que veo este nombre pienso en hurones. ¿A nadie más le pasa?], y es un experto diseñador de software [Ortiga: por supuesto. ¡Qué duda cabe!] que trabaja en el proyecto Zelic, un sistema domótico [Ortiga: sí, sí, de los que te suben y bajan las persianas a horas programadas. Casi no puedo con la intriga]único al que quiere dotar de un cuerpo humano.

Para lograrlo, deberá viajar a la Tierra, un antiguo planeta desgastado [Ortiga: ahora tienen un nuevo planeta desgastado] y consumido casi en su totalidad [Ortiga: ¿ya (casi) no queda planeta? Y ¿dónde piensan aterrizar?] que, además de ofrecerle la formación que necesita para llevar a cabo su gran proyecto [Ortiga: en la Tierra, planeta desolado, tienen la formación que nadie le puede ofrecer en el moderno y chachiguay Hurón. Comprendo. Zarza: claro, los hurones son bichos muy... ¿cómo se llama cuando una criatura puede volverse contra ti? Ortiga: olorosos. Zarza: eh... no. Subversivos], lo liberará de las estrictas normas que rigen el planeta Hutrón [Ortiga: ya veis: los hurones, que son unos bichos muy estrictos. Zarza: y subversivos. Ortiga: y olorosos]».


¿Cómo os diría yo?... Me quiero reír.

Y los de Planeta [Hurón] es que no se cortan un pelo, ¿eh? Ya en su página lo dicen sin tapujos:

«POR QUÉ LEER ZELIC. LA NUEVA TIERRA
1 Raiza Revelles es la booktuber (youtuber especialista en libros) más seguida en lengua española. Sebastián Arango es un youtuber más populares».

Una razón. ¿Necesitas más? Yo no. Máxime si me lo dicen con agramaticalidad. ¿Qué puedo decir? Soy una chica fácil de conquistar[Zarza: esa operación está sin acabar. Sebastián Arango es «un youtuber + populares» igual a... ¿qué? Ortiga:youtuber & co. :D Zarza: ah... ya comprendo: Sebastián Arango = youtuber + populares. Es una manera en clave de decir que tiene varias personalidades (una de ellas es un youtuber y las demás son populares). Comprendo, comprendo].

Pero, con agramaticalidad o sin ella, os juro que no me voy a gastar 13,29 euros en un ebook. Estamos tontos. ¿Me están vendiendo un libro o es que piensan comprimir a los autores e incluirlos en el archivo antes de enviarlo? Porque… jo-der, colega.

He de admitir que, últimamente, cada vez que me topo con el sello Planeta es para que el pobre se hunda un poco más él solo en el fango.

Total… que a este libro le eché el ojo porque Sebas Gourmet G. Mouret lo mencionó en uno de sus vídeos de novedades editoriales. Era un libro escrito por youtubers, así que, como podréis comprender, no fui capaz de resistir la tentación. Estaba ya tonteando con la idea de hacer una segunda edición de las Jornadas Sangrientas, como varios nos habíais pedido en muchas ocasiones, y, aunque de momento no parece que vaya a haber un evento como tal, esta entrada no me la quita nadie.

Sigo siendo una puta vaga, así que he decidido que voy a repetir el formato que utilicé antes del verano para El fuego en el que ardo.

Aquí tenéis la muestra gratuita de Amazon corregida por una humilde servidora a base de pantallazos.

De nada.




Os recuerdo la leyenda, que no aspiro a que nadie la recuerde después de tantísimo tiempo de silencio, y aprovecho para añadir un par de categorías más:

- verde para el received text,

- azul para el texto explicativo,

- marrón si cae algún ternero,

- naranja para el resumen narrativo,

- rojo para referentes y otras concordancias,

- gris para repeticiones y otros problemas de vocabulario,

- las anotaciones adicionales las haré en morado.

Zarza: soy una chica de papel en una ciudad de papel... y hay un dios de papel por ahí en alguna parte O.O


Zarza: mmm... me recuerda sospechosamente al traje de Tron. ¡Diablos, el traje de Tron! Esto explica muchas cosas, como por ejemplo que el nombre del planeta es también un refrito.

















Una estrella en mi jardín, de W. Davies

$
0
0
Título: Una estrella en mi jardín
Autora: W. Davies
«Algunos dicen que el miedo no es real, otros que la locura no puede ser lógica y luego están los que se atreven a asegurar que una estrella no puede vivir en un jardín [Zarza: ya, ¡esos locos! ¡Se atreven a asegurar semejante cosa!].
Claro que ellos no conocen a Alicia Little, una chica que tiene fobia a la gente y que vive escondida en casa de su abuelo hasta que una historia, una estrella, un armario y un nuevo vecino cambian su pequeño mundo de mentiras y la retan a vivir en el mundo real. Charlie le ensenará a fotografiar quizás a través de sus dibujos, a creer en seis imposibles antes del desayuno y cómo una persona puede hacerte sentir diminuta o gigante en el tiempo que tarda en caer al suelo un bote de mermelada, incluso cuando el miedo se empeña en hacerte invisible. ¿Podrá Alicia amar algo que teme? ¿Será la curiosidad más grande que el miedo?
Pierde el miedo y déjate seducir por este homenaje a Alicia en el País de las Maravillas cargado de quizás, pero cuidado; al miedo le encanta robar sueños [Zarza: gracias por la advertencia. Lo tendré en cuenta]».

Aún no he decidido qué me indigna más: la coma que falta por omisión de verbo en la primera línea, o la idea de seguir utilizando el romanticismo para salvar a todo el mundo de todas sus miserias. Estoy mintiendo, sí que lo he decidido. Estoy entrando en una fase de odio absoluto hacia la amatonormatividad de aquí a la Conchinchina[queridos, esta vez no soy yo: sois todos los demás :D]. Y tampoco veo por qué la invisibilidad iba a ser incompatible con el hecho de ser grande o pequeña, pero eso es otro tema.

Veamos, ¿qué puedo deciros de este libro? No me lo he comprado (ni me lo voy a comprar), así que, poco. He descargado las primeras páginas gratuitas de Amazon (sí, otra vez) y de ellas es de lo que os voy a hablar. En concreto, quiero hablaros del prólogo, porque el prólogo, queridos hierbajos, no tiene desperdicio.

No sé cómo se las han ingeniado estas autoras [quizá recordéis que W. Davies esconde a dos... mmm... entusiastas escribiendo a cuatro manos] para hacerlo incluso peor que con su anterior libro, Recuerda que me quieres. Para atrás como los cangrejos.

El prólogo de la novela Una estrella en mi jardín, queridos hierbajos, comienza como os copio a continuación:


«Había una vez un cuento que no era un cuento. Y había, también, una lágrima huérfana nacida del terror que ni era lágrima ni era hija del miedo. Por haber había hasta un niño perdido que ni era niño ni estaba perdido. Y en ese cuento, que no era cuento, había una estrella que no era estrella y que vivía en un jardín, dos armarios que eran como libros compartiendo estante; había gente de mentira que era de verdad y gente de verdad que era de mentira, y hasta un espejo que no era espejo y que en lugar de reflejos contenía vidas».

Eh… ¿alguien se ha enterado de algo?

Os lo pondré fácil:

Resulta que hay algo (¬cuento). Hay algo/alguien sin padres (¬lágrima) que tal vez o tal vez no sea hija de otro algo/emoción (¬miedo). También había alguien (¬niño) que no estaba perdido. Y en ese primer algo (¬cuento) había algo (¬estrella) que vivía en un jardín, y dos armarios que debían de ser muy pequeños porque parecían libros; y había gente de verdad y de mentira, y algo (¬espejo) que suponemos que es algún tipo de recipiente porque contiene vidas.

¿Todavía no lo habéis entendido? Uhm… me pregunto si es porque sois un poquito lentos. ¡El texto es muy claro!

Venga, os lo pondré aún más fácil:

Hay varios algos, uno de los cuales vive en un jardín. También hay dos armarios pequeños y gente, y un… mmm… un tarro.

Esto es lo que se llama, queridos hierbajos, usar muchas palabras para no decir absolutamente NADA. Esto no es bonito. Esto no es poético. Esto no es Literatura. Esto es la gilipollez más absurda que he leído nunca. Honestamente. Tengo amigas que escriben en Whatsapp mensajes con mucho más sentido en pleno pedo.

¡Pero es que la cosa sigue! A continuación nos siguen insistiendo en que en ese ¬cuento se nos cuenta (o no) que hay una niña encerrada en algún sitio (no sabemos dónde) y un conejo (del cual solo sabemos que no es blanco) quiere que alguien la salve. Pero la niña no quiere que la rescaten, sobre todo si el rescate es efectuado por parte de un príncipe azul que no es un sapo verde. La niña quiere dragones y brujas y que la besen (un ogro a ser posible). La niña tiene, además, una estrella, pero esta estrella no quiere ser estrella (cuerpos celestes con voluntad, ya sabéis [Zarza: es que es una estrella del pop, Ortiga, ¡no entiendes nada!]) y vive en… bueno, en alguna parte. En este sitio donde vive la estrella viven también… ¬monstruos, tazas, por ejemplo (las tazas no son monstruos), que cuentan historias. Y un día llega un ¬cerdo, que además es ¬animal (otra taza, vamos), y se pone a hablar. Esa taza se bebe a la niña (irónico, sin duda) y la niña, desde dentro de la taza, recita un poema dedicado a un cerdo.

Precioso, me lo negaréis.

A continuación comienza el primer capítulo, en el cual nos regalan perlas como: (hablando de un sofá que tienen en mitad del jardín, porque están en plena mudanza) «el sofá en el que se había acomodado Aidan, ahí plantado a un lado de la entrada. Le resultó curioso (al prota), realmente parecía como si alguien hubiera plantado allí una semilla de sofá [Ortiga: ¿lo pilláis?, ¿eh?, ¿eh?, ¡plantado! ¡Jaja!] y este hubiera brotado, creyéndose flor [Ortiga: ah… ya. Comprendo]. Qué sofá más tonto, no sabía que los sofás no nacían de semillas, y precisamente al desconocer que no podía crecer de la tierra, creció [Ortiga: esto… ftw?]». Nos hablan también de soles maternales que salen «cada día para darles la bienvenida» y abrigar «sus almas frías y marchitas», porque ya sabéis que a la gente le gusta ponerse en plan poeta, incluso cuando no tienen ni pajolera idea de cómo funciona una poesía, pero… ¡bah!, ¿a quién le importa?: es arte, en el arte todo vale, ¡unicornios!, ¡arcoíris!

«Fue entonces cuando Charlie (el prota) reparó en ella. Y no es que la chica no intentara ocultar su presencia, pero a veces parecía olvidar que él podía verla desde abajo y, como impulsada por una fuerza mayor que ella misma, apartaba toda la cortina, dejando expuesta su figura, y se quedaba mirándolo fijamente». Claro, yo también descorro la cortina por completo y me pongo a mirar a la gente fijamente cuando me estoy ocultando. Es una técnica infalible: te haces tan visiblemente llamativa que te vuelves invisible. Sip, sip.

Al margen de estar casi exclusivamente compuesto por explicaciones, al texto no le falta received text precisamente: esfuerzos sobrehumanos, habitaciones asépticas como de hospital, pelos que caen en cascada, silencios ensordecedores… También hay ojos que brillan, que es otra de esas cosas que le ENCANTA escribir a la gente; y mira que yo soy de las que se queda dormida hasta con la luz encendida, pero los ojos luminiscentes son una de esas cosas que me quitan el sueño.

«Las farolas iluminaban el asfalto creando formas difusas que a Charlie se le antojaban insectos que luchaban entre las sombras por hacerse realidad». Ole, ole ¡y ole! Aunque admitiré que esto sonaría mucho más épico si tuviéramos… bueno, una lupa con la que magnificar la encarnizada pelea de insectos [Zarza: inexistente].

«Y él no pudo hacer más que sonreír y gruñir alternativamente». ¡Yo NECESITO ver esto! [Zarza: yo también. No lo sabía hasta ahora, pero lo necesito].

Y así llegamos al segundo capítulo, que resulta que está narrado desde el punto de vista de la niña de la ventana.

«Tras asegurarse por segunda vez (la niña) de tener todas las soluciones preparadas, colocó la película del carrete en la espiral; no necesitaba mirar, y de haberlo hecho tampoco habría servido de mucho, pues estaba totalmente a oscuras. Una pequeña luciérnaga podría arruinarlo todo [Ortiga: siii… seguuuuuro que sí]». Tú no has revelado fotos en tu vida. Se ilumina con luz roja. Necesitas ver. ¿Cómo coño comprueba que tiene «todas las soluciones preparadas» si no?, ¿mete la zarpa?, ¿les pega un sorbito? Pues nada, nada, que aproveche.

«Ese tiempo se convertía en una dulce expectación llena de entusiasmo que poblaba cada una de sus terminaciones». Conclusión: la niña es un pulpo. Y sus «terminaciones» están superpobladas.

La niña se tumba sobre la carretera vacía y «Entonces hizo lo que siempre hacía: bajó toda la calle rodando por la carretera, como una rueda que se desliza cuesta abajo. A Alicia le gustaba pensar que era como una croqueta rebozada en pan rallado». Yo diría que al final del jueguecito la niña va a parecer más un conejo despellejado que una croqueta. Es asfalto. Reto amablemente a las autoras a que nos manden un vídeo de esta proeza en pleno verano (manga corta, pantalones cortos…).

Y la niña se sienta en el sofá que han dejado plantado (wink wink) en el jardín: «Era de lejos el sofá más cómodo en el que Alicia se hubiera sentado nunca. Parecía hecho de flores [Ortiga: las flores son unos asientos muy cómodos]. Si el sofá hubiera podido hablar, le habría revelado que era una flor y que por definición tenía que estar hecho de flores [Ortiga: una flor no está hecha de flores, como mucho se podrá decir que está hecha de flor, en singular], pero como el sofá no podría escuchar los pensamientos de Alicia, ni hablar, ni ser una flor, no dijo nada». Sigo sin saber qué te has fumado, pero tú a tu rollo [Zarza: toda esta historia está escrita en realidad por la oruga porreta de Alicia en el País de las Maravillas].

«(Alicia) Extendió los brazos y acomodó la cabeza en el respaldo (del sillón), los ojos cerrados hacia el cielo, negándose a dedicar tanto a algo que le había dado tan poco, como si el propio firmamento tuviera la culpa de todas sus desgracias». ¿No sabéis de qué habla? Tranquilos, yo tampoco.

En el siguiente capítulo vuelve a ser el chico el foco.

«El hombre (el abuelo de la niña) enarcó las cejas y sus ojos brillaron con algo que Charlie (el chico) no supo identificar». No se sabía si era un LED o un mechero.

Y en algún momento uno se da cuenta de que las autoras siguen narrando desde su plural stalker mayestático en el que de cuando en cuando cogen y se dirigen directamente al lector para hacerle saber que no le van a desvelar alguna información (normalmente porque, tal y como se apresuran a aclarar, lo que dijeran sería mentira [wtf]). También siguen siendo fans incondicionales del auto-spoiler.

Oh, por cierto, ¿os he dicho ya que esta historia juega con los mismos personajes del libro anterior? El prota ahora es el niño al que se le moría la madre (creo que había uno al que se le moría la madre), y los amigos vienen a verle a su nueva y flamante casa, y llama por teléfono a Wendy y esas cosas.

Pero lo más importante aquí es, en realidad, que no sé cómo de largo es este monstruo. Francamente, apenas he pasado de la mitad de las páginas que tiene la muestra y ya van por el cuarto capítulo tras el prólogo.

En fin, yo sigo.

«Era como una maldición para ella (para la chica), todas y cada una de las personas en las que se fijaba detenidamente se quedaban grabadas a fuego en su retina, inmortalizadas en el almacén de sus recuerdos». Oh, maldición chunga donde las haya. Y rara, rara de cojones, ¿gente que se acuerda de gente en la que se fija conscientemente?, ¡¿dónde se ha visto eso?! Lloremos todos por la pobre desgraciada. Aunque, bien mirado, quizá la maldición es la parte de quedársele la gente grabada «a fuego en su retina»: tiene pinta de doler. Por otro lado (si lo miras por el lado positivo), es una maldición muy temporal: en cuanto se le hayan superpuesto dos quemaduras en la retina dudo que ya pueda ver gran cosa, así que problema resuelto. Lloremos todos de felicidad por la pobre desgraciada [Zarza: noo, la pobre ciega].

Y ahora nos resumen el trágico pasado de la niña: tenía una hermana gemela que la diñó. En este flashback nos cuentan el último día de vida de la gemela en el hospital, y cómo la niña prota y su primo rondan por ahí: «Su primo Chase, que advertía que el problema de Alicia no hacía más que empeorar (se está volviendo agorafóbica o algo), había tenido una idea que suponía que podría ayudarla». No me lo digas. Vas a llevarla a un almacén abandonado y tus amigos y tú vais a disfrazaros de mafiosos y obligarla a jugar a la ruleta rusa. Sería el colmo de lo divertido. Seguro que así la animas.

Oh, Dios. Resulta que, en el flashback, el primo convence a la niña de que salga a la calle disfrazada (acaba de representar una obra de teatro para su hermana en el hospital). La niña va a comprar un tarro de mermelada y cuando sale a la calle se choca contra el Charlie este de la historia actual y se queda en el suelo manchada de mermelada. Como la gente empieza a mirarla, su fobia social pone el turbo máximo y tiene un ataque de pánico: «El corazón empezó a latirle desenfrenado y, como si todo el miedo que había logrado contener en los últimos minutos se hubiera desencadenado con la caída, el mundo entero explosionó ante sus ojos y ella solo pudo gritar y gritar hasta quedarse afónica». Normal. Yo también gritaría si el mundo me explotase en la cara. Pero lo más gracioso es que el Charlie este no se acuerda de la loca con la que se cruzó un día y se puso a chillar como una desquiciada y salió corriendo, vestida con un disfraz (no sabemos cómo de llamativo) y cubierta de mermelada. Suena como uno de esos episodios anodinos de tu vida que al día siguiente ya se te han olvidado, claro.

Os copiaría la escena de la "psicóloga", pero creo que prefiero ahorrármelo. Quien quiera que le haya dado licencia para ejercer a esa mujer realmente es una persona muy cruel. La colgada de la mujer se dedica a enfadarse con su paciente, presionarla, descalificarla y culpabilizarla. Normal que la pobre niña no salga de su casa desde hace tres años. Lo raro es que siga saliendo a su propio jardín en lugar de haberse refugiado dentro de alguna alacena. Autoridad racional de la novela: you better be kidding. «—Hablemos de tu último episodio (dice la psicóloga). Según me ha contado tu abuelo, saliste corriendo y después te escondiste. Dime, Alicia, ¿a eso le llamas intentarlo?». Pues... ¡que te follen, 'japuta!

Y ¡cómo les gusta rajar a las narradoras! Jo-der. Aunque creo que ya se están acabando por fin las páginas estas gratuitas, así que… lagrimita de felicidad.

«¿Qué era mayor, una sonrisa o miles de diminutas lágrimas? [Ortiga: ¡miles! Este personaje debe de llorar mucho o muy deprisa]. Alicia no lo sabía, y sintió la tentación de coger papel, lápiz y calculadora y comprobar a qué equivalía matemáticamente hablando. Supongo que todo dependería de la constante, por lo que volvió al principio de la pregunta e incluso la cabeza empezó a dolerle un poco de tanto pensar». What the…



Y… se acabó. Huelga decir que no pienso comprar el libro. Aún valoro lo poco que me queda de cordura.


Así que ahí os quedáis, hierbajos.


Chichómetro: no pienses en un cerdo rosa volador.

Potabilidad: vomitar ya no te servirá de nada.

Carcajadas:ftw/10

Otras páginas que tienen publicadas críticas o reseñas de este libro, por si os interesa contrastar: Fiebre Lectora, Noventa y dos Libros, Viviendo entre libros.

Miss Peregrine’s Home for peculiar children, de Ransom Riggs

$
0
0

Bu.

No sé si ahora mismo queda aluna mala hierba en el país, y, llamadlo nostalgia, llamadlo incertidumbre, llamadlo cualquier cosa, he decidido dejar de rapiñear y salpicar de comentarios más o menos malévolos y más o menos aleatorios las entradas de Ortiga para hacer yo críticas de los libros que he leído. De algunos, en cualquier caso.

De los que recuerde y cómo los recuerde. En cualquier caso.

Ya sabéis que soy desordenada como un matojo de zarzas, no vamos de fingir lo contrario.

Uno de los libros que leí mientras Cicuta y yo estábamos en pleno campamento de escritores en febrero (y temíamos/esperábamos que la nieve bajara de las montañas) fue Miss Peregrine’s Home for peculiar children. Había comprado esta novela unos meses antes (hace ya casi un año, de hecho), en una librería solitaria y oscura, mientras seguía el camino de baldosas rojas de Boston. Y, voy a ser sincera, la había dejado sentada en mi estantería. De vez en cuando se la enseñaba a mi ahijada para asustarla con las fotografías en blanco y negro, pero poco más.
Es un libro apropiado para leer cuando la niebla envuelve el bosque y se asoma a tu ventana. O para hojearlo de madrugada en una de las viejas estaciones de Greyhound.

La verdad, no tenía ningún tipo de expectativa más allá de curiosear las imágenes de cuando en cuando, y después de leer las primeras páginas me reafirmé en esa opinión. Hasta que empezaron a ocurrir cosas.

No es un libro inquietante, así que no os dejéis engañar por el aire lúgubre de la portada. Es un libro decepcionante, en cierto sentido.

Este es el momento de mi resumen casero.

El libro gira en torno a nuestro protagonista, un adolescente bastante prototípico con un abuelo interesante que le cuenta historias sobre cómo tuvo que huir de Europa para que no le atraparan los monstruos. El primer capítulo es de hecho una oda a lo cliché que es esta criatura (el prota, no el abuelo), que se siente traicionado cuando comprende que no hay monstruos realmente, y que más tarde se siente horrorizado cuando cae en la cuenta de que los monstruos eran una licencia poética para describir la tragedia del Holocausto.


En realidad cuando hablo de un protagonista cliché no quiero decir que esté presentado como suelen estarlo este tipo de personajes en la literatura juvenil actual (aunque un poco también, este es un discount Harry Potter si alguna vez he visto uno), sino que es más o menos como podría ser un adolescente de verdad. No demasiado estúpido (desde luego no demasiado avispado), con una familia con más posibilidades que la media y con un abuelo un poco más pinzado que la media, aparentemente. Quizás lo que le hace menos creíble, pero a la vez más interesante, es lo consciente que es de ciertas cosas: el hecho de que se busque un amigo que lo defienda en el instituto para sobrevivir a la adolescencia. Es casi como supiera que estamos cotilleando en su vida y quisiera dar a entender que no es como los demás. Sólo que, en teoría, de hecho es así, porque tenemos un narrador en primera.

En fin, cierta noche un monstruo raro mata a su abuelo y eso le lleva a darse cuenta de que igual "monstruos" no es una metáfora de "nazis" y todos estamos en peligro. Así que se dedica a contárselo a todo el mundo y sus padres le llevan al psiquiatra. Entre unas cosas y otras acaba marchándose a Europa con su padre (que aprovecha para escribir un libro sobre pájaros) después de haber encontrado una misteriosa carta a su abuelo y una remitente en una isla perdida en Inglaterra.

Y allí empiezan a pasar cosas raras y hello escuela del profesor Xavier pseudovictoriana.

Fin del resumen. Preparaos para los spoilers.

¿Principal problema de esta novela? Su autor.

Por lo que pude leer al final resulta que el tipo es un entusiasta de los flea market y todas las imágenes que aparecen en el libro son fotografías reales que pudo conseguir él y para las cuales se inventó una historia (eso pone en la edición de mi libro)ese personaje no se corresponde con la foto, no me tongues. O el escenario no se corresponde con la foto, o… En fin. A veces está todo muy cogido de los pelos, y se nota. Es como les suele suceder a los escritores amateurs al escribir, que usan todas y cada una de las metáforas que se les han ocurrido relacionadas con el tema que quieren tratar en una escena. Lección exprés de una profesora mía para escribir relatos/escenas: apuntad todas las metáforas que se os ocurran (y que apoyen el núcleo, o vuestra autoridad racional, o lo que sea) y quedaos aproximadamente con las cinco mejores, como mucho diez. El resto a la basura. Un pin porque se os hayan ocurrido todas, pero, en serio, no las uséis todas, porque no hay necesidad y las que peor os hayan salido y estén más cogidas con pinzas van a fastidiar el efecto general. No os hagáis esto, por favor.
. Tengo que admitir que la sola idea tiene un punto de adorabilidad (o me lo parece a mí porque es algo que mi hermano habría hecho de crío, quién sabe). El problema es su ejecución. El autor se deja atar demasiado por las fotos que tiene y quiere meterlas todas y cada una, a veces con calzador. ¿Conclusión? A veces salen cosas muy raras. Una utilización de texturas que tendría que servir como autoridad racional a veces sirve para justo lo contrario, y arranca al lector de las páginas porque

Voy a seguir hablando de la voz narrativa, y por extensión del protagonista. De autoridad racional y emocional anda bien, en general resulta creíble como adolescente y da la sensación de que controla las cosas de las que habla. Ahora bien, es explicativa como un demonio, que es uno de los peligros que suele tener usar un narrador en primera persona. Sin embargo, de vez en cuando tiene momentos interesantes que se escapan de lugares comunes, como la manera en que describe al amigo, y que este gane pasta para gasolina dejando que la gente que va de fiesta le dé un golpe al vehículo a cambio de un dólar. O, después de que el abuelo muera, el protagonista se compara con una frágil reliquia familiar por la forma en que sus padres lo tratan. Por supuesto a continuación se dedica a explicar que se refiere a que lo tratan como si fuera a romperse. Porque era muy necesario que nos lo aclarara. Además, la voz narrativa no está justificada.

En cuanto al núcleo, tengo que admitir que no recuerdo si tenía. Lo sé, soy terrible. Me suena que no, pero si tuviera que apuntar a algún lado diría que a reencontrarse con las raíces de uno, continuar el legado, o algo así. El niño pasa de intentar desesperadamente que le despidan del supermercado donde trabaja (se trata de una cadena y su familia son los dueños) a proteger a los amigos de su abuelo. Pero yo diría que estaría un tanto cogido por los pelos, porque si bien en este sentido parece que se observa una evolución, lo cierto es que en términos de responsabilidad (otro tema que se trata mucho en la novela), el protagonista siempre ha cuidado de su abuelo (y siempre ha reclamado a sus padres que ellos no hagan lo propio). Así que en realidad el final de la novela no es un cambio, sino una confirmación de la tendencia del personaje: termina de desligarse definitivamente de su familia y toma el papel que correspondía a su abuelo antes de que huyera a los Estados Unidos. Me da un poco la sensación de que, por todo esto, este libro no funciona demasiado bien como una historia completa, sino como un primer acto, aunque creo recordar que en general sigue el viaje del héroe. En cualquier caso, echémosle un cable: vamos a proponer como núcleo la responsabilidad, que sí aparece más trabajada (aunque, como digo, de forma un tanto selectiva: a la familia que le zurzan): los padres quieren dejar al abuelo en una residencia, el protagonista intenta que le despidan de su trabajo, la huida del abuelo, el hecho de que el padre del protagonista no acabe ningún libro de los que empieza, o que la madre esté feliz cuando su marido y su hijo se van a la isla por poder librarse de ellos. O de una manera un poco más lejana, cuando pretenden tirar todas las pertenencias del abuelo, la traición del psiquiatra o la conversación final con el padre.

Ahora hablemos de personajes.

En general son bastante planos y no se profundiza mucho en ellos. El protagonista al principio anda un poco falto de objetivos, pero una vez llega a la isla y descubre a los niños peculiares entra en conflicto: quedarse con ellos y ayudarles o volver con su familia. En ese sentido mejora. Los padres son un tanto cretinos, y me desconcierta muchísimo la obsesión del padre de escribir un libro sobre un tema, el que sea. La madre es bastante cliché. En la isla hay un par de adolescentes raperos con los que me reí bastante, pero que no tienen ninguna relevancia. En los niños peculiares no se incide demasiado, pero no puedo dejar sin mencionar a la que solía ser la novia del abuelo y que se pasa todo el libro tirándole los trastos al protagonista. Qué siniestro, dioses.

Los diálogos tienen sus momentos. Los de la terapia, teniendo en cuenta lo que se descubre sobre el psiquiatra al final de la historia, realmente tienen cierto aquel cuando piensas en ellos a posteriori: intenciones ocultas y subtext. Los de los padres creo recordar que también tenían un pase, y con los de los raperos adolescentes me estuve riendo un rato. Pero los que ocurren con Miss Peregrine y los niños peculiares suelen ser demasiado expositivos y planos.

Ah, bog bodies.
En general el texto, como decía es horrorosamente explicativo, pero las descripciones y la selección de elementos son aceptables, e incluso a veces tienen puntos francamente encantadores.

Por cierto, me gusta particularmente el papel de la niebla en la historia, pero también lo que se dice de ella y el Cairnholm Man, la víctima del sacrificio humano.

Concluyendo, tenía elementos para ser una cosa bastante decente, pero no termina de despegar. Una verdadera pena. La edición es tan maja que me apetecía especialmente que fuera una novela aceptable. Meh.

En cualquier caso, también tiene escenas francamente WTF, como cuando el protagonista insiste en que todo el mundo se crea la historia del monstruo que mató a su abuelo, y cuando le traen a un dibujante de la policía para apaciguarlo, el personaje hasta se cabrea porque es consciente de que nadie se lo está tomando en serio. Francamente, no sé qué esperabas, criatura.

El otro día me enteré de que habían sacado la versión en cine. ¿Alguien la ha visto?. Mi sobrino quiere verla desesperadamente, pero, en fin, solo tiene dos años y medio y estoy convencida de que el bicho que se carga al abuelo va a ser nightmare fuel para él por el resto de su existencia. Si en esas estamos estoy por volverme loca y ponerle Orejas largas. Puestos a traumatizar críos, que por mi parte no quede.

Oh, y hablando de críos, me he enterado de que han publicado un libro de cuentos para "niños peculiares" con imágenes muy siniestras y un aire así como antiguo. Admito que me pica mucho la curiosidad.

Por cierto, no sé si a alguien le interesa esto, pero en parte a raíz de este libro nos estamos planteando abrir una sección de novelas en inglés, por si alguien quiere animarse a leer en otro idioma que no sea portugués del reverso de las cajas de cereales.

Como siempre, no os quiere,


Z.
Viewing all 130 articles
Browse latest View live