Queridos hierbajos, os lo advertí.
Mi nombre es Ortiga y hoy vengo a hablaros de por qué #NoMeSientoSegura haciendo algo tan cotidiano como IR A TRABAJAR.
Veréis, yo no vivo en un país en guerra, ni siquiera en un barrio conflictivo. Ya no vivo en una situación de maltrato psicológico. Mi casa de este año es vieja y desvencijada, pero mantengo la esperanza de que no se me venga el techo encima en los cuatro meses que me quedan. No trabajo con personas conflictivas, ni en atención al cliente, ni en un mostrador de reclamaciones. La única vez que alguien me amenazó con un cuchillo tanto mi atacante como yo teníamos unos 10 años y, aunque la amenaza fue todo lo seria que puede ser una amenaza viniendo de un niño de 10 años, el cuchillo en cuestión tenía un mango de flores, se me disculpará si recuerdo esta anécdota casi con cierto cariño.
Así y con todo, #NoMeSientoSegura. Y vengo a contároslo hoy porque estoy de una mala leche como para hacer Olimpiadas con ella.
Os voy a contar una historia con la que seguro que el 100% de nuestras hierbajas se van a sentir identificadas (en diferentes niveles de freaking out dependiendo vuestro grado de ansiedad social y filosofía vital).
Lunes, 7 a.m. Día perfectamente normal. Tal vez, como yo, has dormido poco y mal. Has metido algo poco comprometido en el estómago aún cerrado de sueño antes de salir de casa. Ahora estás esperando tu tren en la estación. Hora punta, todo saturado. El tren llegan, también saturado, por supuesto. Entras. Hoy no hay manera de acceder a uno de esos oasis salvadores en los que la gente no está absolutamente enlatada, lejos de las puertas y todos los que se empecinan en quedarse ahí parados haciendo tapón. Tampoco hay manera de alcanzar una pared, de asientos ni hablamos. No queda otra que quedarse en el centro del vagón, en el espacio entre las puertas, y contar respiraciones mientras los cuerpos a tu alrededor siguen intentando aplastarte un poco más contra el muro de carne a tu alrededor. Una imagen preciosa, lo sé. Hasta aquí, seguro que todo el mundo sigue conmigo. Pero ahora llega lo bueno, y sé que vosotras sabéis a dónde quiero ir a parar. El caso es que tú estás ahí, estrujada entre la barra y un tipo enorme que te dobla en tronco superior y/o te saca dos cabezas. Quizá estés pensando en la reunión que tienes a primera hora, en el examen de Literatura, en tu perro o en tu gato, o, como yo, a lo mejor estás imaginando posibles escenarios truculentos y cómo escaparías de ellos. Sí, eso es algo que hago con frecuencia. Tengo muchas fobias sociales, pensar planes de actuación en caso de emergencia me ayuda a perder un poco menos la calma cuando algo inesperado sucede. Y tú estás ahí pensando en tus cosas, en cómo si alguien decide tocarte el culo ese día lo que deberías hacer sería darle la vuelta y pegarle un contundente empujón en el pecho. Pero entra una nueva oleada de gente y ya no podrías poner en práctica tu plan ni aunque quisieras. Y entonces sucede, por supuesto. Y por un momento la ironía es más de lo que cualquiera podría soportar, pero así es la vida. Está sucediendo. Y tú no haces nada. De pronto te quedas en blanco. No sabes qué hacer. Qué pensar. ¿Te lo estás imaginando? ¿Es un error? ¿Habrá sido sin querer? No. Ahí está otra vez. Ahora pasa al otro lado. Y sigues sin hacer nada. No te puedes mover. Quien quiera que sea, está a tu espalda y tú no tienes siquiera el espacio suficiente para girar la cabeza y mirar, aunque quisieras, aunque te atrevieses a admitir, ante ti misma, ante él, que esto está sucediendo. Que te está sucediendo. Otra vez. Olvida lo de empujar. En realidad eres una cobarde. Lo eres, ¿verdad? ¿Deberías gritar? Pero, claro. ¿Qué, yo? ¡Yo no estaba haciendo nada! Loca.¿Me estás acusando? Estamos muy juntos, ha sido sin querer. Te lo has imaginado. ¿Te lo habrás imaginado? Exagerada. Loca. Y todo el mundo se te va a quedar mirando. No montes una escena. Estás montando una escena. O, peor, no te van a mirar. De hecho, van a mirar a cualquier lado, cualquier cosa menos a ti. Histérica.¿Por qué estás montando una escena? Cállate. Cállate. CÁLLATE. Todo esto sucede solo en tu cabeza, por supuesto. En la realidad, para cuando el cine mental ha terminado, las puertas ya han vuelto a abrirse. Gente sale. Gente entra. La mano ha desaparecido. El momento ha pasado. Te has movido de sitio. Y para cuando llega tu parada tienes cuatro medias lunas rojas en la palma de la mano con la que no te estabas agarrando a ningún asidero. Y cuando sales del vagón te llevas una mano a la frente para fingir que estás mareada cuando en realidad lo que pasa es que están a punto de saltársete las lágrimas. Y cuando llegas a clase, al trabajo, y la primera persona que encuentras te da los buenos días y el qué tal, intentas sonreír y devolver el bien que todo el mundo espera. Y cuando llegas por fin a una habitación vacía, al baño, te agarras a la pared e intentas respirar. Pero esto solo es un momento, también. Porque hay cosas que hacer. Tienes que volver a clase. Tienes que trabajar. Y sabes que mañana tienes que coger ese tren. Y la semana que viene. Y también el próximo mes.
No me malinterpretéis: esto me pasa caminando por la calle y soy de las que sueltan cuatro gritos y, como se me pongan a tiro, hasta un zarpazo. No que la responsabilidad de gestionar semejante situación deba caer sobre mí, pero eso es lo que hago. Sin embargo, las aglomeraciones de gente ya me resultan de por sí lo bastante estresantes como para que encima le añadamos gasolina al fuego. Si no puedes moverte, no hay manera de huir, a mí me hace sentir una vulnerabilidad insoportable.
Queridos hierbajos, estoy pagando por un servicio de transporte público en el que ni siquiera se garantiza mi seguridad. Estoy pagando por un servicio de transporte público en el que cada día me arriesgo a que un completo desconocido decida que mi cuerpo es suyo para hacer con él lo que se le antoje. También me arriesgo a que alguien me abra la mochila y me robe la cartera, claro. La diferencia es que la mochila me la puedo colgar por delante, la cremallera bajo la barbilla, a ver quién es el guapo que la abre sin que me entere. Pero el culo, hierbajos, no me lo puedo poner por corbata. Qué más quisiéramos algunas muchas veces, ¿verdad?
¿Se espera de nosotras que seamos capaces de funcionar, en sociedad, en nuestro trabajo, en nuestras vidas, cuando esto es con lo que tenemos que lidiar desde primera hora de la mañana? Y luego me viene alguien y me dice que es que las mujeres estamos siempre desquiciadas. No me digas. No se me ocurre por qué. De verdad. O con la cancioncita del #NotAllMen. Pues ten. Toma un pin, encanto. Porque, sí: #YesAllWomen.
No me parece normal ni aceptable que tenga que comprometer mi integridad física y psicológica CADA DÍA sólo para poder ir a trabajar, para pagarme artículos de lujo como comida y techo (y compresas). No me parece normal ni aceptable que, cuando sucede un episodio de estos, no me sienta siquiera segura como para alzar la voz y saber que seré escuchada, no puesta en duda, no ignorada. No que me pregunten: qué estabas haciendo, por qué no te defendiste, qué ropa llevabas puesta. Encanto, si aquella vez que te cruzaste conmigo mis pantalones abrieron la boca para decirte «¡Tócame! ¡Tócame, que doy gustito!», tengo una mala noticia para ti: tienes esquizofrenia. Por tu bien (y el de todas las mujeres que tenemos que compartir espacio respirable contigo) te recomiendo que vayas a ver a un psiquiatra para que te lo medique.
Hoy estaba pensando en todo esto como si fuera precisamente un tren. Es un día normal, estás en tu ruta. Y, de repente, sin motivo, una mano ajena empieza a manosearte. Y, con un chirrido, todo se detiene. Como si alguien hubiese tirado de la palanca del freno de emergencia. El convoy de tu día al completo pega un frenazo y todas las fichas del dominó se te caen encima al mismo tiempo. Y no encuentras tus brazos ni tus piernas ni tu voz. No sabes hacia dónde moverte. ¿Os imagináis qué pasaría si, cada vez que a una mujer le meten mano en el transporte público, accionase el freno de emergencia? Te están agrediendo, al fin y al cabo. ¿Qué puede haber que sea más emergencia que eso? Ya os podéis imaginar lo que pasaría: harían falta más palancas, para empezar. Y aún así tendríamos que compartir. Nadie podría llegar puntual a trabajar. Nadie. Ni. Un. Solo. Día.
Y ¿por qué solo en el transporte público? Puestas a pedir cosas tan disparatadas como poder salir de casa sin que nos agredan sexualmente, podríamos trasladar la hipotética iniciativa a cualquier ámbito. Por la calle. Plántate en mitad de la calzada y no dejes avanzar el tráfico. En el trabajo, en la escuela, en un centro cultural. Haz saltar la alarma antiincendios. Nos íbamos a reír.
A lo mejor así algunas personas empezarían a tomarse esto un poquito más en serio. A lo mejor iba siendo hora de hacer la prueba, hacer algo drástico y potencialmente peligroso. Un riesgo diferente, aunque fuera solo por variar. Por no aburrirnos, ya sabes. Porque si nosotras, la mitad de la población de este planeta, resulta que no tenemos siquiera asegurado el sencillo derecho a llegar a nuestros respectivos lugares de trabajo sin estar al borde de una crisis de ansiedad, ¿de qué coño va esto?
En fin, parece ser que hemos venido a sincerarnos. Soy Zarza, por cierto.
Siempre me he considerado con mala suerte en este sentido. No es que en el transporte público me metan mano. Que sí, que también, pero no voy a eso. Es que lo hacen en la calle, a plena luz del día, en centros comerciales, desde una moto en marcha.
Ortiga solo ha hablado de cuando alguien se cree con derecho a tocarte sin preguntarte antes tu opinión al respecto, pero creo que yo también voy a mencionar las veces que te gritan algo por la calle, sobre todo si es de noche y no hay nadie cerca, porque por desgracia el cat-calling también me pasa mucho y no asusta menos.
No suelo tener problemas para decir algo. Gilipollas, normalmente. Lo tengo automatizado. Me giro y ahí está, de pronto ya lo he dicho. Normalmente se ríen si son varios, o se alejan caminando más deprisa. Alguno se gira para insistirte (¡Guapa!), como si encima tuvieras que tomarte como un cumplido que le haya apetecido ponerte la mano encima. ¡Guapa, que yo no lo hago porque no te respete! ¡Es porque me gustas! ¡Guapa, no seas tan guapa si no quieres que te toque!
Y luego hay otros. Alguno me ha llegado a increpar, desandando el camino en mi dirección, los hombros echados hacia delante, las manos levantadas, tajantes (¡Te voy a follar! O una paráfrasis por el estilo). Recuerdo a Cardo y a Ortiga sujetándome y me recuerdo a mí medio bufando. Me alegro de no encontrarme a menudo con esos otros.
Os voy a confesar algo: es liberador. Poder gritar, responder de alguna manera, y que no te importe si alguien te mira, si les parece exagerado, si les parece lo que sea. Porque en ese momento tienes tanta rabia dentro que no te cabe nada más. Casi me dan ganas de reír, se me ensancha la boca en una sonrisa de esas que es más bien una excusa para enseñar los dientes, pero hay una cosa dentro de mi pecho que se siente viva.
No siempre ha sido así.
Empezaron a los trece años y nunca sabía muy bien si tenía que reírme o bajar la mirada y acelerar el paso, pero en cualquier caso dejé de tomar chupachups en público. A veces me preguntaba si a estos casanovas algún día les funcionarían sus sofisticadas técnicas de seducción y me lo tomaba a broma. Otras veces no, y a mis amigas les molestaba que me quejara, porque por lo visto lo que tienes que hacer es sentirte halagada y callarte, so creída. A los quince, un tipo se me acercó por detrás, me arrimó el paquete y me persiguió por todo el vagón mientras yo intentaba alejarme de él abriéndome camino entre la multitud. Llevaba el chándal del colegio (yo, no el cretino con problemas para pillar una indirecta). El tipo no es lo que habría esperado en un depredador. Tenía unos treinta años. Era guapo. Una prima me dijo que seguro que me había gustado.
Todas hemos tenido alguna experiencia cuestionable con el alcohol y algún tío que se cree más listo de la cuenta. No soy una excepción. No voy a comentarlo porque creo que no viene al caso, pero la mía supuso un antes y un después. Nunca le había gritado tanto a un tipo, nunca tan salvajemente, nunca tan segura de lo que estaba diciendo.
Fue maravilloso, al menos en un sentido. Por lo demás fue una de las peores noches de mi vida.
A partir de ese momento el problema ya no solía ser el tipo con complejo de pulpo, sino mis amigas. Esto es algo en lo que posiblemente también tenga parte de responsabilidad, porque siempre he sido de esas #NotLikeOtherWomen (aunque sabed que me sacudo toda la culpa de mi síndrome de special snowflake y le cargo el muerto a mi familia, que para algo lleva toda la vida alimentándome de refuerzo positivo cada vez que hago algo diferente al resto de mujeres) y eso hace que las personas de mi sexo no suelan tenerme la mayor de las simpatías. También puede ser mi encanto natural, no lo niego. Por eso, cuando digo que el problema eran mis amigas también hablo de mí: me refiero a que necesitamos desesperadamente ensalzar el sentimiento de sororidad. Desesperadamente. Necesitamos, como mujeres, no reírnos de otra mujer a la que agreden. No reírnos de sus intentos de defenderse. Necesitamos sentirnos aludidas, no rivales.
Había otro problema: mi familia. No os voy a hablar de ellos. Baste con que os diga que una de las soluciones estrella de mi abuelo contra las violaciones es meter a las víctimas en la cárcel con una pena mayor a la de los abusadores. Para protegerlas (esto último repetido muchas veces y en voz muy alta).
Con todo esto quiero decir (para todos aquellos que quieran gritar muy fuerte lo de #NotAllMen después de leer esta entrada) que esta situación la permitimos todos. Puede que no seas un hombre de los que hacen estas cosas. Es más, puede que no seas un hombre en absoluto. Eso no significa que tengas inmunidad diplomática. No significa que la responsabilidad de estas situaciones no vaya contigo.
¿Sabéis una cosa? A pesar de los años que han pasado, sigue siendo difícil hablar si el tren está muy vacío. Si está muy lleno, el tipo seguirá ahí, detrás de ti. No se habrá ido a ninguna parte porque no puede, pero al menos estás rodeada de gente y quieres creer que se va a cortar un poco en su reacción. Quieres creer que, incluso si fuera uno de esos tíos que se dan la vuelta para increparte que te va a follar, la gente le detendría, o al menos él se lo pensaría un par de veces. No me pasa como a Ortiga en ese sentido, mi fobia social se suele ir por otros derroteros.
(O, dicho también: si me pegan, si me tocan, ya no es algo que no entienda, es algo que ha pasado. Nadie puede decirme que soy socialmente idiota, que he malinterpretado las cosas, que no sé lo que está ocurriendo. Si me tocan es un límite que sé reconocer, y nadie puede quitarme eso).
Lo que más miedo me da de todo esto es que el día que me toca lidiar con este encanto de criaturas no es el día que voy de punta en blanco, sino que coincide como un reloj con ese lunes horrible en el que no me he lavado el pelo y me veo horrible en el espejo, o acabo de volver a casa de un viaje, o he estado toda la noche en vela discutiendo con una amiga, o estoy comiendo y me siento una criatura repugnante y ansiosa. Siempre coincide con un momento de vulnerabilidad y, no puedo evitarlo, me da tanto miedo que pueda ser algo sistémico. Un tipo de comportamiento predatorio tan asimilado que nadie se haya parado a pensar que pueda estar buscando el eslabón más débil de la cadena, el que menos probabilidades tiene de alzar la voz.
Bueno. Con miedo o sin él, siempre me ha encantado reventar expectativas.
Fdo. Z. y O.
Mi nombre es Ortiga y hoy vengo a hablaros de por qué #NoMeSientoSegura haciendo algo tan cotidiano como IR A TRABAJAR.
Veréis, yo no vivo en un país en guerra, ni siquiera en un barrio conflictivo. Ya no vivo en una situación de maltrato psicológico. Mi casa de este año es vieja y desvencijada, pero mantengo la esperanza de que no se me venga el techo encima en los cuatro meses que me quedan. No trabajo con personas conflictivas, ni en atención al cliente, ni en un mostrador de reclamaciones. La única vez que alguien me amenazó con un cuchillo tanto mi atacante como yo teníamos unos 10 años y, aunque la amenaza fue todo lo seria que puede ser una amenaza viniendo de un niño de 10 años, el cuchillo en cuestión tenía un mango de flores, se me disculpará si recuerdo esta anécdota casi con cierto cariño.
Así y con todo, #NoMeSientoSegura. Y vengo a contároslo hoy porque estoy de una mala leche como para hacer Olimpiadas con ella.
Os voy a contar una historia con la que seguro que el 100% de nuestras hierbajas se van a sentir identificadas (en diferentes niveles de freaking out dependiendo vuestro grado de ansiedad social y filosofía vital).
Lunes, 7 a.m. Día perfectamente normal. Tal vez, como yo, has dormido poco y mal. Has metido algo poco comprometido en el estómago aún cerrado de sueño antes de salir de casa. Ahora estás esperando tu tren en la estación. Hora punta, todo saturado. El tren llegan, también saturado, por supuesto. Entras. Hoy no hay manera de acceder a uno de esos oasis salvadores en los que la gente no está absolutamente enlatada, lejos de las puertas y todos los que se empecinan en quedarse ahí parados haciendo tapón. Tampoco hay manera de alcanzar una pared, de asientos ni hablamos. No queda otra que quedarse en el centro del vagón, en el espacio entre las puertas, y contar respiraciones mientras los cuerpos a tu alrededor siguen intentando aplastarte un poco más contra el muro de carne a tu alrededor. Una imagen preciosa, lo sé. Hasta aquí, seguro que todo el mundo sigue conmigo. Pero ahora llega lo bueno, y sé que vosotras sabéis a dónde quiero ir a parar. El caso es que tú estás ahí, estrujada entre la barra y un tipo enorme que te dobla en tronco superior y/o te saca dos cabezas. Quizá estés pensando en la reunión que tienes a primera hora, en el examen de Literatura, en tu perro o en tu gato, o, como yo, a lo mejor estás imaginando posibles escenarios truculentos y cómo escaparías de ellos. Sí, eso es algo que hago con frecuencia. Tengo muchas fobias sociales, pensar planes de actuación en caso de emergencia me ayuda a perder un poco menos la calma cuando algo inesperado sucede. Y tú estás ahí pensando en tus cosas, en cómo si alguien decide tocarte el culo ese día lo que deberías hacer sería darle la vuelta y pegarle un contundente empujón en el pecho. Pero entra una nueva oleada de gente y ya no podrías poner en práctica tu plan ni aunque quisieras. Y entonces sucede, por supuesto. Y por un momento la ironía es más de lo que cualquiera podría soportar, pero así es la vida. Está sucediendo. Y tú no haces nada. De pronto te quedas en blanco. No sabes qué hacer. Qué pensar. ¿Te lo estás imaginando? ¿Es un error? ¿Habrá sido sin querer? No. Ahí está otra vez. Ahora pasa al otro lado. Y sigues sin hacer nada. No te puedes mover. Quien quiera que sea, está a tu espalda y tú no tienes siquiera el espacio suficiente para girar la cabeza y mirar, aunque quisieras, aunque te atrevieses a admitir, ante ti misma, ante él, que esto está sucediendo. Que te está sucediendo. Otra vez. Olvida lo de empujar. En realidad eres una cobarde. Lo eres, ¿verdad? ¿Deberías gritar? Pero, claro. ¿Qué, yo? ¡Yo no estaba haciendo nada! Loca.¿Me estás acusando? Estamos muy juntos, ha sido sin querer. Te lo has imaginado. ¿Te lo habrás imaginado? Exagerada. Loca. Y todo el mundo se te va a quedar mirando. No montes una escena. Estás montando una escena. O, peor, no te van a mirar. De hecho, van a mirar a cualquier lado, cualquier cosa menos a ti. Histérica.¿Por qué estás montando una escena? Cállate. Cállate. CÁLLATE. Todo esto sucede solo en tu cabeza, por supuesto. En la realidad, para cuando el cine mental ha terminado, las puertas ya han vuelto a abrirse. Gente sale. Gente entra. La mano ha desaparecido. El momento ha pasado. Te has movido de sitio. Y para cuando llega tu parada tienes cuatro medias lunas rojas en la palma de la mano con la que no te estabas agarrando a ningún asidero. Y cuando sales del vagón te llevas una mano a la frente para fingir que estás mareada cuando en realidad lo que pasa es que están a punto de saltársete las lágrimas. Y cuando llegas a clase, al trabajo, y la primera persona que encuentras te da los buenos días y el qué tal, intentas sonreír y devolver el bien que todo el mundo espera. Y cuando llegas por fin a una habitación vacía, al baño, te agarras a la pared e intentas respirar. Pero esto solo es un momento, también. Porque hay cosas que hacer. Tienes que volver a clase. Tienes que trabajar. Y sabes que mañana tienes que coger ese tren. Y la semana que viene. Y también el próximo mes.
No me malinterpretéis: esto me pasa caminando por la calle y soy de las que sueltan cuatro gritos y, como se me pongan a tiro, hasta un zarpazo. No que la responsabilidad de gestionar semejante situación deba caer sobre mí, pero eso es lo que hago. Sin embargo, las aglomeraciones de gente ya me resultan de por sí lo bastante estresantes como para que encima le añadamos gasolina al fuego. Si no puedes moverte, no hay manera de huir, a mí me hace sentir una vulnerabilidad insoportable.
Queridos hierbajos, estoy pagando por un servicio de transporte público en el que ni siquiera se garantiza mi seguridad. Estoy pagando por un servicio de transporte público en el que cada día me arriesgo a que un completo desconocido decida que mi cuerpo es suyo para hacer con él lo que se le antoje. También me arriesgo a que alguien me abra la mochila y me robe la cartera, claro. La diferencia es que la mochila me la puedo colgar por delante, la cremallera bajo la barbilla, a ver quién es el guapo que la abre sin que me entere. Pero el culo, hierbajos, no me lo puedo poner por corbata. Qué más quisiéramos algunas muchas veces, ¿verdad?
¿Se espera de nosotras que seamos capaces de funcionar, en sociedad, en nuestro trabajo, en nuestras vidas, cuando esto es con lo que tenemos que lidiar desde primera hora de la mañana? Y luego me viene alguien y me dice que es que las mujeres estamos siempre desquiciadas. No me digas. No se me ocurre por qué. De verdad. O con la cancioncita del #NotAllMen. Pues ten. Toma un pin, encanto. Porque, sí: #YesAllWomen.
No me parece normal ni aceptable que tenga que comprometer mi integridad física y psicológica CADA DÍA sólo para poder ir a trabajar, para pagarme artículos de lujo como comida y techo (y compresas). No me parece normal ni aceptable que, cuando sucede un episodio de estos, no me sienta siquiera segura como para alzar la voz y saber que seré escuchada, no puesta en duda, no ignorada. No que me pregunten: qué estabas haciendo, por qué no te defendiste, qué ropa llevabas puesta. Encanto, si aquella vez que te cruzaste conmigo mis pantalones abrieron la boca para decirte «¡Tócame! ¡Tócame, que doy gustito!», tengo una mala noticia para ti: tienes esquizofrenia. Por tu bien (y el de todas las mujeres que tenemos que compartir espacio respirable contigo) te recomiendo que vayas a ver a un psiquiatra para que te lo medique.
Hoy estaba pensando en todo esto como si fuera precisamente un tren. Es un día normal, estás en tu ruta. Y, de repente, sin motivo, una mano ajena empieza a manosearte. Y, con un chirrido, todo se detiene. Como si alguien hubiese tirado de la palanca del freno de emergencia. El convoy de tu día al completo pega un frenazo y todas las fichas del dominó se te caen encima al mismo tiempo. Y no encuentras tus brazos ni tus piernas ni tu voz. No sabes hacia dónde moverte. ¿Os imagináis qué pasaría si, cada vez que a una mujer le meten mano en el transporte público, accionase el freno de emergencia? Te están agrediendo, al fin y al cabo. ¿Qué puede haber que sea más emergencia que eso? Ya os podéis imaginar lo que pasaría: harían falta más palancas, para empezar. Y aún así tendríamos que compartir. Nadie podría llegar puntual a trabajar. Nadie. Ni. Un. Solo. Día.
Y ¿por qué solo en el transporte público? Puestas a pedir cosas tan disparatadas como poder salir de casa sin que nos agredan sexualmente, podríamos trasladar la hipotética iniciativa a cualquier ámbito. Por la calle. Plántate en mitad de la calzada y no dejes avanzar el tráfico. En el trabajo, en la escuela, en un centro cultural. Haz saltar la alarma antiincendios. Nos íbamos a reír.
A lo mejor así algunas personas empezarían a tomarse esto un poquito más en serio. A lo mejor iba siendo hora de hacer la prueba, hacer algo drástico y potencialmente peligroso. Un riesgo diferente, aunque fuera solo por variar. Por no aburrirnos, ya sabes. Porque si nosotras, la mitad de la población de este planeta, resulta que no tenemos siquiera asegurado el sencillo derecho a llegar a nuestros respectivos lugares de trabajo sin estar al borde de una crisis de ansiedad, ¿de qué coño va esto?
En fin, parece ser que hemos venido a sincerarnos. Soy Zarza, por cierto.
Siempre me he considerado con mala suerte en este sentido. No es que en el transporte público me metan mano. Que sí, que también, pero no voy a eso. Es que lo hacen en la calle, a plena luz del día, en centros comerciales, desde una moto en marcha.
Ortiga solo ha hablado de cuando alguien se cree con derecho a tocarte sin preguntarte antes tu opinión al respecto, pero creo que yo también voy a mencionar las veces que te gritan algo por la calle, sobre todo si es de noche y no hay nadie cerca, porque por desgracia el cat-calling también me pasa mucho y no asusta menos.
No suelo tener problemas para decir algo. Gilipollas, normalmente. Lo tengo automatizado. Me giro y ahí está, de pronto ya lo he dicho. Normalmente se ríen si son varios, o se alejan caminando más deprisa. Alguno se gira para insistirte (¡Guapa!), como si encima tuvieras que tomarte como un cumplido que le haya apetecido ponerte la mano encima. ¡Guapa, que yo no lo hago porque no te respete! ¡Es porque me gustas! ¡Guapa, no seas tan guapa si no quieres que te toque!
Y luego hay otros. Alguno me ha llegado a increpar, desandando el camino en mi dirección, los hombros echados hacia delante, las manos levantadas, tajantes (¡Te voy a follar! O una paráfrasis por el estilo). Recuerdo a Cardo y a Ortiga sujetándome y me recuerdo a mí medio bufando. Me alegro de no encontrarme a menudo con esos otros.
Os voy a confesar algo: es liberador. Poder gritar, responder de alguna manera, y que no te importe si alguien te mira, si les parece exagerado, si les parece lo que sea. Porque en ese momento tienes tanta rabia dentro que no te cabe nada más. Casi me dan ganas de reír, se me ensancha la boca en una sonrisa de esas que es más bien una excusa para enseñar los dientes, pero hay una cosa dentro de mi pecho que se siente viva.
No siempre ha sido así.
Empezaron a los trece años y nunca sabía muy bien si tenía que reírme o bajar la mirada y acelerar el paso, pero en cualquier caso dejé de tomar chupachups en público. A veces me preguntaba si a estos casanovas algún día les funcionarían sus sofisticadas técnicas de seducción y me lo tomaba a broma. Otras veces no, y a mis amigas les molestaba que me quejara, porque por lo visto lo que tienes que hacer es sentirte halagada y callarte, so creída. A los quince, un tipo se me acercó por detrás, me arrimó el paquete y me persiguió por todo el vagón mientras yo intentaba alejarme de él abriéndome camino entre la multitud. Llevaba el chándal del colegio (yo, no el cretino con problemas para pillar una indirecta). El tipo no es lo que habría esperado en un depredador. Tenía unos treinta años. Era guapo. Una prima me dijo que seguro que me había gustado.
Todas hemos tenido alguna experiencia cuestionable con el alcohol y algún tío que se cree más listo de la cuenta. No soy una excepción. No voy a comentarlo porque creo que no viene al caso, pero la mía supuso un antes y un después. Nunca le había gritado tanto a un tipo, nunca tan salvajemente, nunca tan segura de lo que estaba diciendo.
Fue maravilloso, al menos en un sentido. Por lo demás fue una de las peores noches de mi vida.
A partir de ese momento el problema ya no solía ser el tipo con complejo de pulpo, sino mis amigas. Esto es algo en lo que posiblemente también tenga parte de responsabilidad, porque siempre he sido de esas #NotLikeOtherWomen (aunque sabed que me sacudo toda la culpa de mi síndrome de special snowflake y le cargo el muerto a mi familia, que para algo lleva toda la vida alimentándome de refuerzo positivo cada vez que hago algo diferente al resto de mujeres) y eso hace que las personas de mi sexo no suelan tenerme la mayor de las simpatías. También puede ser mi encanto natural, no lo niego. Por eso, cuando digo que el problema eran mis amigas también hablo de mí: me refiero a que necesitamos desesperadamente ensalzar el sentimiento de sororidad. Desesperadamente. Necesitamos, como mujeres, no reírnos de otra mujer a la que agreden. No reírnos de sus intentos de defenderse. Necesitamos sentirnos aludidas, no rivales.
Había otro problema: mi familia. No os voy a hablar de ellos. Baste con que os diga que una de las soluciones estrella de mi abuelo contra las violaciones es meter a las víctimas en la cárcel con una pena mayor a la de los abusadores. Para protegerlas (esto último repetido muchas veces y en voz muy alta).
Con todo esto quiero decir (para todos aquellos que quieran gritar muy fuerte lo de #NotAllMen después de leer esta entrada) que esta situación la permitimos todos. Puede que no seas un hombre de los que hacen estas cosas. Es más, puede que no seas un hombre en absoluto. Eso no significa que tengas inmunidad diplomática. No significa que la responsabilidad de estas situaciones no vaya contigo.
¿Sabéis una cosa? A pesar de los años que han pasado, sigue siendo difícil hablar si el tren está muy vacío. Si está muy lleno, el tipo seguirá ahí, detrás de ti. No se habrá ido a ninguna parte porque no puede, pero al menos estás rodeada de gente y quieres creer que se va a cortar un poco en su reacción. Quieres creer que, incluso si fuera uno de esos tíos que se dan la vuelta para increparte que te va a follar, la gente le detendría, o al menos él se lo pensaría un par de veces. No me pasa como a Ortiga en ese sentido, mi fobia social se suele ir por otros derroteros.
(O, dicho también: si me pegan, si me tocan, ya no es algo que no entienda, es algo que ha pasado. Nadie puede decirme que soy socialmente idiota, que he malinterpretado las cosas, que no sé lo que está ocurriendo. Si me tocan es un límite que sé reconocer, y nadie puede quitarme eso).
Lo que más miedo me da de todo esto es que el día que me toca lidiar con este encanto de criaturas no es el día que voy de punta en blanco, sino que coincide como un reloj con ese lunes horrible en el que no me he lavado el pelo y me veo horrible en el espejo, o acabo de volver a casa de un viaje, o he estado toda la noche en vela discutiendo con una amiga, o estoy comiendo y me siento una criatura repugnante y ansiosa. Siempre coincide con un momento de vulnerabilidad y, no puedo evitarlo, me da tanto miedo que pueda ser algo sistémico. Un tipo de comportamiento predatorio tan asimilado que nadie se haya parado a pensar que pueda estar buscando el eslabón más débil de la cadena, el que menos probabilidades tiene de alzar la voz.
Bueno. Con miedo o sin él, siempre me ha encantado reventar expectativas.
Fdo. Z. y O.