Pues sí: esta Mala Hierba ha decidido escribir una escena AU autoinsertándose en la n… cosa Cincuenta sombras de Grey. Específicamente, voy a reescribir el primer capítulo (o quizá sólo una parte, lo veré sobre la marcha), ese en el que la tal Anastasia va a hacerle la entrevista al petardo a su oficina.
Queridos hierbajos, nos vamos a reír. Bueno, quizá vosotros no. No estoy especialmente inspirada hoy en ese sentido. Solo es que me apetecía probar.
Por cierto, como soy una Mala Hierba, me lavo teatralmente las manos en cuanto a la prosa. Muajaja. No voy a mejorar el texto en ningún sentido, va a seguir teniendo received text, siendo explicativo y usando resumen, porque para empezar muchas de las cosas se van a quedar tal cual están en la obra original. Yo me limito a autoinsentarme en las partes dedicadas a la prota, porque soy así de Mary Sue.
[Aquí os dejo un link a la versión original (en español) del libro, por si queréis ver cómo era la escena que escribió E. L. James: http://www.todocelaya.com/libros/Cincuenta-Sombras-de-Grey.pdf]
1
Me miro en el espejo y me empiezo a reír, moviendo la cabeza de lado a lado para se me desordene el flequillo.
—Tengo un pelo genial.
Da igual lo que me haga. Maldita sea Katherine Kavanagh, que se ha puesto enferma, la muy furcia, y me ha colgado el muerto, con el sueño que tengo. Pero mi pelo mola tres pueblos, así que no importa. Yo hoy pensaba repasar para los exámenes.
No sé por qué mis pensamientos son tan fragmentados y aún así me empeño en hacer párrafos con el batiburrillo, pero vale.
Vuelvo a revolverme el pelo con una mano.
—Tengo que probar más veces eso de acostarme con el pelo mojado. Es genial.
Hincho los carrillos y subo y bajo las cejas insinuantemente a mi reflejo mientras pienso en selfies literarios. A la chica del pelo zanahoria con las raíces castañas se le escapa todo el aire por la boca cuando se empieza a reír otra vez. Tiene pecas sobre la nariz y bajo los ojos, y eso es fantástico porque hacía muchos años que no le salían pecas.
Sacudo la cabeza una vez más y el flequillo me hace cosquillas en la frente. Tengo que salir ya del baño o se me hará tarde.
Kate es mi compañera de piso (por cierto). Es curioso, porque no recuerdo tener ninguna compañera de piso que se llame Kate (yo juraría que la de ahora se llamaba Katrin, pero tratándose de mí… todo es posible. Digamos que se llama Kate, pues). El caso es que la muchacha iba a ir a hacerle una entrevista a no sé qué tipo millonetis de una empresa, pero ha pescado un resfriado (ella, no el entrevistado) y, con el cuento del catarro, me ha colgado el muerto. A mí, mientras que me dé las preguntas escritas, la verdad es que todo me parece genial. Bueno, en realidad me apetecía más quedarme en casa y no tener que hablar con nadie en todo el día, porque estoy ermitaña, pero en fin. Me toca conducir más de doscientos kilómetros (cosa improbable, por cierto) hasta el centro de Seattle para reunirme con el presidente de la empresa… no me acuerdo del nombre, una palabra así como verde feo, puede que empezase por «g». Por lo visto el tipo es mecenas de la universidad y su tiempo es oro, que dicen por ahí, pero le ha concedido una entrevista a Kate. Y Kate está que no caga con el logro. La chica le pone interés, eso hay que concedérselo.
Kate está acurrucada en el sofá del salón.
—Ortiga, lo siento. Tardé nueve meses en conseguir esta entrevista. Si pido que me cambien el día, tendré que esperar otros seis meses, y para entonces las dos estaremos graduadas. Soy la responsable de la revista, así que no puedo echarlo todo a perder. Por favor… —me suplica con la voz ronca por el resfriado.
La pobre está hecha unos zorros. Da penilla con los ojos llorosos y la nariz irritada de tanto sonarse. Aunque la verdad es que sin maquillaje está más guapa.
—¿Te has salido de la cama para seguir suplicándome? No es por hacer de menos tus esfuerzos, mujer, pero probablemente si he madrugado será porque ya hemos quedado en que voy. Anda, vuelve a la cama. ¿Quieres que te traiga algo antes de irme?
—Un paracetamol, por favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora. Solo tienes que apretar aquí. Y toma notas. Luego ya lo transcribiré todo.
—No sé nada de él. ¿Cómo habías dicho que se llamaba? ¿Seguro que está bien que te suplante? ¿No me echarán a patadas del edificio?...
—Te harás una idea por las preguntas. Sal ya. El viaje es largo. No quiero que llegues tarde.
Gracias por no contestar a mis preguntas razonables.
—No te preocupes, voy con tiempo. Vuelve a la cama. Te he preparado una sopa para que te la calientes después.
La miro con cariño. Todo esto lo haría por cualquiera. No es por ser cruel, es la verdad. Soy así de maja.
—Sí, lo haré. Suerte. Y gracias, Ortiga. Me has salvado la vida, para variar.
—Lo añadiré a tu cuenta.
Me cuelgo la mochila a la espalda y salgo de casa. Después de pasearme por el garaje buscando el coche de Katrin-Kate (yo pensaba que era verde, pero resulta que no) y estar sentada diez minutos frente al volante sin ser capaz de decidir cuál de los tres pedales es el que sirve para frenar, resuelvo que probablemente lo más sensato para todos es que coja un autobús. Por suerte para la historia, soy una hierba previsora y ya tengo los billetes comprados.
En el viaje no consigo dormir, porque nunca consigo dormirme en los viajes cuando pienso que quiero dormirme, debe de ser algún tipo de boicot personal y deseo de venganza soterrada contra mí misma. Además, Zarza no hace más que mandarme mensajes preguntándome otra vez qué diablos hago yo en esta historia. Cuando por fin me bajo del autobús, pilloun catarro un taxi.
Me dirijo a la sede principal de la multinacional del señor Grey (he encontrado el nombre en las preguntas, por suerte para mí), un edificio horrendo de veinte plantas, todo vidrio y acero, y con las palabras GREGORY HOUSE… Espera un segundo. Ah, no, claro: GREY HOUSE escritas en las puertas de entrada.
—Joder, Ortiga, menos tele —El taxista me mira por el retrovisor, yo le sonrío.
Son las dos menos cuarto cuando el taxi me deja en la puerta. La cita es a las dos. Entro en el vestíbulo de vidrio, acero y piedra blanca.
Desde el otro lado de un sólido mostrador de piedra me sonríe una chica rubia. Lleva el pelo teñido y medio centímetro de base encima de la cara. Además parece que alguien le haya cosido con una puntada las comisuras de la boca hacia el interior de las mejillas. Puedo ver la puntada negra en el pliegue de piel que se hunde hacia adentro.
—Vengo a ver al señor Grey. Urtica Dioica, de parte de Katherine… Kalla… ¿van?
—Discúlpeme un momento, señorita Dioica —me dice alzando las cejas.
Igual no voy lo bastante vestida. Es una teoría descabellada que tengo. He hecho un esfuerzo y al menos me he puesto pantalón largo para que no se me vean las patas peludas, uno que me dio la madre de Zarza. La gente en los sitios pijos se lo toma peor si aparezco sin depilar. Tal y como yo lo veo, deberían agradecer que no llevo la ropa heredada de mi hermano, al menos. Para mí esto es ir elegante. Tamborileo con los dedos sobre el mostrador mientras miro a mi alrededor para no tener que verle las mejillas cosidas a la recepcionista.
—Sí, tiene cita con la señorita Kavanagh. Firme aquí, por favor, señorita Dioica. El último ascensor de la derecha, planta 20.
Me sonríe amablemente, sin duda divertida, mientras firmo.
Me tiende un pase de seguridad que tiene impresa la palabra VISITANTE.
—Gracias.
El ascensor me lleva a otro gran vestíbulo. Me acerco a otro mostrador de piedra y me saluda la misma chica rubia de antes.
—… Hola. —Dudo.
Bueno, puede que no la misma, no creo que haya podido adelantarme. Pero es la misma.
—Señorita Dioica, ¿puede esperar aquí, por favor?
Sabe mi nombre. Igual sí que es la misma después de todo.
Me señala una zona de asientos de piel de color blanco.
—Gracias —le digo al clon con una sonrisa.
Me siento, saco las preguntas del bolso y las repaso. No tengo ni idea de quién es el tipo al que voy a entrevistar. Espero que no tenga las mejillas cosidas como las recepcionistas. Saco la grabadora y empiezo a pulsar botones con mirada intensa y cara de velocidad, intentando decidir cuál es el de encender. El cacharro no se inmuta.
—¿Señorita Dioica?
Pego un bote. Ha aparecido una tercera rubia repintada salida de algún sitio.
—¡Sí!
—¿Se encuentra bien?
—Sí, sí.
—El señor Grey la recibirá enseguida.
—Okay. Gracias.
Todas las hermanas deben de haberse puesto de acuerdo para buscar trabajo en el mismo sitio.
Vuelvo a concentrarme en la grabadora. Quizá sea táctil. Empiezo a darle toques a la pantalla oscura con el índice.
La puerta del despacho se abre y sale un hombre con un pelo afro rizado fantástico.
Tengo que apretar los labios y morderme la mejillas por dentro para intentar no reírme. De verdad que es un pelo genial. Él se vuelve hacia la puerta.
—Grey, ¿jugamos al golf esta semana?
No oigo la respuesta. La grabadora por fin se enciende.
—Yes!
Una de las rubias me mira mientras va a llamar al ascensor.
—Buenas tardes, señoritas —dice el del pelo fantástico metiéndose en el ascensor.
—Buenas tardes —contesto.
—El señor Grey la recibirá ahora, señorita Dioica. Puede pasar —me dice una de las rubias.
Guardo la grabadora y las preguntas, cojo mi mochila y me dirijo a la puerta entornada.
—No es necesario que llame. Entre directamente —me dice sonriéndome.
De todas formas llamo antes de empujar la puerta. Tropiezo con mi propio pie y me la pego.
—Mierda, Ortiga. Mira dónde pones los pies.
Estoy de rodillas en el suelo.
—… ¿Eso lo he dicho o lo he pensado?
—Lo ha dicho.
—Oh.
Unas manos me rodean para ayudarme a levantarme. Me aparto y me levanto sola.
—Lo siento. No pasa nada. Estoy bien.
Bocas.
Miro al hombre. Parece joven.
—Señorita Kavanagh —me dice tendiéndome una mano en cuanto me he incorporado—. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Es alto. Creo. No es rubio.
Le cojo la mano y me suelta un calambrazo.
—¡LA MADRE QUE L….! —Agito la mano con fuerza y me giro sobre mí misma mientras me meto el dedo en la boca.
Mierda. Mierda. Mierda.
—¿Se encuentra bien?
—Maldita electricidad estática —siseo—. Sí, sí. Estoy bien. Lo siento.
Joder, lo que ha dolido. Eso ha sido la moqueta, seguro.
—La señorita Kalla... vahn está indispuesta —digo finalmente, todavía flexionando los dedos de la mano derecha—, así que me ha mandado a mí. Espero que no le importe, señor Grey.
—¿Y usted es…?
Se está partiendo el culo de mí, lo veo.
—Urtica Dioica, Ortiga. Soy compañera de Katrin… digo… Katherine… la señorita Kalla… —Frunzo el ceño—. Somos compañeras.
—Ya veo —se limita a responderme.
Sí. Se está partiendo el culo.
—¿Quiere sentarse? —me pregunta señalándome un sofá blanco de piel en forma de L. Me acerco y le arrimo disimuladamente una pierna al cuero antes de atreverme a tocarlo con la mano: si algo más planea electrocutarme, prefiero que sea a través de una capa de tela en primer lugar.
El despacho es inmenso. En la pared de la puerta hay un montón de fotografías de objetos aleatorios.
—Un artista de aquí. Trouton —me dice el señor Grey cuando se da cuenta de lo que estoy observando.
—Ah. Dudo que me vaya a acordar, pero está bien saberlo. —Sonrío—. Son de esos minimalistas que cogen un objeto cotidiano para ponerle el acento, ¿no? Aunque normalmente ¿no se supone que la idea es representar el objeto dentro de su contexto cotidiano, no esa foto aséptica en fondo blanco y todo centradito y perfecto?
Ladea la cabeza y me mira con mucha atención.
—Lo siento —sonrío otra vez y me alboroto el pelo en la nuca con una mano—. Deformación profesional.
—En mi opinión, elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario —me contesta en voz baja.
Se hace un segundo de silencio.
Me he topado con un especialito.
—O… kay.
Saco de nuevo las preguntas de Kate. Y la grabadora. Mierda. ¿Qué botón era? Pruebo con uno, intentando no poner cara de velocidad. El cacharro no se inmuta. Presiono mi siguiente opción. El señor Grey no abre la boca. Está observándome, con una mano encima de la pierna y la otra alrededor de la barbilla. Sí, sé que soy adorable. Me lo han dicho más veces. Mira para otra parte. Tercer intento y por suerte la grabadora se enciende.
—Lo siento. Es que no es mía.
—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Dioica —me contesta.
—¿Le importa que grabe sus respuestas?
—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la grabadora?
—Pues… sí —le miro—. ¿Le importa? Tampoco he tardado tanto: ya he estado practicando en el pasillo.
Levanta una ceja.
—No, no me importa.
—¿Le explicó Katrin… digo… la señorita…? ¿Le han explicado para dónde era la entrevista?
—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año.
—Anda. ¿En serio? —le miro. Otra vez.
—¿Eso es parte de la entrevista?
—No.
Está burlándose de mí. Pues que se ponga a la cola. Pulso el botón de grabar y dejo la grabadora sobre el sillón, a mi lado. La cojo otra vez y compruebo que el temporizador corre, prueba de que está grabando.
—Primera pregunta. Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su éxito?
Le miro. Sí, otra vez. Para leer tengo que bajar la vista, es lo que tiene. Él esboza una sonrisa burlona.
—Los negocios tienen que ver con las personas, señorita Dioica, y yo soy muy bueno analizándolas. Sé cómo funcionan, lo que les hace ser mejores, lo que no, lo que las inspira y cómo incentivarlas. Cuento con un equipo excepcional, y les pago bien. —Se calla un instante y me clava la mirada—. Creo que para tener éxito en cualquier ámbito hay que dominarlo, conocerlo por dentro y por fuera, conocer cada uno de sus detalles. Trabajo duro, muy duro, para conseguirlo. Tomo decisiones basándome en la lógica y en los hechos. Tengo un instinto innato para reconocer y desarrollar una buena idea, y seleccionar a las personas adecuadas. La base es siempre contar con las personas adecuadas.
—¡Ah! Yo también hago eso. —Sonrío—. Lo de analizar a las personas, digo. Y luego está el factor suerte, claro.
Por un momento la sorpresa asoma a sus ojos.
—No creo en la suerte ni en la casualidad, señorita Dioica. Cuanto más trabajo, más suerte tengo. Realmente se trata de tener en tu equipo a las personas adecuadas y saber dirigir sus esfuerzos. Creo que fue Harvey Firestone quien dijo que la labor más importante de los directivos es que las personas crezcan y se desarrollen.
—Por supuesto que la suerte no es un factor decisivo, pero en todos los ámbitos hay siempre algún elemento que sencillamente es imprevisible y se escapa a nuestro control.
—Bueno, lo controlo todo, señorita Dioica —me contesta sin el menor rastro de sentido del humor en su sonrisa.
Lo miro y me sostiene la mirada, impasible. Tiene unas cejas enormes y los ojos oscuros. Y no deja de pasarse un dedo por el labio. Ya podía quitar la mano: me estorba para entender lo que dice. ¿Por qué se lo tocará tanto?
—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para ejercer el control te concede un inmenso poder —sigue diciéndome en voz baja. Me inclino más hacia adelante para poder oír, sin apartar la vista de su boca—¿Le parece a usted que su poder es inmenso?
—Relativamente. Aunque yo soy bastante obsesa del control, supongo que usted también, por lo que veo. —Me vuelvo a incorporar sobre el sillón—. Disculpe, pero ¿le importaría hablar más alto? Y si pudiese apartarse la mano de la boca también me ayudaría a entenderle mejor.
Baja la mano y se me queda mirando otra vez, dubitativo.
—Lo siento. ¿Tiene problemas de audición?
—No. Es parte de mi dislexia. Leer los labios ayuda. —Miro las preguntas—. ¿Cuáles son sus intereses, aparte del trabajo?
—Me interesan cosas muy diversas, señorita Dioica. —Esboza una sonrisa casi imperceptible—. Muy diversas.
—Como por ejemplo…
Sigue mirándome y no me gusta. No me gusta cómo se le afila la sonrisa por el lado izquierdo. Me aclaro la garganta.
—Quiero decir, si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?
—¿Relajarme?
Sí, pequeño Sócrates, relajarte. ¡Responde a la pregunta!
Sonríe mostrando los dientes. Los tiene perturbadoramente afilados. ¿Cuántas preguntas quedan? Me quiero ir ya. Enderezo la espalda.
—Bueno, para relajarme, como dice usted, navego, vuelo y me permito diversas actividades físicas. —Cambia de posición en su silla—. Soy muy rico, señorita Dioica, así que tengo aficiones caras y fascinantes.
Pues bien por ti. Toma un pin.
—Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto?
—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su mecanismo, cómo se montan y se desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué puedo decirle?
—Tiene suerte de poder dedicarse a algo que le apasiona.
Frunce los labios y me observa de arriba abajo.
—Es posible.
—¿Por qué aceptó esta entrevista?
—Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no podía sacarme de encima a la señorita Kavanagh. No dejaba de dar la lata a mis relaciones públicas, y admiro esa tenacidad.
—Sí, conozco esa sensación. También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?
—El dinero no se come, señorita Dioica, y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer.
—Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del mundo?
Se encoge de hombros.
—Es un buen negocio —murmura.
No estoy tomando notas. ¿Debería estar tomando notas? ¿Qué notas se toman cuando ya hay una grabación? Dios, nunca me haría periodista.
—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?
—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de Carnegie: «Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente puede adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado». Soy muy peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.
—Quiere poseer cosas. Y controlar gente.
—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.
Encantador.
Ya está otra vez enseñándome los dientes. Necesita una lima.
Me sudan las manos. Echo un vistazo a la siguiente pregunta.
—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera de ser?
Frunce el ceño.
—No puedo saberlo.
Ahora tengo curiosidad.
—¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron?
—Todo el mundo lo sabe, señorita Dioica —me contesta muy serio.
—Bueno, obviamente no todo el mundo.
Borde.
Miro la lista.
—Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.
—Eso no es una pregunta —me replica en tono seco.
Vuelvo a mirar el papel.
—Mmm… aparentemente no. Está escrita sin interrogaciones. Da igual, supongamos que es una pregunta: ¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?
—Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren. Pero no me interesa seguir hablando de mi familia.
—¿Es usted gay, señor Grey?
Respira hondo.
Esto es bastante invasivo, la verdad. Menuda pregunta.
—No, Ortiga, no soy gay.
Alza las cejas y me mira con ojos fríos.
Está bien. Indirecta captada. Sonrío a modo de disculpa.
—Informaré a mi compañera de que esta pregunta le parece intrusiva.
A menos que el problema sea con los gays, en cuyo caso la informaré de que es usted gilipollas.
Mira, esta es una nota que sí puedo tomar. Abro la mochila y busco un bolígrafo.
Él inclina un poco la cabeza.
—¿Las preguntas no son suyas?
Saco el bolígrafo y marco la pregunta con un asterisco: «invasivo ¿?».
—No. Katr… Kate… mi compañera me ha pasado una lista.
—¿Son compañeras de la revista de la facultad?
Mierda. Esto va a quedar muy poco profesional.
—No. Es mi compañera de piso.
Se frota la barbilla con parsimonia mientras me observa atentamente.
—¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? —me pregunta en tono inquietantemente tranquilo.
Estupendo, ahora la entrevistada soy yo. Esto no va bien.
—Me lo ha pedido ella —admito—. Como ya le dije, está enferma.
—Esto explica muchas cosas.
—Vaya, gracias por el voto de confianza —contesto intentando no reírme.
Llaman a la puerta y entra una de las rubias.
—Señor Grey, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.
—No hemos terminado, Andrea. Cancele mi próxima reunión, por favor.
A la tal Andrea se le abre la boca, muda. El señor Grey vuelve el rostro hacia ella lentamente y alza las cejas. La chica se pone colorada. Pobre.
—Muy bien, señor Grey —murmura, y sale del despacho.
Él frunce el ceño y vuelve a centrar su atención en mí.
—¿Por dónde íbamos, señorita Dioica?
—No quisiera interrumpir sus obligaciones.
—Quiero saber de usted. Creo que es lo justo.
Apoya los codos en los brazos de la butaca y une las yemas de los dedos de ambas manos frente a la boca.
—No veo por qué esto iba a tener que ser justo —le digo—. El que se ha ofrecido a una entrevista es usted, no yo.
—¿Qué planes tiene después de graduarse?
Me ignora. Fantástico. Hora de largarse.
—De momento voy a centrarme en terminar.
Cojo la grabadora y la meto en la mochila junto con la hoja de las preguntas.
—Aquí tenemos un excelente programa de prácticas —me dice en tono tranquilo.
—Uhu. Gracias. Lo tendré en cuenta.
Me pongo en pie.
—¿Le gustaría que le enseñara el edificio? —me pregunta.
—No es necesario. Seguro que está muy ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.
—¿Vuelve en coche a Vancouver?
¿Vivo en Vancouver?
Mira por la ventana. Ha empezado a llover.
—En autobús.
Pero no pienso decirte en cual.
—¿Me ha preguntado todo lo que necesita? —añade.
—Sí —le contesto colgándome la mochila al hombro.
Cierra ligeramente los ojos, como si estuviera pensando.
—Gracias por la entrevista, señor Grey. —Le tiendo una mano.
No me electrocutes. No me electrocutes. No me electrocutes.
—Ha sido un placer —me contesta, tan educado como siempre, tomándome la mano.
Respiro.
—Menos mal.
—¿Cómo dice?
Por un momento le miro sin entender.
—Lo he dicho en voz alta —confirmo.
Él asiente.
—Hasta la próxima, señorita Dioica.
Virgencita, en la graduación.
—Señor Grey.
Me despido de él con un movimiento de cabeza. Él se dirige a la puerta y la abre de par en par.
—Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Dioica.
Me sonríe.
—No hago promesas que no puedo cumplir, señor Grey.
Su sonrisa se acentúa y me sigue cuando salgo al vestíbulo. La dos rubias potencialmente hermanas levantan la mirada, tan sorprendidas como yo.
—No hace falta que me acompañe —le aclaro.
—¿Ha traído abrigo? —me pregunta Grey.
Deja de ignorarme. La sorda se supone que sea yo.
—Chaqueta —murmuro, resignada.
Una de las rubias se levanta de un salto a buscar mi chaqueta, que Grey le quita de las manos antes de que haya podido dármela. La sostiene para que me la ponga. Yo le miro y le tiendo una mano para que me la dé.
—No es necesario, gracias.
Casi se la quito de las manos y llamo al ascensor. Varias veces, lo de llamar al ascensor.
Incómodo.
Se abren las puertas y entro a toda prisa. Pulso el botón del bajo. Cuando me vuelvo, el hombre está inclinado frente a la puerta del ascensor, con una mano apoyada en la pared. Sonríe de nuevo. Ojalá no lo hiciera. Aprieto otra vez el botón para bajar.
—Ortiga —me dice a modo de despedida.
—Adiós —le contesto.
Y afortunadamente las puertas se cierran.
Me dejo caer contra la pared.
—Co-lega.
Y hasta aquí la entrada, hierbajos.
Tengo una pregunta que haceros. A mí no me parece que la cosa me haya quedado especialmente interesante, pero Zarza por lo visto se ha hecho mi fan y quiere que continúe el fanfic. ¿Qué opináis?
Con amorr (y un poco de miedo),
O.
Queridos hierbajos, nos vamos a reír. Bueno, quizá vosotros no. No estoy especialmente inspirada hoy en ese sentido. Solo es que me apetecía probar.
Por cierto, como soy una Mala Hierba, me lavo teatralmente las manos en cuanto a la prosa. Muajaja. No voy a mejorar el texto en ningún sentido, va a seguir teniendo received text, siendo explicativo y usando resumen, porque para empezar muchas de las cosas se van a quedar tal cual están en la obra original. Yo me limito a autoinsentarme en las partes dedicadas a la prota, porque soy así de Mary Sue.
[Aquí os dejo un link a la versión original (en español) del libro, por si queréis ver cómo era la escena que escribió E. L. James: http://www.todocelaya.com/libros/Cincuenta-Sombras-de-Grey.pdf]
1
Me miro en el espejo y me empiezo a reír, moviendo la cabeza de lado a lado para se me desordene el flequillo.
—Tengo un pelo genial.
Da igual lo que me haga. Maldita sea Katherine Kavanagh, que se ha puesto enferma, la muy furcia, y me ha colgado el muerto, con el sueño que tengo. Pero mi pelo mola tres pueblos, así que no importa. Yo hoy pensaba repasar para los exámenes.
No sé por qué mis pensamientos son tan fragmentados y aún así me empeño en hacer párrafos con el batiburrillo, pero vale.
Vuelvo a revolverme el pelo con una mano.
—Tengo que probar más veces eso de acostarme con el pelo mojado. Es genial.
Hincho los carrillos y subo y bajo las cejas insinuantemente a mi reflejo mientras pienso en selfies literarios. A la chica del pelo zanahoria con las raíces castañas se le escapa todo el aire por la boca cuando se empieza a reír otra vez. Tiene pecas sobre la nariz y bajo los ojos, y eso es fantástico porque hacía muchos años que no le salían pecas.
Sacudo la cabeza una vez más y el flequillo me hace cosquillas en la frente. Tengo que salir ya del baño o se me hará tarde.
Kate es mi compañera de piso (por cierto). Es curioso, porque no recuerdo tener ninguna compañera de piso que se llame Kate (yo juraría que la de ahora se llamaba Katrin, pero tratándose de mí… todo es posible. Digamos que se llama Kate, pues). El caso es que la muchacha iba a ir a hacerle una entrevista a no sé qué tipo millonetis de una empresa, pero ha pescado un resfriado (ella, no el entrevistado) y, con el cuento del catarro, me ha colgado el muerto. A mí, mientras que me dé las preguntas escritas, la verdad es que todo me parece genial. Bueno, en realidad me apetecía más quedarme en casa y no tener que hablar con nadie en todo el día, porque estoy ermitaña, pero en fin. Me toca conducir más de doscientos kilómetros (cosa improbable, por cierto) hasta el centro de Seattle para reunirme con el presidente de la empresa… no me acuerdo del nombre, una palabra así como verde feo, puede que empezase por «g». Por lo visto el tipo es mecenas de la universidad y su tiempo es oro, que dicen por ahí, pero le ha concedido una entrevista a Kate. Y Kate está que no caga con el logro. La chica le pone interés, eso hay que concedérselo.
Kate está acurrucada en el sofá del salón.
—Ortiga, lo siento. Tardé nueve meses en conseguir esta entrevista. Si pido que me cambien el día, tendré que esperar otros seis meses, y para entonces las dos estaremos graduadas. Soy la responsable de la revista, así que no puedo echarlo todo a perder. Por favor… —me suplica con la voz ronca por el resfriado.
La pobre está hecha unos zorros. Da penilla con los ojos llorosos y la nariz irritada de tanto sonarse. Aunque la verdad es que sin maquillaje está más guapa.
—¿Te has salido de la cama para seguir suplicándome? No es por hacer de menos tus esfuerzos, mujer, pero probablemente si he madrugado será porque ya hemos quedado en que voy. Anda, vuelve a la cama. ¿Quieres que te traiga algo antes de irme?
—Un paracetamol, por favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora. Solo tienes que apretar aquí. Y toma notas. Luego ya lo transcribiré todo.
—No sé nada de él. ¿Cómo habías dicho que se llamaba? ¿Seguro que está bien que te suplante? ¿No me echarán a patadas del edificio?...
—Te harás una idea por las preguntas. Sal ya. El viaje es largo. No quiero que llegues tarde.
Gracias por no contestar a mis preguntas razonables.
—No te preocupes, voy con tiempo. Vuelve a la cama. Te he preparado una sopa para que te la calientes después.
La miro con cariño. Todo esto lo haría por cualquiera. No es por ser cruel, es la verdad. Soy así de maja.
—Sí, lo haré. Suerte. Y gracias, Ortiga. Me has salvado la vida, para variar.
—Lo añadiré a tu cuenta.
Me cuelgo la mochila a la espalda y salgo de casa. Después de pasearme por el garaje buscando el coche de Katrin-Kate (yo pensaba que era verde, pero resulta que no) y estar sentada diez minutos frente al volante sin ser capaz de decidir cuál de los tres pedales es el que sirve para frenar, resuelvo que probablemente lo más sensato para todos es que coja un autobús. Por suerte para la historia, soy una hierba previsora y ya tengo los billetes comprados.
En el viaje no consigo dormir, porque nunca consigo dormirme en los viajes cuando pienso que quiero dormirme, debe de ser algún tipo de boicot personal y deseo de venganza soterrada contra mí misma. Además, Zarza no hace más que mandarme mensajes preguntándome otra vez qué diablos hago yo en esta historia. Cuando por fin me bajo del autobús, pillo
Me dirijo a la sede principal de la multinacional del señor Grey (he encontrado el nombre en las preguntas, por suerte para mí), un edificio horrendo de veinte plantas, todo vidrio y acero, y con las palabras GREGORY HOUSE… Espera un segundo. Ah, no, claro: GREY HOUSE escritas en las puertas de entrada.
—Joder, Ortiga, menos tele —El taxista me mira por el retrovisor, yo le sonrío.
Son las dos menos cuarto cuando el taxi me deja en la puerta. La cita es a las dos. Entro en el vestíbulo de vidrio, acero y piedra blanca.
Desde el otro lado de un sólido mostrador de piedra me sonríe una chica rubia. Lleva el pelo teñido y medio centímetro de base encima de la cara. Además parece que alguien le haya cosido con una puntada las comisuras de la boca hacia el interior de las mejillas. Puedo ver la puntada negra en el pliegue de piel que se hunde hacia adentro.
—Vengo a ver al señor Grey. Urtica Dioica, de parte de Katherine… Kalla… ¿van?
—Discúlpeme un momento, señorita Dioica —me dice alzando las cejas.
Igual no voy lo bastante vestida. Es una teoría descabellada que tengo. He hecho un esfuerzo y al menos me he puesto pantalón largo para que no se me vean las patas peludas, uno que me dio la madre de Zarza. La gente en los sitios pijos se lo toma peor si aparezco sin depilar. Tal y como yo lo veo, deberían agradecer que no llevo la ropa heredada de mi hermano, al menos. Para mí esto es ir elegante. Tamborileo con los dedos sobre el mostrador mientras miro a mi alrededor para no tener que verle las mejillas cosidas a la recepcionista.
—Sí, tiene cita con la señorita Kavanagh. Firme aquí, por favor, señorita Dioica. El último ascensor de la derecha, planta 20.
Me sonríe amablemente, sin duda divertida, mientras firmo.
Me tiende un pase de seguridad que tiene impresa la palabra VISITANTE.
—Gracias.
El ascensor me lleva a otro gran vestíbulo. Me acerco a otro mostrador de piedra y me saluda la misma chica rubia de antes.
—… Hola. —Dudo.
Bueno, puede que no la misma, no creo que haya podido adelantarme. Pero es la misma.
—Señorita Dioica, ¿puede esperar aquí, por favor?
Sabe mi nombre. Igual sí que es la misma después de todo.
Me señala una zona de asientos de piel de color blanco.
—Gracias —le digo al clon con una sonrisa.
Me siento, saco las preguntas del bolso y las repaso. No tengo ni idea de quién es el tipo al que voy a entrevistar. Espero que no tenga las mejillas cosidas como las recepcionistas. Saco la grabadora y empiezo a pulsar botones con mirada intensa y cara de velocidad, intentando decidir cuál es el de encender. El cacharro no se inmuta.
—¿Señorita Dioica?
Pego un bote. Ha aparecido una tercera rubia repintada salida de algún sitio.
—¡Sí!
—¿Se encuentra bien?
—Sí, sí.
—El señor Grey la recibirá enseguida.
—Okay. Gracias.
Todas las hermanas deben de haberse puesto de acuerdo para buscar trabajo en el mismo sitio.
Vuelvo a concentrarme en la grabadora. Quizá sea táctil. Empiezo a darle toques a la pantalla oscura con el índice.
La puerta del despacho se abre y sale un hombre con un pelo afro rizado fantástico.
Tengo que apretar los labios y morderme la mejillas por dentro para intentar no reírme. De verdad que es un pelo genial. Él se vuelve hacia la puerta.
—Grey, ¿jugamos al golf esta semana?
No oigo la respuesta. La grabadora por fin se enciende.
—Yes!
Una de las rubias me mira mientras va a llamar al ascensor.
—Buenas tardes, señoritas —dice el del pelo fantástico metiéndose en el ascensor.
—Buenas tardes —contesto.
—El señor Grey la recibirá ahora, señorita Dioica. Puede pasar —me dice una de las rubias.
Guardo la grabadora y las preguntas, cojo mi mochila y me dirijo a la puerta entornada.
—No es necesario que llame. Entre directamente —me dice sonriéndome.
De todas formas llamo antes de empujar la puerta. Tropiezo con mi propio pie y me la pego.
—Mierda, Ortiga. Mira dónde pones los pies.
Estoy de rodillas en el suelo.
—… ¿Eso lo he dicho o lo he pensado?
—Lo ha dicho.
—Oh.
Unas manos me rodean para ayudarme a levantarme. Me aparto y me levanto sola.
—Lo siento. No pasa nada. Estoy bien.
Bocas.
Miro al hombre. Parece joven.
—Señorita Kavanagh —me dice tendiéndome una mano en cuanto me he incorporado—. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Es alto. Creo. No es rubio.
Le cojo la mano y me suelta un calambrazo.
—¡LA MADRE QUE L….! —Agito la mano con fuerza y me giro sobre mí misma mientras me meto el dedo en la boca.
Mierda. Mierda. Mierda.
—¿Se encuentra bien?
—Maldita electricidad estática —siseo—. Sí, sí. Estoy bien. Lo siento.
Joder, lo que ha dolido. Eso ha sido la moqueta, seguro.
—La señorita Kalla... vahn está indispuesta —digo finalmente, todavía flexionando los dedos de la mano derecha—, así que me ha mandado a mí. Espero que no le importe, señor Grey.
—¿Y usted es…?
Se está partiendo el culo de mí, lo veo.
—Urtica Dioica, Ortiga. Soy compañera de Katrin… digo… Katherine… la señorita Kalla… —Frunzo el ceño—. Somos compañeras.
—Ya veo —se limita a responderme.
Sí. Se está partiendo el culo.
—¿Quiere sentarse? —me pregunta señalándome un sofá blanco de piel en forma de L. Me acerco y le arrimo disimuladamente una pierna al cuero antes de atreverme a tocarlo con la mano: si algo más planea electrocutarme, prefiero que sea a través de una capa de tela en primer lugar.
El despacho es inmenso. En la pared de la puerta hay un montón de fotografías de objetos aleatorios.
—Un artista de aquí. Trouton —me dice el señor Grey cuando se da cuenta de lo que estoy observando.
—Ah. Dudo que me vaya a acordar, pero está bien saberlo. —Sonrío—. Son de esos minimalistas que cogen un objeto cotidiano para ponerle el acento, ¿no? Aunque normalmente ¿no se supone que la idea es representar el objeto dentro de su contexto cotidiano, no esa foto aséptica en fondo blanco y todo centradito y perfecto?
Ladea la cabeza y me mira con mucha atención.
—Lo siento —sonrío otra vez y me alboroto el pelo en la nuca con una mano—. Deformación profesional.
—En mi opinión, elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario —me contesta en voz baja.
Se hace un segundo de silencio.
Me he topado con un especialito.
—O… kay.
Saco de nuevo las preguntas de Kate. Y la grabadora. Mierda. ¿Qué botón era? Pruebo con uno, intentando no poner cara de velocidad. El cacharro no se inmuta. Presiono mi siguiente opción. El señor Grey no abre la boca. Está observándome, con una mano encima de la pierna y la otra alrededor de la barbilla. Sí, sé que soy adorable. Me lo han dicho más veces. Mira para otra parte. Tercer intento y por suerte la grabadora se enciende.
—Lo siento. Es que no es mía.
—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Dioica —me contesta.
—¿Le importa que grabe sus respuestas?
—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la grabadora?
—Pues… sí —le miro—. ¿Le importa? Tampoco he tardado tanto: ya he estado practicando en el pasillo.
Levanta una ceja.
—No, no me importa.
—¿Le explicó Katrin… digo… la señorita…? ¿Le han explicado para dónde era la entrevista?
—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año.
—Anda. ¿En serio? —le miro. Otra vez.
—¿Eso es parte de la entrevista?
—No.
Está burlándose de mí. Pues que se ponga a la cola. Pulso el botón de grabar y dejo la grabadora sobre el sillón, a mi lado. La cojo otra vez y compruebo que el temporizador corre, prueba de que está grabando.
—Primera pregunta. Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su éxito?
Le miro. Sí, otra vez. Para leer tengo que bajar la vista, es lo que tiene. Él esboza una sonrisa burlona.
—Los negocios tienen que ver con las personas, señorita Dioica, y yo soy muy bueno analizándolas. Sé cómo funcionan, lo que les hace ser mejores, lo que no, lo que las inspira y cómo incentivarlas. Cuento con un equipo excepcional, y les pago bien. —Se calla un instante y me clava la mirada—. Creo que para tener éxito en cualquier ámbito hay que dominarlo, conocerlo por dentro y por fuera, conocer cada uno de sus detalles. Trabajo duro, muy duro, para conseguirlo. Tomo decisiones basándome en la lógica y en los hechos. Tengo un instinto innato para reconocer y desarrollar una buena idea, y seleccionar a las personas adecuadas. La base es siempre contar con las personas adecuadas.
—¡Ah! Yo también hago eso. —Sonrío—. Lo de analizar a las personas, digo. Y luego está el factor suerte, claro.
Por un momento la sorpresa asoma a sus ojos.
—No creo en la suerte ni en la casualidad, señorita Dioica. Cuanto más trabajo, más suerte tengo. Realmente se trata de tener en tu equipo a las personas adecuadas y saber dirigir sus esfuerzos. Creo que fue Harvey Firestone quien dijo que la labor más importante de los directivos es que las personas crezcan y se desarrollen.
—Por supuesto que la suerte no es un factor decisivo, pero en todos los ámbitos hay siempre algún elemento que sencillamente es imprevisible y se escapa a nuestro control.
—Bueno, lo controlo todo, señorita Dioica —me contesta sin el menor rastro de sentido del humor en su sonrisa.
Lo miro y me sostiene la mirada, impasible. Tiene unas cejas enormes y los ojos oscuros. Y no deja de pasarse un dedo por el labio. Ya podía quitar la mano: me estorba para entender lo que dice. ¿Por qué se lo tocará tanto?
—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para ejercer el control te concede un inmenso poder —sigue diciéndome en voz baja. Me inclino más hacia adelante para poder oír, sin apartar la vista de su boca—¿Le parece a usted que su poder es inmenso?
—Relativamente. Aunque yo soy bastante obsesa del control, supongo que usted también, por lo que veo. —Me vuelvo a incorporar sobre el sillón—. Disculpe, pero ¿le importaría hablar más alto? Y si pudiese apartarse la mano de la boca también me ayudaría a entenderle mejor.
Baja la mano y se me queda mirando otra vez, dubitativo.
—Lo siento. ¿Tiene problemas de audición?
—No. Es parte de mi dislexia. Leer los labios ayuda. —Miro las preguntas—. ¿Cuáles son sus intereses, aparte del trabajo?
—Me interesan cosas muy diversas, señorita Dioica. —Esboza una sonrisa casi imperceptible—. Muy diversas.
—Como por ejemplo…
Sigue mirándome y no me gusta. No me gusta cómo se le afila la sonrisa por el lado izquierdo. Me aclaro la garganta.
—Quiero decir, si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?
—¿Relajarme?
Sí, pequeño Sócrates, relajarte. ¡Responde a la pregunta!
Sonríe mostrando los dientes. Los tiene perturbadoramente afilados. ¿Cuántas preguntas quedan? Me quiero ir ya. Enderezo la espalda.
—Bueno, para relajarme, como dice usted, navego, vuelo y me permito diversas actividades físicas. —Cambia de posición en su silla—. Soy muy rico, señorita Dioica, así que tengo aficiones caras y fascinantes.
Pues bien por ti. Toma un pin.
—Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto?
—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su mecanismo, cómo se montan y se desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué puedo decirle?
—Tiene suerte de poder dedicarse a algo que le apasiona.
Frunce los labios y me observa de arriba abajo.
—Es posible.
—¿Por qué aceptó esta entrevista?
—Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no podía sacarme de encima a la señorita Kavanagh. No dejaba de dar la lata a mis relaciones públicas, y admiro esa tenacidad.
—Sí, conozco esa sensación. También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?
—El dinero no se come, señorita Dioica, y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer.
—Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del mundo?
Se encoge de hombros.
—Es un buen negocio —murmura.
No estoy tomando notas. ¿Debería estar tomando notas? ¿Qué notas se toman cuando ya hay una grabación? Dios, nunca me haría periodista.
—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?
—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de Carnegie: «Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente puede adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado». Soy muy peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.
—Quiere poseer cosas. Y controlar gente.
—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.
Encantador.
Ya está otra vez enseñándome los dientes. Necesita una lima.
Me sudan las manos. Echo un vistazo a la siguiente pregunta.
—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera de ser?
Frunce el ceño.
—No puedo saberlo.
Ahora tengo curiosidad.
—¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron?
—Todo el mundo lo sabe, señorita Dioica —me contesta muy serio.
—Bueno, obviamente no todo el mundo.
Borde.
Miro la lista.
—Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.
—Eso no es una pregunta —me replica en tono seco.
Vuelvo a mirar el papel.
—Mmm… aparentemente no. Está escrita sin interrogaciones. Da igual, supongamos que es una pregunta: ¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?
—Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren. Pero no me interesa seguir hablando de mi familia.
—¿Es usted gay, señor Grey?
Respira hondo.
Esto es bastante invasivo, la verdad. Menuda pregunta.
—No, Ortiga, no soy gay.
Alza las cejas y me mira con ojos fríos.
Está bien. Indirecta captada. Sonrío a modo de disculpa.
—Informaré a mi compañera de que esta pregunta le parece intrusiva.
A menos que el problema sea con los gays, en cuyo caso la informaré de que es usted gilipollas.
Mira, esta es una nota que sí puedo tomar. Abro la mochila y busco un bolígrafo.
Él inclina un poco la cabeza.
—¿Las preguntas no son suyas?
Saco el bolígrafo y marco la pregunta con un asterisco: «invasivo ¿?».
—No. Katr… Kate… mi compañera me ha pasado una lista.
—¿Son compañeras de la revista de la facultad?
Mierda. Esto va a quedar muy poco profesional.
—No. Es mi compañera de piso.
Se frota la barbilla con parsimonia mientras me observa atentamente.
—¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? —me pregunta en tono inquietantemente tranquilo.
Estupendo, ahora la entrevistada soy yo. Esto no va bien.
—Me lo ha pedido ella —admito—. Como ya le dije, está enferma.
—Esto explica muchas cosas.
—Vaya, gracias por el voto de confianza —contesto intentando no reírme.
Llaman a la puerta y entra una de las rubias.
—Señor Grey, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.
—No hemos terminado, Andrea. Cancele mi próxima reunión, por favor.
A la tal Andrea se le abre la boca, muda. El señor Grey vuelve el rostro hacia ella lentamente y alza las cejas. La chica se pone colorada. Pobre.
—Muy bien, señor Grey —murmura, y sale del despacho.
Él frunce el ceño y vuelve a centrar su atención en mí.
—¿Por dónde íbamos, señorita Dioica?
—No quisiera interrumpir sus obligaciones.
—Quiero saber de usted. Creo que es lo justo.
Apoya los codos en los brazos de la butaca y une las yemas de los dedos de ambas manos frente a la boca.
—No veo por qué esto iba a tener que ser justo —le digo—. El que se ha ofrecido a una entrevista es usted, no yo.
—¿Qué planes tiene después de graduarse?
Me ignora. Fantástico. Hora de largarse.
—De momento voy a centrarme en terminar.
Cojo la grabadora y la meto en la mochila junto con la hoja de las preguntas.
—Aquí tenemos un excelente programa de prácticas —me dice en tono tranquilo.
—Uhu. Gracias. Lo tendré en cuenta.
Me pongo en pie.
—¿Le gustaría que le enseñara el edificio? —me pregunta.
—No es necesario. Seguro que está muy ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.
—¿Vuelve en coche a Vancouver?
¿Vivo en Vancouver?
Mira por la ventana. Ha empezado a llover.
—En autobús.
Pero no pienso decirte en cual.
—¿Me ha preguntado todo lo que necesita? —añade.
—Sí —le contesto colgándome la mochila al hombro.
Cierra ligeramente los ojos, como si estuviera pensando.
—Gracias por la entrevista, señor Grey. —Le tiendo una mano.
No me electrocutes. No me electrocutes. No me electrocutes.
—Ha sido un placer —me contesta, tan educado como siempre, tomándome la mano.
Respiro.
—Menos mal.
—¿Cómo dice?
Por un momento le miro sin entender.
—Lo he dicho en voz alta —confirmo.
Él asiente.
—Hasta la próxima, señorita Dioica.
Virgencita, en la graduación.
—Señor Grey.
Me despido de él con un movimiento de cabeza. Él se dirige a la puerta y la abre de par en par.
—Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Dioica.
Me sonríe.
—No hago promesas que no puedo cumplir, señor Grey.
Su sonrisa se acentúa y me sigue cuando salgo al vestíbulo. La dos rubias potencialmente hermanas levantan la mirada, tan sorprendidas como yo.
—No hace falta que me acompañe —le aclaro.
—¿Ha traído abrigo? —me pregunta Grey.
Deja de ignorarme. La sorda se supone que sea yo.
—Chaqueta —murmuro, resignada.
Una de las rubias se levanta de un salto a buscar mi chaqueta, que Grey le quita de las manos antes de que haya podido dármela. La sostiene para que me la ponga. Yo le miro y le tiendo una mano para que me la dé.
—No es necesario, gracias.
Casi se la quito de las manos y llamo al ascensor. Varias veces, lo de llamar al ascensor.
Incómodo.
Se abren las puertas y entro a toda prisa. Pulso el botón del bajo. Cuando me vuelvo, el hombre está inclinado frente a la puerta del ascensor, con una mano apoyada en la pared. Sonríe de nuevo. Ojalá no lo hiciera. Aprieto otra vez el botón para bajar.
—Ortiga —me dice a modo de despedida.
—Adiós —le contesto.
Y afortunadamente las puertas se cierran.

—Co-lega.
Y hasta aquí la entrada, hierbajos.
Tengo una pregunta que haceros. A mí no me parece que la cosa me haya quedado especialmente interesante, pero Zarza por lo visto se ha hecho mi fan y quiere que continúe el fanfic. ¿Qué opináis?
Con amorr (y un poco de miedo),
O.